Los desafíos en un tiempo de crisis

Los políticos nos están saliendo caros, demasiado caros; pero mucho más caro sale para una Nación renunciar a la política. Entre las posiciones extremas de los que miran con nostalgia un pasado autoritario y los que se empecinan en sostener una realidad política indefendible, existe la alternativa de exigir aquellas reformas que le otorguen a la democracia la eficacia que los actuales tiempos reclaman, sin renunciar a las garantías y los controles ante cuya ausencias la eficiencia se transforma en arbitrariedad y despotismo.

Es verdad que hoy no existen acechanzas golpistas y que las críticas que se le hacen al actual sistema político en muchos de sus aspectos son justos. Sin embargo, una actitud responsable exige advertir sobre los riesgos de la crítica indiscriminada a la política, sobre todo en un país en donde, hasta hace menos de veinte años, ésta era la sinfonía que daba letra y ritmo a todas las aventuras golpistas.

Hecho este llamado de atención, es necesario admitir que una Nación empobrecida no puede darse el lujo de sostener a una claque política con un nivel de vida superior al de los países centrales, y que en algunas provincias, se parece más a emiratos árabes que a repúblicas democráticas.

La reforma se impone y es necesaria, pero desde ya adelanto que se equivocan los que suponen que en la Argentina los problemas se resuelven achicando el gasto político. Sin duda que habrá que mejorar los sistemas de elección de candidatos y los actuales regímenes electorales al estilo ley de lemas y otros adefesios por el estilo. Las campañas electorales deberán acortarse, y la ley, obligar a los partidos a que transparenten sus fuentes de financiamiento. Sería deseable que se asegurase, a través de aquélla, la rotación de dirigentes. Y habría que pensar en la posibilidad de que no fueran solamente los partidos las instancias de promoción de candidatos.

Pero ninguna de estas reformas será importante si, simultáneamente, no se modifica una cultura mayoritaria que identifica política con buenos negocios y promoción personal. Mientras el vecino más modesto y la ama de casa más ignorante sigan pensando que hacer política es acomodarse en el Estado y que la suerte en la vida depende de los amigos influyentes con cargos públicos, no habrá ninguna ley que mejore nuestra convivencia democrática.

Lo que sí queda claro es que el cambio es necesario. Vivimos en un mundo en donde las certezas del pasado nos han abandonado y el futuro se presenta como una gran incógnita. El marxismo y el populismo ya no dan respuestas, aunque tampoco el liberalismo está en condiciones de interpretar al mundo con verdades construidas en el siglo XVIII.

El llamado «pensamiento único» no existe o es parte de una retórica de la izquierda, siempre interesada en inventar demonios contra los cuales combatir. El «neoliberalismo» es un recurso ideológico para criticar al capitalismo. No es que no exista: existe en la dimensión que la izquierda y el populismo le asignan. Lo que hay, en todo caso, son relaciones de poder, intereses por proteger y privilegios por defender, cuyas expresiones teóricas están más acá y más allá de este llamado neoliberalismo que, como los fantasmas, todo el mundo supone que existen, aunque nadie los vio jamás. Y se tienen profundas sospechas de que, en realidad, son embelecos fraguados por viejas ignorantes para asustar a los chicos.

Yo no sé si en el futuro inmediato se mantendrá la relación de capitalismo y democracia. Hasta creería que nadie puede afirmar en serio que capitalismo y democracia, como categorías históricas, sobrevivirán en el futuro. En otros tiempos se suponía que al primero lo sucedería el socialismo y a la segunda, la dictadura del proletariado. El siglo veinte permitió completar esta experiencia y, para bien o para mal, las sociedades prefirieron convivir con los problemas del capitalismo democrático antes que sumergirse en las delicias de la dictadura del proletariado.

Que el capitalismo haya triunfado en esta coyuntura no quiere decir que los problemas hayan desaparecido, sino todo lo contrario. En un mundo en donde el flujo de dinero es de una dimensión billonaria, donde existen armas para destruirlo «setenta veces siete», donde los recursos naturales desaparecen o se contaminan, mientras crece la brecha entre ricos y pobres, y florecen los fundamentalismos religiosos y nacionales, nadie en su sano juicio puede decir que ya no hay nada que hacer o que lo hecho es perfecto y que de aquí en más sólo nos queda disfrutar de los beneficios.

Se sabe que cuando las sociedades atraviesan por períodos de crisis sus dirigentes calman su incertidumbre refugiándose en el pasado o aferrándose a las pocas certezas de que disponen. La gran aventura de la humanidad consiste en ir trazando caminos a tientas. Si en los períodos estables la representación de la realidad coincide con la realidad misma, en los tiempos de crisis esta relación armónica se rompe y hay que avanzar a ciegas o aferrados a fragmentos de ideas que no alcanzan para explicarnos una realidad que nos desborda. Empequeñecidos por la dimensión de los problemas, los hombres suelen refugiarse en los consuelos religiosos para hallar trascendencia a un mundo que se empecina en negarla. Sin embargo, hasta el teólogo más fundamentalista sabe que la religión puede brindar consuelo, auxilio o ilusiones; pero sería inútil exigirle garantías mayores, ya que para las cosas que importan en «este mundo pecador», la religión es una opinión más y, en más de un caso, es una opinión alienada o fanática. Diría, para tranquilizar la conciencia, que también la religión suaviza las relaciones sociales, opera como un sistema de moderación y control social, además de poner un límite a los más desesperados. No es poca cosa.

Los hombres vivimos dominados por esa contradicción que se manifiesta entre nuestros deseos de estabilidad y un mundo cambiante, que para cada uno de nosotros concluye el día de nuestra muerte. Los dirigentes que asumen los riesgos del futuro saben que, al mismo tiempo, están obligados a dar respuestas concretas porque los hombres de carne y hueso reclaman seguridades en tiempo presente. El drama del siglo XXI consiste en la dificultad de ofrecer garantías en un mundo crispado por cambios formidables.

Es probable que los griegos y los romanos hayan vivido situaciones parecidas. Al respecto, la literatura de la época da cuenta de los conflictos y traumas que creaba la conciencia de vivir en una época de cambios. Para colmo de males, nadie está en condiciones de pronosticar la duración de dichos cambios. Desde la caída del Imperio Romano hasta la organización de un nuevo orden social medianamente estable, transcurrieron por lo menos mil años. Atendiendo las transformaciones actuales es probable que las nuevas certezas no demoren tanto, pero la angustia que genera una incertidumbre que puede prolongarse a lo largo de un siglo puede llegar a ser devastadora.

El malestar provocado por la política y las encerronas en que nos coloca la economía tiene que ver con errores de los hombres. No obstante, por sobre todas las cosas, se explica a partir de una profunda crisis social, política y moral que desajusta los mecanismos que antes hacían posible el funcionamiento del sistema.

No estamos viviendo tiempos sencillos. En realidad, desde la modernidad hasta la fecha, cada generación ha tenido la certeza de que el presente siempre era más duro que el pasado, y en esas condiciones se las fueron arreglando como podían, tratando de preservar en cada época aquellos valores sin los cuales la condición humana dejaría de ser tal.

A nosotros nos compete encontrar las respuestas que permitan que la aventura de los hombres, y la de los argentinos en particular, continúe. Los historiadores juzgarán nuestros esfuerzos. Pero más que el juicio histórico, nosotros estamos obligados a saber que así como no hay ninguna respuesta programada, siempre estamos obligados a darlas, aun a riesgo de equivocarnos.

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