La crisis argentina

«Ninguna proposición es interesante si no se puede argumentar en favor de la opuesta». Tulio Halperín Donghi

Creo que no es ninguna novedad decir que a los argentinos nos ha tocado la desdicha de bailar siempre con la más fea, aunque durante décadas creímos que en realidad nos había tocado bailar con la más linda. Ahora, resignados, aceptamos este destino, pero convengamos que no es agradable ni estimulante saber que el presente es malo pero el futuro va a ser peor.

La crisis argentina no la provoca el portazo de un vicepresidente o la resistencia de Santibañes a presentar la renuncia o las declaraciones de Alfonsín contra la convertibilidad, la crisis argentina se manifiesta en un endeudamiento externo de más de 150.000 millones de dólares, en los intereses que debemos pagar por esa deuda que superan los 10.000 millones, en un gasto público que trepó en diez años de 30.000 a 90.000 millones, en una evasión impositiva que se aproxima a los 28.000 millones, en una desocupación que está por arriba de los quince puntos, en una caída de la actividad productiva que en ciertos niveles es escandalosa y en un Estado que debe financiar con recursos cada vez más reducidos una creciente y sostenida demanda social.

La crisis argentina se expresa en ese 30 por ciento de deserción escolar en la primaria, 49 por ciento en la secundaria y 51 en la universidad, en la pésima gestión de los recursos públicos, envilecida por el clientelismo, en una burocracia cara e inepta y en el costo de una clase política cuyas cifras superan las de los países centrales, mientras que sus servicios se parecen a los de Haití o Nigeria.

La crisis argentina se manifiesta en los miserables sueldos de los maestros, las mendicantes jubilaciones de los ancianos, el deterioro de las prestaciones sociales, pero también en la ruina de los productores rurales, la estrepitosa caída de ventas de los comerciantes o la quiebra de las pequeñas y medianas empresas industriales.

La crisis argentina son los cientos de argentinos que consideran que la única salida es Ezeiza, son los sueldos irrisorios de los investigadores científicos, son las provincias pobres con su población indigente y su clase política perpetrando negociados y disfrutando de sueldos que en algunos casos superan los 15.000 dólares mensuales, y son esos empresarios habituados a explotar como en el tercer mundo para obtener ganancias superiores al del primero, con mercados cautivos y beneficios seguros.

La responsabilidad de esta crisis no la tiene este gobierno, tampoco exclusivamente el menemismo, pero sí una clase dirigente que desde 1930 a la fecha hizo todo lo posible para transformar al país en esta extravagante paradoja de pasado próspero, presente ruinoso y futuro oscuro.

Los dirigentes argentinos deben saber que a un sistema económico y político se lo evalúa en función de su capacidad para satisfacer las necesidades de muchos o de pocos. No se trata de predicar a favor de un igualitarismo inviable e indeseable, pero queda claro que hasta el liberal más individualista está obligado a aceptar que las condiciones materiales de gobernabilidad de cualquier sociedad tienen que ver con la capacidad de ese sistema para promover el bienestar de muchos.

No hace falta ser un comunista rabioso para aceptar que un régimen que excluye y empobrece a los sectores populares y que arruina a los productores rurales y urbanos debe, en el mejor de los casos, ser revisado antes de que sea demasiado tarde. Si en política ya es una verdad aceptada por todos que ningún Estado se puede sostener exclusivamente reprimiendo, en economía ningún sistema puede funcionar si promueve la ruina de la mayoría.

La incapacidad de la clase dirigente para dar una respuesta satisfactoria a la crisis argentina es el dato más distintivo de la actual coyuntura. En ese contexto hay que ubicar las dificultades e ineptitudes del actual gobierno, agravadas por decisiones políticas que no hacen más que profundizar la crisis y su propia debilidad.

Disipados los efectos inmediatos del portazo de Alvarez, lo que queda claro es que a una decisión equivocada del presidente se le sumó otra decisión equivocada del vice. Desde la renuncia a la fecha ninguno de los problemas que se le presentaban a la Alianza fueron resueltos, y hasta podría decirse que el presente sigue cargado de dificultades y el futuro se presenta como un gran interrogante.

El shock ético de Alvarez no mejoró la percepción negativa de la sociedad hacia la clase política ni fortaleció al gobierno. Por el contrario, el gobierno nacional está mucho más débil que antes, y Alvarez se equivocaría de punta a punta si creyese que esa debilidad puede ser la causa de su fortalecimiento.

Decía que la Alianza no es la responsable de la actual crisis, pero tampoco puede decir que no tiene nada que ver con ella. Llama la atención que, sabiendo con un año de anticipación que iba a ganar las elecciones, sus principales dirigentes no se hayan preocupado por establecer un programa de gobierno medianamente realizable.

Se sabía que las condiciones eran difíciles, que no había lugar para milagros, pero se creía que se iba a diagramar una estrategia que permitiese enfrentar la crisis comprometiendo a todos a cumplir con las responsabilidades del poder para que nadie, al primer contratiempo, se enoje y se vuelva a su casa haciendo pucheros.

Tal como se presentan los hechos parece que nada de eso se hizo, o que si se hizo todo, se preocuparon para hacer, luego, exactamente lo contrario. Lo cierto es que a diez meses de haber asumido el poder, la Alianza y De la Rúa exhiben un prematuro desgaste que marca al futuro con un inquietante cono de sombra.

La responsabilidad de la Alianza en lo que está ocurriendo es insoslayable. De la actual crisis política no son culpables el peronismo, ni los gobernadores, ni los sindicatos, ni el imperialismo, sino su propia torpeza, la incapacidad de sus principales dirigentes para ponerse de acuerdo, el internismo político esterilizante y caníbal y la incomprensión para entender la naturaleza de la crisis argentina.

De aquí en más el futuro está abierto. Se ha perdido un tiempo valioso, pero aún hay tiempo para revertir la situación y poner al país en el rumbo acertado. Los márgenes son estrechos, pero la sociedad ha demostrado que está dispuesta a acompañar a un gobierno creíble, honesto y deseoso de promover el shock económico que permita sacarnos de esta opresiva recesión.

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