Enrique Barros: Cachorros de la Reforma Universitaria

El título pertenece a Enrique Barros y refiere al discurso que el dirigente reformista pronunció en octubre de 1958, en la ciudad de Córdoba, en un acto callejero organizado por la Federación Universitaria de Córdoba (FUC) con motivo de las movilizaciones de los estudiantes contra la denominada “enseñanza libre” y su reciente aprobación en el Congreso en una sesión considerada por los estudiantes de la FUA como “vergonzosa”. Barros tenía más de sesenta años y habló protegido por los estudiantes, porque en esos días había sido amenazado de muerte.

Sobre esas exigencias morales Barros algo sabía. El aprendizaje lo adquirió en aquellas jornadas épicas de 1918 cuando en la ciudad de Córdoba los estudiantes se movilizaron para promover el acontecimiento político más trascendente de la historia política de las universidades latinoamericanas: la Reforma Universitaria.

Barros entonces tenía 25 años. Había nacido en 1893. Refutando posteriores e interesadas descalificaciones, no pertenecía al patriciado y debió trabajar para costear sus estudios. Siempre trabajó. Su consultorio estuvo abierto hasta su último día. De Alfredo Palacios se cuenta que en la puerta de su estudio jurídico había colgado un cartel que decía: “Se atiende gratis a los pobres”. Barros hizo lo mismo en su consultorio de calle Ituzaingó.

La vocación de su vida fue la política y la medicina. A ambas les dedicó su talento y su genio. Liberal de izquierda, creía que el liberalismo no estaba reñido con un socialismo democrático, humanista y reformista. En los años treinta, fue un duro opositor al régimen conservador y en la guerra civil española militó a favor de la república. Antifascista convencido, simpatizó con los Aliados y nunca dejó de expresar su rechazo a los regímenes totalitarios de derecha y de izquierda.

El dirigente reformista fue un profesional destacado que estuvo a punto de recibir el Premio Nobel gracias a sus investigaciones acerca de la psitacosis. Después de recibirse estudió en la universidad alemana de Friburgo y a lo largo de su vida fue invitado por diferentes universidades del mundo para dictar conferencias.

Fue el primer presidente de la FUC, acompañado por Horacio Valdés y Gumersindo Sayago. En esas semanas se edita la Gaceta Universitaria y él es el director. En ese periódico, se publica el 21 de junio el famoso “Manifiesto liminar”, escrito por Deodoro Roca y firmado por quince dirigentes estudiantiles, entre los que se destaca Enrique Barros.

Una semana antes, el 15 de junio los estudiantes habían irrumpido en las sesiones del Consejo Directivo cuando se enteran que como consecuencia de una típica trenza política, se decide elegir rector a Antonio Nores, candidato de la Corda Frates, la asociación definida por ellos mismos como integrada por “doce caballeros católicos”.

Barros de puño y letra firma el telegrama dirigido a Osvaldo Loudet, presidente de la FUA: “Hemos sido víctimas de la traición y la felonía. Ante la afrenta, hemos declarado la revolución universitaria”. Desde Buenos Aires, la respuesta de la FUA no se hace demorar: “Estamos con ustedes en espíritu y corazón”.

Desde junio a octubre, la ciudad de Córdoba es el escenario de movilizaciones, tumultos y reiteradas refriegas entre estudiantes laicos y católicos. Precisamente, para mediados de julio estudiantes católicos constituyen el Comité Pro Defensa de la Universidad (CPDU). El presidente será Atilio Dell Oro Maini, el mismo que cuarenta años después promoverá la enseñanza libre. Apoyado por el obispo Zenón Bustos y la Corda Frates, el CPDU edita El Heraldo Universitario. Las disputas entre católicos y laicos en 1918 es un capítulo que aún no se ha terminado de escribir.

Mientras tanto, Córdoba hierve. Según el diario La Voz del Interior, una manifestación de estudiantes reformistas convoca a más de diez mil personas, un número notable para una ciudad que tiene alrededor de 150.000 habitantes y una matrícula universitaria de no más de 1.500 estudiantes.

A Enrique Barros, se le atribuye la boutade de postular que en Córdoba la contradicción decisiva no es entre conservadores y radicales o entre socialistas o anarquistas, sino entre quienes están a favor o en contra del obispo. Verdadera o no, la “grieta religiosa” es evidente. Con los años, esta realidad se matiza y exige otro tipo de abordaje, pero en 1918 no había matices que valgan.

A mediados de agosto, un operativo nocturno de los reformistas entre los que se destacan Valdés, Bordabehere y Barros, derriba la estatua levantada en la esquina de los jesuitas del ex rector Rafael García. Al lado de la estatua en ruinas dejan un escrito: “En esta ciudad sobran ídolos y faltan pedestales”. Motivos contra Rafael García sobran. En 1884, este rector rechazó la tesis del entonces estudiante Ramón Cárcano a favor de la enseñanza laica y la separación de la Iglesia del Estado.

Otro de los capítulos a escribir es la participación de los conservadores a favor de la Reforma Universitaria. Por lo pronto, Valdés, Suárez Pintos y Vocos, entre otros, militaban en el Partido Demócrata. Y Cárcano apoyó a la Reforma con un entusiasmo que no demostraron los dirigentes radicales cordobeses, algunos de ellos más cerca de la Corda Frates que de los reformistas.

Acosado por las movilizaciones estudiantiles, Antonio Nores renuncia en agosto olvidándose de su piadosa promesa de gobernar, si es necesario, sobre un tendal de cadáveres. Barros, Sayago y Valdés se reúnen una vez más con el presidente Hipólito Yrigoyen quien decide designar a Salinas, uno de sus principales ministros.

Mientras tanto el 9 de septiembre se produce uno de los acontecimientos más importantes y menos conocido de la Reforma Universitaria. Los estudiantes toman la universidad y se hacen cargo del poder. Nombran funcionarios y profesores. No conforme con ello designan a tres decanos que son estudiantes: Enrique Barros en Medicina, Ismael Bordabehere en Ingeniería y Horacio Valdés en Derecho. Nunca visto. Ni antes ni después. Ni los estudiantes del Mayo Francés de 1968 se van a atrever a tanto. Finalmente constituyen tribunales examinadores. Y hay más aplazos que aprobados.

La experiencia dura tres días. El 11 de septiembre la fuerza pública ingresa a las facultades y detiene a los principales cabecillas. El 12 de septiembre llega Salinas a Córdoba y comienzan las gestiones para institucionalizar la Reforma: autonomía y cogobierno.

Con la intervención de Salinas, se legaliza la Reforma Universitaria, pero también se exacerban las diferencias entre los dirigentes reformistas. ¿Alianza con el gobierno o independencia del poder político? Las diferencias parecen ser insalvables, pero el 26 de octubre, un grupo de la Corda Frates irrumpe en el Hospital de Clínicas. Esa noche, Enrique Barros está haciendo la guardia. Lo atacan con manoplas envueltas en diarios. No lo mataron de casualidad. Como consecuencia de la paliza, Barros debió someterse a 16 operaciones y le colocaron una placa de platino en la cabeza. Nunca se recuperó del todo. Hasta el último día de su vida tuvo dificultades de locomoción, dolores crónicos y reiteradas crisis cardíacas. Como contrapartida, la agresión salvaje reunificó a los reformistas.

A título anecdótico, un estudiante arrepentido de la Corda, se hizo presente en el hospital donde estaba internado para pedirle disculpas. Barros le dijo guiñándole el ojo: “No te hagás problemas… son cosas de muchachos”.

Murió en marzo de 1961. En su escritorio, estaba el borrador escrito a mano de un artículo destinado a La Voz del Interior titulado “Adolfo Eichmann, el gaucho malo de las pampas”. También la carta que, consciente de su frágil salud, siempre llevó encima una carta cuyo contenido anticlerical se lo debe entender en el contexto de su tiempo: “Yo, Enrique Barros, en pleno uso de mis facultades mentales y sabiéndome aquejado de una dolencia que en cualquier momento puede hacer crisis, prohíbo que en tal caso, ni vivo ni muerto, llegue hasta mí un sacerdote…”.

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