El paraíso paraguayo

12 de marzo 2001

«El país tiene que resolver temas más importantes», respondió Luis González Macchi, el actual presidente de Paraguay, cuando los periodistas le pedían que explicara cómo era posible que su auto, un BMW valuado en cerca de cien mil dólares, fuera robado.

En realidad, la respuesta del mandatario fue previsible y sensata, ya que, efectivamente, Paraguay tiene problemas mucho más serios, y por lo tanto, nadie tiene por qué alarmarse de un auto, sobre todo en un país en donde más del sesenta por ciento del parque automotor es robado, en donde durante décadas los funcionarios gozaron de esos beneficios y en donde esa particular industria constituye uno de los pilares de la economía nacional.

Por otra parte, no hubiera dejado de ser irónico que un presidente paraguayo tenga problemas por manejar un auto robado, cuando la historia nacional de los últimos sesenta años está plagada de mandatarios que se enriquecieron con el contrabando, el narcotráfico, las rentas de Itaipú y Yacyretá y el auto-tráfico, la flamante designación de ese negocio del cual González Macchi es uno de los tantos beneficiarios.

Cuando uno llega a Paraguay, lo primero que llama la atención es el movimiento de la aduana, en donde no hace falta ser un sagaz observador para darse cuenta de los buenos negocios que allí se realizan. Ciudad del Este y Pedro Juan Caballero son antros de contrabandistas, refugios de delincuentes internacionales y base de operaciones de terroristas musulmanes.

En Asunción, lo que sorprende al viajero es la cantidad y la calidad de autos que se ven transitando por la calle. Llama la atención que en un país, cuyo ingreso per cápita apenas supera los dos mil dólares anuales, disponga de un parque automotor parecido al del Primer Mundo.

Comprar un auto robado en Paraguay es mucho más fácil que comprarlo en una agencia legal, entre otras cosas, porque es mucho más barato y porque existen disposiciones legales que le garantizan al comprador que nunca va a tener problemas. De más está decir que si se dispone de funcionarios amigos todo se hace mucho más fácil y barato. Los únicos perjudicados en todo este negocio son los dueños de autos de Argentina y Brasil, las víctimas preferidas por los ladrones, que luego se encargan de ingresarlos a Paraguay y legalizarlos en menos de lo que canta un gallo. Queda claro que en el negocio participan no sólo los ladroncitos, sino también políticos y funcionarios, por lo que, más que una actividad delictiva, la venta de autos robados es lo que se puede decir una industria nacional, organizada en la época de Stroessner y que continúa floreciente gracias a las buenas gestiones de sus sucesores, que en estos temas nunca se privaron de nada.

Conocí Paraguay en tiempos de Stroessner. Entonces hasta el nombre de las calles era un testimonio de la ideología del dictador, ya que sólo en Asunción podían encontrarse calles con los nombres de Francisco Franco y Chiang Kai Shek, por ejemplo. También sólo en ese país podía observarse ya en los años ochenta que las calles, los edificios públicos, los parques y las ciudades llevasen el nombre de Stroessner.

La retórica nacionalista y el folclore local, debidamente estimulado por la dictadura, no impidieron que los Estados Unidos levantasen una embajada, que es la más grande de América latina, y que, a la legua, se nota que cumple funciones regionales que van más allá de lo que los manuales de derecho internacional le reconocen a las embajadas.

Como todos los dictadores, Stroessner se valió de la demagogia nacionalista para manipular las adhesiones del pobrerío, y siempre se presentó como la encarnación de las verdaderas esencias paraguayas. Su nacionalismo de peña no le impidió actuar como un obediente felpudo de la embajada norteamericana. Como todo felpudo, a veces no fue tratado con los miramientos que él suponía que se merecía. Pero durante los años de la guerra fría, el hombre fue una de las piezas clave en América del Sur, lo que le valió el reconocimiento de más de un funcionario y -por supuesto- la luz verde para hacer buenos negocios.

Está claro que Estados Unidos no estaba muy orgulloso de mostrar a un amigo de semejante catadura, por lo que prefirieron en los últimos años mantener con él una actitud algo distanciada; pero ello nunca impidió que empresarios y políticos norteamericanos lo adulasen y lo considerasen un auténtico defensor de los intereses ideológicos del llamado mundo libre. Finalmente terminaron por darle la inevitable patada en el trasero, que Estados Unidos siempre dio a sus dictadores, pero el instrumento a usar fueron sus propios parientes, todos multimillonarios por obra y gracia de Stroessner, y todos dispuestos a traicionar en la primera oportunidad a su progenitor.

El poder de Stroessner se asentaba en una especie de santísima trinidad integrada por el Partido Colorado, las fuerzas armadas y el control de la administración pública. Gobernó al país durante treinta y cinco años y su gestión es un ejemplo de asociación ilícita en el sentido más policial del término.

El Estado nacional fue puesto al servicio de los negocios particulares de la banda, y, como lo demuestra el reciente episodio de González Macchi, este sistema de enriquecimiento sigue intacto en lo fundamental, más allá del proceso de democratización abierto. El Partido Colorado continúa en el poder. Su base electoral siguen siendo los miserables campesinos de tierra adentro y los empleados públicos transformados en verdaderos rehenes del sistema.

Por supuesto que el robo de autos, el contrabando, el narcotráfico, la prostitución, por mencionar las principales actividades benéficas, se siguen haciendo; aunque con la democracia algunos límites han aparecido y ciertas exigencias de un mayor reparto de la torta se han puesto a la orden del día, por lo que las ganancias se han achicado un tanto.

Durante la dictadura de Stroessner, Paraguay fue la «tierra elegida» de nazis, criminales de guerra, croatas, coreanos y vietnamitas renegados, terroristas musulmanes y narcotraficantes. Cuanto canalla anduviese suelto por el mundo, sabía que en Paraguay hallaría protección y cobijo a cambio -claro está- de unos cuantos pesos, ya que para los «colorados» una cosa es la amistad y la solidaridad ideológica y otra los negocios.

Tachito Somoza fue uno de los asilados más populares. El hombre terminó volado por un bazucazo, y si bien Gorriarán Merlo se hizo cargo del operativo, hay buenas razones para creer que el atentado fue exitoso porque don Alfredo estaba interesado en que Tachito pasara a mejor vida, ya que el hombre no pagaba lo que correspondía y hasta se había atrevido a liarse en amores con alguna amante no permitida.

Está claro que para sostener semejante orden era necesario una buena policía política, dispuesta a terminar con toda forma de oposición y protesta. Durante años, Paraguay exhibió el honor de tener los presos más antiguos del continente, lo cual, bien miradas las cosas, debe ser considerado como una gentileza del régimen, ya que en la mayoría de los casos los presos terminaban flotando en el río, o hundidos en algún zanjón con dos o tres tiros en la nuca.

Las operaciones represivas iban acompañadas de iniciativas tendientes a corromper a los opositores permitidos, mediante buenos sueldos y algún que otro negocio. Los sobornos no sólo le dieron estabilidad al régimen, sino que terminaron por desprestigiar a los líderes opositores, por lo que en la actualidad son contados con los dedos de la mano los dirigentes con autoridad moral para cuestionar a la dictadura de Stroessner y a sus sucesores.

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