Chacho Alvarez y las vicepresidencias

Según se mire, el protagonismo político de Chacho Alvarez puede ser saludable o negativo para las instituciones. La historia argentina no registra antecedentes de un vicepresidente con un nivel de participación política tan alto y por lo tanto nadie sabe con certeza si este protagonismo contribuirá a fortalecer al gobierno o por el contrario será el causante de su fractura.

El poder es siempre una relación delicada, un juego que no permite muchos participantes porque el exceso de jugadores lo termina debilitando u obliga a uno de ellos a tomar decisiones orientadas a eliminar a los competidores. No es casualidad que desde los tiempos de Urquiza y Mitre el vicepresidente haya sido una figura decorativa o, en el mejor de los casos, una alternativa de recambio para solucionar crisis imprevistas.

La Constitución Nacional prevé las figuras de un presidente poderoso y un vice débil. Vicepresidentes fueron, por ejemplo, Salvador del Carril, Elizalde, Acosta, Alsina, Madero y Pellegrini. Alsina siempre aspiró a la presidencia, pero la primera vez se la ganó Mitre, la segunda Sarmiento y en la tercera, la vencida, se murió.

Pellegrini fue el vice de Juárez Celman, mantuvo un perfil bajo hasta que se inició la crisis del noventa y allí empezó a conspirar con Roca para liquidar el gobierno de los «jóvenes irresponsables». Pellegrini fue el primer vice devenido en presidente y, a decir verdad, su desempeño no fue malo, ya que recompuso el poder y permitió salir de la crisis.

Otros vices que llegaron a la presidencia fueron Uriburu, Figueroa Alcorta y Victorino de la Plaza. Todos ocuparon la primera magistratura debido al fallecimiento de los titulares, Luis Sáenz Peña, Quintana y Roque Sáenz Peña.

Los vice de Yrigoyen casi ni existieron. Nadie recuerda nada de Pelagio Luna, ni de Veiró ni de Martínez, salvo la miserable ambición de este último de querer sucederlo al Peludo con el apoyo de los militares. El vicepresidente de Alvear, Elpidio González, era un yrigoyenista devoto colocado en ese lugar por don Hipólito y a quien Alvear se ocupó de reducir a la nada.

El vicepresidente de Justo fue Julito Roca, hijo del viejo Roca, conservador, talentoso y con la prudencia necesaria como para no conspirar contra su jefe. La historia lo recuerda por su influencia política en la provincia de Córdoba y por haber estampado su firma en el famoso tratado con Inglaterra conocido con el nombre de «Roca-Runciman», al que los nacionalistas denominaron «estatuto legal del coloniaje».

El vice de Ortiz fue un viejo catamarqueño carcamán y conservador de apellido Castillo. Llegó a presidente de la Nación debido a la «inoportuna» enfermedad de Ortiz, que impidió la posibilidad de que el régimen conservador pudiese autorreformarse. Con la llegada de Castillo al poder se reforzaron los elementos más reaccionarios y fraudulentos del régimen, hasta que el 4 de junio de 1943 los militares sacaron los tanques a la calle.

Los vicepresidentes de Perón no figuraron ni para las fotos. El viejo Quijano era un correntino oportunista y bruto, y a Teissaire sus talentos no le alcanzaron ni siquiera para adornar la galería de traidores. El vicepresidente que no fue se llamó Evita, pero estaba escrito que ese cargo no era para ella, como se encargaron de manifestarlo los militares, los curas y su propia salud.

Un vicepresidente que dio que hablar fue el almirante Isaac Rojas. El hombre fue el «malo» de esa película de terror que se llamó la «Libertadora». Rojas hasta el último día de su vida se jactó de haber sido el más duro entre los duros.

Alejandro Gómez no duró mucho tiempo al lado de Frondizi. A decir verdad, el hombre nunca quiso reemplazar a su jefe, pero tampoco le gustaba el giro desarrollista que el «Flaco» le había dado a la gestión. Su renuncia fue muy comentada en su momento, pero el gesto careció de consecuencias institucionales y políticas.

El vice de Illia, Carlos Perette, fue una niña que se limitó a cumplir al pie de la letra el rol que le asignaba la Constitución. Siendo un político de raza con votos propios y personalidad definida, Perette fue hasta el último día el vice de Illia, el hombre que acompañó a su jefe en las buenas y en las malas.

El vicepresidente de Cámpora fue Vicente Solano Lima, un conservador ducho en el oficio de la política y la politiquería. Don Vicente fue uno de los primeros conservadores que tuvo la certeza de que el peronismo era por encima de su retórica una fuerza esencialmente conservadora. Su intuición le permitió acceder a la vicepresidencia y su cuarto de hora lo vivió durante las aciagas jornadas de Ezeiza, oportunidad en la que asumió la presidencia y les puso límites estrictos a los psicópatas liderados por Osinde, Norma Kennedy y López Rega.

La otra vicepresidente fue Isabel Martínez. La señora no sólo fue vice sino que además la tuvimos que soportar al frente de la Presidencia. Su recuerdo sigue siendo una vergüenza que los peronistas aún no han terminado de explicar. Responder cómo pudo ser posible que el sillón de Rivadavia haya estado ocupado por una bailarina de cabaret sometida a la voluntad criminal de un brujo es uno de los desafíos históricos que se nos presentan a los argentinos y uno de los tantos motivos por los que debemos estar eternamente agradecidos a la infinita sabiduría de Perón.

Los vice de la democracia fueron Martínez con Alfonsín, Duhalde y Ruckauf con Menem y Chacho Alvarez con De la Rúa. Más allá de los talentos personales de cada uno, lo cierto es que los que consideraron que daban para más optaron por irse a la provincia de Buenos Aires, como Duhalde y Ruckauf.

¿Qué hará Chacho Alvarez? ¿Emigrará a Buenos Aires o a otra provincia? ¿Se trasladará a algún ministerio? ¿ O seguirá de vicepresidente? Más allá de los cargos, lo que queda claro es que Alvarez no está dispuesto a ser una figura decorativa y que en el lugar en que se encuentre continuará presentando iniciativas que por lo general cuestionan las tradicionales estructuras de poder y, muy en particular, sus prácticas políticas.

En principio resulta irrelevante discutir si Alvarez expresa el ala izquierda, el ala plebeya o el ala popular o populista de la Alianza. Por encima de los membretes, lo que se impone es la presencia de un liderazgo con capacidad para innovar los escenarios, discutir las formas tradicionales de hacer política y sintonizar las nuevas demandas sociales.

Una personalidad política de esa estatura tarde o temprano entrará en conflicto con el presidente. Si encima dispone de más luces y más encantos, el choque es inevitable. Ocurre que más allá de las buenas voluntades y los afanes de unidad, el sillón de Rivadavia dispone de un solo asiento y por lo tanto no hay lugar para dos.

 

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