Massat y Reutemann

Pretender reducir la conducta del senador Jorge Massat a un inofensivo y doméstico conflicto familiar es suponer que el pueblo santafesino es estúpido o algo peor. Si, como dice cierta prensa de mala fe, el talento de los políticos se mide por su capacidad para ocultar la realidad, con sus recientes declaraciones respecto de su senador, Reutemann acaba de recibir el master en política, sepultando en el remoto pasado esa imagen de apolítico que, en su momento, le permitió conquistar tantas voluntades.

Al gobernador nunca le llamó la atención el rumboso estilo de vida de Massat. La casa más famosa de la costanera -no muy lejana de la suya- nunca fue motivo de sospecha o de curiosidad. Habría que preguntarle al productor rural cómo reaccionaría si observase que los peones de su campo, de un día para el otro, se compran una casa, un auto importado y se toman vacaciones en el extranjero.

Massat debe responder ante la Justicia por presunto enriquecimiento ilícito, pero, ante la opinión pública, debe probar que no es un ladrón. En los tribunales se estima que el hombre, en principio, es inocente; no obstante, para la gente, la carga de la prueba se invierte y debe rendir cuenta de sus actos y de las riquezas obtenidas y exhibidas con ese desparpajo que sólo los peronistas son capaces de mostrar con tanta naturalidad y talento.

Podemos entender las tribulaciones del señor Reutemann, pero nos cuesta hacer otro tanto con la fragilidad de sus argumentos. Es verdad que nadie puede conocer el corazón de los hombres y que la misma persona que en su momento inspiró confianza, al siguiente, se transforma.

Pero hay buenos motivos para creer que la historia de Massat no es la de su traición a la causa, sino la historia de su fidelidad a una causa. Es probable que Massat no haya caído en desgracia por haber defraudado a alguien que está arriba de él y a quien le debe infinitos favores, sino por ser fiel hasta la exageración a una estrategia que lo excede y que, a partir de ahora, lo excluye.

Y ya que hablamos de defraudación de confianza y de estafa, lo que hay que decir es que, en todo este proceso, los únicos defraudados y estafados son los ciudadanos, la gente común que paga sus impuestos, vive con sueldos que cada vez alcanzan menos, que no sabe si va a continuar en sus empleos o que ya, directamente, los han perdido.

Ellos son los verdaderos estafados cuando estallan estos escándalos que ponen en evidencia la venalidad de ciertos sectores de la clase dirigente y la capacidad de corromperse que tienen algunos políticos nacidos en el seno del pueblo, que llegaron al lugar donde están gracias al voto popular y que, en la primera oportunidad, no vacilan en traicionar ideales y confianzas por unos pesos.

Al respecto, habría que aclarar que, en los tiempos que corren, algunos políticos no se corrompen por unos pesos, sino por cifras millonarias. A ciertos corruptos de hoy, los bíblicos treinta dinares les provocarían risa.

De todos modos, no deja de indignar y de provocar una sorda cólera interior el espectáculo bochornoso de un pueblo con necesidades cada vez más insatisfechas y una clase dirigente que maneja cifras millonarias, vive en mansiones lujosas y gasta en una noche lo que un modesto trabajador no ganará en meses trabajando de sol a sol.

Massat, como episodio individual, carece de relevancia y de interés político. Pero Massat, como expresión de un tipo de dirigente salido desde abajo y tocado por la varita mágica del poder, merece ser estudiado. El cajero de una causa, el recaudador compulsivo, son causa y consecuencia de una relación de poder.

Lo que le acaba de ocurrir a este buen hombre no es diferente del escándalo que conmueve a la Cámara de Senadores, ni difiere demasiado de las prácticas políticas que corrompen a la democracia y que, en su momento, expresara con singular realismo y desfachatez José Luis Manzano cuando habló del célebre «robo para la corona».

Coronas o coronitas, coronas nacionales o provinciales, lo cierto es que a ese sistema perverso de construir poder con los dineros de los contribuyentes hay que ponerle fin si pretendemos vivir en una sociedad medianamente democrática.

La corrupción no sólo es un estigma moral, sino el síntoma grave de una enfermedad que puede liquidar a las instituciones. No sólo erosiona la legitimidad y la creencia en el sistema, sino que, además, sale demasiado cara para un país cada día más pobre.

Las tareas de control las debería ejercer la oposición, pero atendiendo a las declaraciones de Horacio Usandizaga, queda claro que, una vez más, será al periodismo a quien le corresponderá la ingrata tarea de anunciar que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca.

Por lo tanto, el caso Massat no puede ni debe ser interpretado como un caso personal. Si algún significado tiene, es como expresión de una manera de hacer política que lo compromete a él y a todo un sistema montado para recaudar fondos.

Es verdad que los personajes que se prestan para realizar el trabajo sucio suelen cobrar demasiado por sus honorarios, y alguna vez habrá que hablar de cómo los que «roban para la corona» estafan, a su vez, a la corona que dicen defender; pero para los jefes políticos todas esas minucias carecen de importancia, salvo cuando el recaudador es descubierto.

Tengo entendido que el gobernador no es hombre aficionado al psicoanálisis y a ninguna de esas extravagantes operaciones intelectuales inventadas por personajes exóticos e incomprensibles, llamados Freud o Lacan, porque si lo fuera, sus expresiones acerca de los calzoncillos de uno y otro, sus comparaciones con el marido engañado, o sus referencias a compartir la misma cama, darían lugar a un festín de sesiones.

Pero no son Freud y Lacan los que están en juego en este tema. Lo que los santafesinos debemos discutir, de una vez por todas, es cómo reducimos las bases de la corrupción mediante el control y cómo se instrumenta un sistema legal que establezca reglas de juego claras respecto del financiamiento de los partidos y las campañas electorales.

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