Las crónicas dicen que fue un 27 de enero. El 27 de enero de 1945, cuando una patrulla del ejército ruso entró al campo de concentración de Auschwitz y se encontró con el espectáculo de hombres y mujeres que vagaban como espectros en un territorio cubierto de cadáveres. Lo que más asombró a los soldados eran los rostros de los sobrevivientes, y muy en particular sus ojos, esas miradas que seguramente es la que deben tener los condenados al infierno si es que el infierno existe. Como ironía siniestra, el portón de ingreso al campo de exterminio estaba precedido de una leyenda: «El trabajo libera». Marxistas y teólogos meditaron sobre esas palabras, sobre qué significa esa relación del trabajo con la muerte. Sobre cómo vivieron los prisioneros de los campos de exterminio se ha escrito y se ha filmado mucho, pero creo que fue Malraux el que dijo: «Los que no lo vivieron nunca podrán contarlo como fue, y los que sobrevivieron tampoco podrán hacerlo». El mal absoluto es en primer lugar la inhumanidad absoluta.
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II
Se dice que en Auschwitz, al momento de llegar los soldados rusos, había alrededor de siete mil personas, porque a más de sesenta mil prisioneros los nazis, ante la llegada inminente de tropas enemigas, decidieron trasladarlos a otros de los infiernos que crearon en esos años. A esa travesía se la conoce como «La marcha de la muerte», porque la inmensa mayoría de los desdichados murieron congelados, hambrientos o ejecutados por sus perros guardianes. A Auschwitz le siguieron otros campos de exterminio. Lo que en los despachos de los aliados circulaba como rumor y en algunos casos como certeza, ahora realidad: Hitler y sus esbirros habían organizado la masacre sistemática de judíos. Había que matarlos a todos: hombres, mujeres, niños y ancianos. Lo que había que exterminar era al judío; exterminarlo físicamente, pero también exterminar su cultura, sus tradiciones, su lenguaje y por supuesto, sus bienes. Hasta el día de la fecha sigue provocando asombro, incluso en los círculos académicos, políticos y religiosos, esa iniciativa macabra de los nazis; iniciativa que sostuvieron hasta el día que se rindieron, porque hasta el último día siguieron matando judíos. Historiadores militares aseguran que el genocidio contra los judíos perjudicó militarmente a los nazis. Alemania para 1943, 1944 y 1945 estaba en retroceso en todos los frentes. Su derrota era inevitable y sin embargo, el alto mando nazi seguía destinando recursos cada vez más escasos para el exterminio de judíos. Los trenes de la muerte continuaban trasladando víctimas hacia los campos de exterminio. Funcionaban como a control remoto. Una maquinaria burocrática eficiente e implacable cumplía a rajatabla con sus objetivos de muerte.
III
Hitler ya dijo lo que pensaba de los judíos, y sobre todo lo que pensaba hacer, cuando a principios de los años veinte escribió su libro «Mein Kampf». Digamos que no engañó a nadie. Lo que dijo que iba a hacer, lo hizo. Por lo menos lo hizo hasta donde pudo. Después, a su relación entre locura y cobardía la resolvió con el suicidio, luego de asegurar que la derrota de su proyecto era también la derrota de todos los alemanes porque, importa decirlo, Hitler libró tres guerras: una, para ocupar el espacio vital; la segunda, contra los judíos, y la tercera, contra el propio pueblo alemán al que consideró indigno de sus proyectos de grandeza. Cuando un oficial le sugirió que adelantara la rendición para evitar más muertes, le contestó con palabras que de manera perversa no dejan de ser una lección para los pueblos: «Cuando los alemanes decidieron votarme, sabían muy bien que lo que ahora están viviendo era una de las posibilidades reales…ahora que se hagan cargo». ¿Se han hecho cargo los alemanes de haber apoyado a Hitler? Pareciera que sí, pero no seamos concluyentes con las respuestas. No hace mucho, leí el libro del periodista Milton Mayer titulado «Creían que eran libres». Fue escrito unos años después de finalizada la guerra. Mayer hizo una investigación consultando al alemán común. Sus conclusiones son notables. La mayoría de los consultados respondieron que Hitler se equivocó con la guerra y con los judíos, pero que para Alemania, sobre todo en sus primeros años en el poder, fue un gran gobernante. Todas estas respuestas tienen sus matices, pero coinciden con una entrevista que hace más de treinta años le hice a un sobreviviente del Graf Spee que me recibió en su casa con la cruz esvástica en el living. Era un hombre amable, pacífico; había sido afiliado al partido nazi pero nunca ejerció cargos públicos. Sin pasión fanática, con cordialidad, me dijo que Hitler fue un gran gobernante, lástima que se equivocó a lo último. Priebke, en otro contexto, y con otra responsabilidad, declaró más o menos lo mismo.
IV
Un breve resumen histórico nos diría que los nazis al principio lo que pretendieron fue expulsar a los judíos de Alemania. Lo que ocurre es que en Alemania solo el uno por ciento de la población era judía. La propaganda de los nazis contra los judíos, acusándolos de practicar rituales con la sangre de los niños cristianos y de haberle asestado una puñalada por la espalda a la nación alemana en 1918, se hacía en un país donde muchos de esos alemanes que habían aprendido a odiar a los judíos, jamás habían visto a un judío en su vida. Distinto fue cuando los nazis llegaron a Polonia y a Rusia. Allí, la «amenaza judía» parecía ser real. ¿Qué hacer? Primero el gueto, luego los campos de concentración, y mientras tanto matar a cuanto judío se les cruzara por el camino en Polonia, Ucrania y Rusia. En el cumplimiento de la faena aparecieron algunos problemitas no previstos. Los soldados alemanes, no todos pero sí unos cuantos, empezaron a tener desequilibrios nerviosos porque, bueno, no debe ser trabajo grato asesinar sin contemplaciones a niños y mujeres. Hubo que buscar otras soluciones. Esa búsqueda se conoció como «Solución final». En las afueras de Berlín, muy cerca de un lago conocido con el nombre de Wannsee, se levanta una mansión donde en enero de 1942 se reunieron quince jefes nazis. Se dice que allí se arreglaron los «detalles» para las masacres en masa. Coordinaron esfuerzos para que los trenes salieran a horario y no faltaran hornos y provisiones de gas. La reunión duró una hora y media. Un detalle para tener en cuenta: ocho de los quince integrantes de esa reunión exhibían doctorados universitarios. El jefe se llamaba Reinhard Heydrich, conocido con el apodo del «Carnicero de Praga», y para muchos el heredero legítimo de Hitler. También estuvo en Wannsee nuestro amigo Eichmann… cumpliendo órdenes, por supuesto. A Eichmann le fue como sabemos que le fue, pero a Heydrich, pocos meses después de esa reunión, un comando partisano lo cocinó a balazos en su dulce Praga.
V
Alemania, el pueblo alemán, pagó un alto precio por su aventura. Las ciudades y pueblos destruidos; sus hombres y jóvenes muertos y sus mujeres violadas. Proporcionalmente, los jefes nazis, con responsabilidades efectivas de poder no pagaron el mismo precio. Hubo ejecuciones, cárceles, pero un número importante de responsables, de esos verdugos cuyos nombres son casi anónimos pero que eran el terror diario en los campos de exterminio, la sacaron barata. Muchos huyeron, claro está. Fueron a Brasil, Paraguay, Bolivia y Chile. Digamos que escapaban como ratas, pero si algo tenían en claro estos distinguidos caballeros convencidos de su condición de raza superior y responsables del mayor genocidio que conoce la historia, es que si bien cualquier país era bueno para refugiarse, el país preferido, el país donde sabían que los iban a proteger, cuidar, mimar y hasta admirar era la Argentina peronista. Mengele, Eichmann, Priebke, no me dejarán mentir.