Capitalismo, corrupción y ética

Para ciertos analistas políticos, los actuales negociados y escándalos públicos no harían más que poner en manifiesto la naturaleza inmoral del capitalismo. Para esta mirada de la realidad, la corrupción, más que una aventura individual, una falla humana o un vicio, sería la expresión lógica y funcional de un sistema económico que necesita de estos actos para poder funcionar y realizarse.

Es por eso que, para la izquierda clásica, la verdadera inmoralidad reside en el sistema y no en las conductas personales. Para esta concepción ideológica, la alternativa moralidad-inmoralidad sería falsa, ya que la verdadera inmoralidad es la explotación debidamente legalizada por los Estados burgueses. Extremando este razonamiento, el daño lo perpetrarían los funcionarios honestos y no los corruptos, ya que el perjuicio social estaría estimulado por el cumplimiento estricto de las reglas del sistema y no por sus violaciones.

No deja de ser curiosa la relación de la izquierda con el llamado hecho moral. Mientras que, por un lado, su pretendida visión científica de la realidad no deja lugar a subjetividades y humanismos burgueses que, en nombre de la moral, pretenden confundir a las clases populares sobre quiénes son sus verdaderos enemigos, por el otro, toda su concepción de la política está sostenida por una rígida moral victoriana, en cuyo nombre pueden permitirse excesos inimaginables porque la nobleza de la causa final lo justificaría.

Consideraciones y polémicas teóricas al margen, lo cierto es que no deja de ser interesante reflexionar acerca de la naturaleza social y política de la corrupción, y si ella tiene que ver con la filiación histórica de un sistema.

A los izquierdistas habría que recordarles que la corrupción de los sistemas socialistas, que en su momento apoyaron con más o menos entusiasmo, llegó a ser escandalosa. Allí no existía propiedad privada, supuestamente el régimen era revolucionario; pero lo cierto es que la institución más importante del sistema era la coima.

Si alguien quiere confirmar esta experiencia, le aconsejaría que viaje a Cuba para que observe cómo la corrupción está presente desde que llega al aeropuerto, continúa en los hoteles y se despliega en cada una de las actividades públicas.

Sin embargo, los vicios de los regímenes socialistas cuestionan -en el peor de los casos- a estos sistemas, pero no nos dicen una palabra acerca de la corrupción en el capitalismo. Que el socialismo soviético o el cubano hayan sido corruptos no nos consuela sobre la corrupción cotidiana de este sistema.

Entonces, la pregunta fundamental por responder es si la corrupción es una anécdota del sistema o si hace a su estructura. Los viejos weberianos dirían que el espíritu del capitalismo es esencialmente moral y que, sin esas bases éticas fundadas en el ahorro y la austeridad, no habría podido existir.

A este argumento habría que refutarlo con el propio Weber, quien admitió que el capitalismo pudo haber sido moralista en sus orígenes, pero que, posteriormente, se desarrolló atendiendo otras consideraciones.

Un sociólogo norteamericano de fuste, que en su juventud militó en el trotskismo y que en la actualidad es unos de los ideólogos más brillantes del neoconservadorismo yanqui, manifiesta su preocupación por el destino de un capitalismo que al ritmo de la competencia, de la afirmación del individualismo, de la exploración del «yo», perdió bases morales, y si no las recuperara, carecería de destino histórico.

Queda claro que la naturaleza del capitalismo tiende a relativizar el hecho moral o a considerarlo un epifenómeno de la estructura económica. Un sistema que reivindica la ganancia, la acumulación y el éxito personal no debería extrañarse de contar entre sus filas a empresarios tramposos, políticos corruptos y funcionarios venales.

Sin embargo, entender al capitalismo solamente como un sistema de relaciones económicas es un pecado economicista que se desentiende de la pluralidad de tradiciones culturales que han hecho posible esta realidad. Lo que es necesario entender, entonces, es que el capitalismo como tal es una realidad diversa, cuyas diferencias, en muchos casos, van más allá de los detalles.

Si bien el afán de ganancia y la propiedad de los medios de producción están presentes en todos los ejemplos, es necesario prestar atención al hecho de que no es lo mismo el capitalismo de los países anglosajones que el de los latinos, ni tampoco se compara el hecho moral de las sociedades avanzadas con respecto al de los regímenes subdesarrollados.

El capitalismo como sistema es incapaz de fundar una ética y, mucho menos, una épica. No deja de ser una paradoja que el sistema económico históricamente más fuerte carezca de objetivos morales propios. El capitalismo, en ese sentido, es el sistema más vulnerable que se ha conocido, aunque es probable que su «debilidad » sea, al mismo tiempo, la condición de su fortaleza. «Ese desorden aparente -decía Dostoievski- sobre el cual se sostiene la fortaleza indestructible de sistema burgués».

El capitalismo como sistema no se interesa por la condición humana, pero entiende que un sistema es más eficiente y hasta más justo si existen controles institucionales y prácticas sociales favorables a la cultura del trabajo y el respeto a los contratos verbales o legales.

Está probado que la generalización de estos valores coincide con el crecimiento económico y la movilidad social, mientras que la corrupción generalizada se identifica con la pobreza y el atraso. El problema de la Argentina es que la configuración histórica de un capitalismo prebendario y clientelista es funcionalmente corrupta.

No es casualidad que la ola de corrupción en nuestro país vaya de la mano de la recesión, del atraso, del endeudamiento externo, de la creciente desocupación y del deterioro de la actividad política con sus ideales degradados o sometidos a la lógica del poder.

Por lo tanto, podría decirse que no es el capitalismo en términos generales el responsable de la corrupción que soportamos, pero sí lo es este capitalismo criollo modelado con empresarios habituados a invertir en mercados cautivos, banqueros que suponen que el mejor negocio es aquel en donde no hay que invertir dinero, políticos que cada vez creen menos en las tradiciones de sus partidos, dirigentes sindicales formados en la tradición corporativa y funcionarios que se valen de la estructura del Estado para hacer buenos negocios.

En esas condiciones, la relación de corrupción, subdesarrollo y pobreza puede llegar a ser casi lineal. La crisis del sistema educativo, la pobreza desoladora de los hospitales, el desamparo de los marginales, la corrupción de los sistemas de seguridad, el deterioro de la calidad de vida de los sectores medios y la ineficacia de los planes sociales, son la consecuencia previsible de este modelo.

No se trata, entonces, de impugnar al capitalismo en términos generales, aunque sí de interrogarse seriamente sobre los límites y las posibilidades de una determinada formación histórico-social que, en nombre de los valores de la libre empresa y la propiedad privada, produce resultados contrarios a los que invoca.

Dicho con otras palabras, es muy difícil -por no decir imposible- entender a un capitalismo sin inversión, sin libre competencia, sin productividad, sin cultura del trabajo, sin riesgo e innovación, y con Estados colonizados por los grupos económicos.

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