La noche de los bastones largos

El 29 de julio de 1966 la Policía Federal irrumpió en las principales facultades de la Universidad de Buenos Aires y desalojó por la fuerza a estudiantes y docentes. La dictadura militar, autotitulada “Revolución Argentina”, cumplía un mes en el poder y el general Juan Carlos Onganía era su presidente y su profeta. El operativo policial estuvo a cargo del general Mario Fonseca que contó con la colaboración del general Eduardo Señorans, titular de la Side.

Ese mismo día el régimen militar había puesto en vigencia el decreto ley 16.912 que intervenía las universidades, derogaba la autonomía y el tripartito y exigía que los rectores y decanos se subordinasen al Ministerio del Interior. Las autoridades universitarias disponían de 48 horas para acatar lo resuelto. Inmediatamente se convocó a los consejos directivos y los estudiantes se movilizaron para tomar las facultades en señal de protesta. Onganía no respetó el plazo de 48 horas y esa misma noche ordenó a la Policía Federal que hiciera su trabajo.

Como dijera con su dudoso sentido del humor el Bebe Roth: “Los policías se dieron el gusto de pegarle una buena marimba de palos a los estudiantes”. Según las crónicas de la época, Señorans y Fonseca se habían quedado con la sangre en el ojo. Un par de semanas antes, un acto público de las Fuerzas Armadas para rendirle homenaje al general Roca había sido interrumpido por los estudiantes, justamente de Exactas, quienes desde las ventanas de la facultad habían arrojado monedas de un peso contra los uniformados. Los muchachos se justificaron después diciendo que había sido un chiste, pero ya se sabe que el sentido de humor de los militares no suele coincidir con el de los estudiantes.

La jornada del 29 de julio se conoció como “La noche de los bastones largos”. Así tituló en tapa la revista Primera Plana. Se dice que el actual periodista de Clarín, Julio Algañaraz, tuvo la ocurrencia. La referencia histórica fue “La noche de San Bartolomé”, la masacre de protestantes en París en el siglo XVI, “La noche de los cuchillos largos”, la masacre ordenada por Hitler contra los “Montoneros” del partido nazi y, por supuesto, “La noche de los cristales rotos”, la orden de Goering de destrozar las vidrieras de los negocios judíos. Diez años después de “La noche de los bastones largos”, llegará “La noche de los lápices”, el secuestro y muerte de estudiantes secundarios en La Plata, pero esa ya es otra historia. O, mejor dicho, otra noche.

El centro del operativo policial fueron las facultades de Ciencias Exactas y de Filosofía y Letras, consideradas por los militares como verdaderos nidos de comunistas. Una exageración “macartista” que, como toda exageración, metió en la misma bolsa a todo el mundo. Las imágenes que quedaron grabadas en la historia y que recorrieron el mundo, registran las escenas en que estudiantes y profesores salen de la facultad de Exactas. Era de noche, hacía frío y las luces y sombras de la escena permiten registrar el contraste entre los jóvenes con las manos en alto y los policías apuntándolos con armas largas como una metáfora elocuente de la barbarie.

Las declaraciones de los participantes de aquellas memorables jornadas “académicas” coinciden en admitir que los policías repartieron garrotazos a diestra y siniestra. Según palabras de los protagonistas, armaron una suerte de pasillo y todos los que pasaron por allí recibieron garrotazos y patadas a granel. Del “agasajo” no fueron excluidas las autoridades docentes, en particular el decano de Exactas, Rolando García y el vicedecano, Manuel Sadosky, dos eminencias científicas que recibirán reconocimientos y distinciones en las universidades extranjeras como contrapartida de los palazos repartidos generosamente por los policías de su patria. Experiencia parecida vivirá la astrónoma Catherine de Cesarsky. Mientras en la Argentina la trataban como una delincuente, en Estados Unidos la nombraban presidente de la Unión Astronómica Mundial.

Ese viernes a la noche estaba dando clases en la facultad en su carácter de profesor “visitante” el científico norteamericano Warner Ambrose, matemático del MIT. Haciendo honor a un igualitario espíritu represivo que aconseja no discriminar a la hora del reparto de palos, los policías no se privaron de darle unos cuantos garrotazos. Ambrose estuvo detenido y cuando recuperó la libertad escribió una nota de antología en The New York Times, lo que motivó un pequeño incidente diplomático con la embajada, incidente que se resolvió rápido, porque el gobierno de Lyndon Johnson no ocultaba sus simpatías por el flamante régimen militar.

Como consecuencia de esta proeza represiva , más de 300 científicos argentinos, formados y capacitados con recursos nacionales, se fueron del país. Las renuncias de docentes superaron las 1.500 y hay quienes aseguran que fueron más de dos mil. En cualquiera de los casos, la sangría académica fue impresionante. Por supuesto, el rector designado por la dictadura, Luis Botet, no pensaba lo mismo. El día que asumió sus nuevas funciones no tuvo empacho en declarar que “la autoridad está por encima de la ciencia”. Más claro, echarle agua.

No concluyeron allí las hazañas castrenses. Los interventores desmantelaron de hecho el Instituto de Cálculo de Ciencias Exactas y el Instituto de Radiación Cósmica. Misión cumplida. Y como para disipar dudas respecto de su visión estratégica nacional, condenaron a muerte a la pobre “Clementina”. La singular ejecución no tuvo en su momento demasiada trascendencia, porque en la Argentina de 1966 nadie del gobierno iba a derramar una lágrima por una pobre y balbuceante computadora que recién empezaba a dar sus primeros pasos.

Lo cierto es que ese 29 de julio quedó registrado en la historia como uno de los actos de barbarie más brutal en un país que ya empezaba a acostumbrarse a brutalidades de este tipo. Han transcurrido casi cincuenta años de aquellas penosas jornadas, pero muchos de los problemas estructurales de la educación superior que padecemos los argentinos provienen de entonces.

Entre 1956 y 1966 la universidad reformista había vivido un tiempo de esplendor luego de la noche cultural del peronismo. Fueron los años de los rectorados de Risieri Frondizi e Hilario Fernández Long. También los años en los que se creó el Conicet y se fundó la editorial Eudeba, dirigida por el mítico Boris Spinakow, que publicó más de once millones de libros a precios accesibles.

La universidad pública se distinguía no sólo por la calidad de los profesionales que preparaba, sino por las instituciones científicas que fundaba y los proyectos de investigación que desarrollaba. La derecha militar acusó a esa experiencia como comunizante y atea, mientras la ultraizquierda y el populismo la impugnaban por “cientificista”, es decir, por ser una universidad que en nombre de la ciencia se desentendía de los problemas nacionales.

La noche de los bastones largos no sólo arrojó un prolongado cono de sombra en la educación, sino que fue el punto de partida que arrojó a la ilegalidad y a la violencia a toda una generación. Un mes y medio después, en las calles de Córdoba fue asesinado el estudiante Santiago Pampillón. Y luego correrán la misma suerte Cabral, Bello y Blanco. Lo sucedido de alguna manera era previsible. Después de los garrotazos llegaría la sangre. El debate sobre lo ocurrido y las opciones que un sector de la juventud eligió continúa, pero en todos los casos debe quedar claro que desde 1930 a la fecha, o si prefiere, desde 1955 ó 1966, la violencia y la ilegalidad tienen nombre y apellido. Y símbolos aleccionadores. “La noche de los bastones largos”, es uno de ellos.

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