Lo digo sin eufemismos: reunirse con Carlos Menem para discutir los pasos a dar para terminar con la corrupción en el Senado es lo mismo que mantener una plática con Drácula para discutir acerca de cómo terminar con los vampiros de Transilvania.
En la reunión estuvieron Corach y Kohan. Cuestiones de protocolo impidieron la presencia de Cecilia Bolocco, quien, por el momento, prefirió continuar sus vacaciones en la Costa Brava; plazos procesales han hecho imposible la participación de Juan Carlos Rousselot, Víctor Hugo Alderete o de la mismísima María Julia Alsogaray, en representación de la rama femenina.
Alfombra roja para que ingrese en la Rosada el personaje más comprometido con la corrupción y el principal responsable de una herencia amoral y cínica en el ejercicio del poder, como nunca se había conocido. En lugar de los pasillos de tribunales para explicar tantas cosas, los despachos de la Casa Rosada; en lugar de una explicación acerca de la responsabilidad de la banda que gobernó el país durante diez años, una convocatoria para que dé su opinión sobre el flagelo de la corrupción.
El autor del llamado «gabinete de las luces», el personaje que acusó al gobierno de conducir al país a la catástrofe, el que lo denunció por perseguirlo como lo hicieran con sus antepasados de 1955, hoy es reconocido como primus inter pares por el gobierno que prometió terminar con la corrupción en la Argentina.
Si el presidente Fernando de la Rúa da este paso para pasarle una factura a Carlos Alvarez por las denuncias en el Senado, está reaccionando más como un «puntero» ofendido que como el estadista que exigen las circunstancias. Si esto tiene que ver con ciertas tendencias acuerdistas del radicalismo con el peronismo, muy bien podría haberse planteado el diálogo con aquellos dirigentes del justicialismo que, efectivamente, representan al peronismo y que en su momento contribuyeron de manera decisiva para que el «jeque de Anillaco» no violase la Constitución para perpetuarse en el poder. Si la invitación tiene que ver con la necesidad de convocar a los grandes prohombres de la República para atender una grave crisis nacional, habría que recordarle que el invitado carece de esa estatura y que ni siquiera la crisis por la que atraviesa la Argentina es de tal gravedad que justifique esta ronda de conversaciones.
A veces, es necesario conocer la intimidad del poder para explicar ciertas actitudes que, en muchos casos, más tienen que ver con justificaciones menores que con lo que se anuncia con tono protocolar hacia afuera. Es muy probable, entonces, que esta reunión se haya convocado para blanquear la posible reunión celebrada en la residencia de Olivos el pasado 3 de septiembre, gracias a los buenos oficios de estos dos próceres de la causa nacional: «Coti» Nosiglia y Luis Barrionuevo.
Lo cierto es que por una razón o por otra -o por todas las razones juntas- desde el gobierno nacional se da una señal exactamente contraria a las expectativas que la sociedad en general, y el electorado de la Alianza en particular, tuvieron presentes a la hora de votar por lo que se suponía iba a ser un cambio radical de las prácticas políticas de la Argentina.
Antes que reunirse con Menem, devolverle protagonismo político y otorgarle un rol de interlocutor que no se merece, el gobierno debería preocuparse por dar algunas señales políticas más firmes respecto de un escándalo que vuelve a colocar a la corrupción como una de las principales preocupaciones de los argentinos.
No deja de ser una cruel ironía o un brutal sarcasmo que mientras la sociedad reclama que se haga algo para sancionar a legisladores corruptos, el paso político que se da desde la cúpula del poder sea el de convocar a Menem para conocer su meditada opinión sobre el tema.
Toda iniciativa elaborada desde el poder incluye su carga de simbología, a veces más importante en cuanto a su efecto político que a sus llamados contenidos reales. Por lo tanto, más allá de conversaciones y declaraciones conjuntas, lo que importa a la hora de pensar en política es la imagen que se ofrece a la opinión pública al convocar al diálogo a quien durante la campaña electoral de hace menos de un año fuera la encarnación misma de la corrupción.
La sospecha de que este paso está pensado para ponerle límites a Carlos «Chacho» Alvarez es grave, porque una cosa es que el presidente quiera poner en su lugar al vice demostrando quién es el que gobierna, y otra es que para ello recurra a la encarnación misma de lo que se quiso combatir cuando se constituyó la Alianza.
Para colmo de males, en el país las cosas no se presentan bien como para que el gobierno se dé el lujo de equivocarse justamente en uno de los temas que debería ser su fuerte: la cuestión moral. Por desgracia, las señales económicas se empecinan en decir que la recuperación sigue siendo un deseo pero no una realidad, razón por la cual el mal humor de la sociedad alcanza por igual a trabajadores y empresarios, quienes no sólo trajinan por un presente árido y desolador, sino que no observan en el futuro señales esperanzadoras.
Se entiende que las condiciones heredadas han sido duras, que la profundidad del ciclo recesivo es excepcional. Sin embargo, si no hay respuestas más o menos inmediatas a la crisis, lo que hoy se acepta con cierta dificultad, en el futuro no se va a entender.
Si, por añadidura, las respuestas en cuestiones éticas tampoco son satisfactorias, los senadores se atornillan en sus butacas, y la SIDE no puede explicar por qué en el mes de abril faltaron cinco millones de dólares de su arcas y los probables sicarios de ese íntimo amigo de Menem llamado Lino Oviedo se escapan de la cárcel saludando y silbando bajito, convengamos en que el cuadro de situación no autoriza a ver la vida color de rosa.