17 de marzo 2001
No sé si el gobierno podrá sobrevivir a este plan económico; pero sí sé que la Alianza no. Queda por determinar en el futuro inmediato cómo hará De la Rúa para asegurar la gobernabilidad sin el apoyo de sus aliados y de la mayoría de su partido, con los gobernadores justicialistas alzados y los sindicatos convocando huelgas.
El presidente debe saber que el apoyo de los mercados es tan efímero e inconstante como los míticos amores de estudiantes cantados por Gardel, entre otras cosas porque ésa es su lógica y porque los operadores políticos que actúan son rabiosamente antirradicales y ya se están preparando para recoger los frutos de un gobierno fracasado que probaría de una vez y para siempre que los radicales no sirven para gobernar.
Se habla que con este discurso, el gobierno modifica su eje de alianzas corriéndose del centro izquierda al centro derecha. Puede que sea así, pero dudo que pueda sobrevivir a ese gambito, ya que en política, el agradecimiento y la piedad no existen y sus futuros aliados no sólo están dispuestos a aconsejarlo sino también a reemplazarlo en la primera de cambio.
Dicen que De la Rúa confesó a sus íntimos que no tiene otra alternativa que hacer lo que hace y que la culpa de lo que le está pasando la tienen los economistas que por tercera vez le presentan un plan económico para salir de la crisis, para luego decirle que nada se pudo hacer y que hay que empezar de nuevo.
Al presidente habría que decirle que un estadista en serio no espera que los economistas le presenten un programa salvador, sino que él toma la iniciativa y en todo caso luego deja que los economistas se hagan cargo de los detalles técnicos. Políticos prisioneros de los economistas producen los resultados que estamos viendo.
Aunque el lenguaje sea algo anacrónico hay que decir que las renuncias de los funcionarios oficialistas dan cuenta de una crisis abierta entre progresistas y conservadores. Las diferencias no vienen de ahora ni ésta es la primera vez que se hacen visibles, pero lo nuevo es que ahora se manifiestan como ruptura a partir de la identificación del presidente con un programa que en otros tiempos hubiéramos dicho de derecha pero que ahora, en homenaje a la prudencia, vamos a calificar de ortodoxo.
Un viejo economista amigo me decía que los programas económicos en los papeles son todos viables pero lo que los hace efectivos no es tanto su precisión teórica como los niveles de aceptación de la sociedad. Si esta verdad vale incluso para las dictaduras militares, que a pesar del poder absoluto que disfrutaron debieron manejarse con relativa prudencia para no soliviantar los ánimos de sus sociedades, mucho más cabe para situaciones democráticas en donde existen las libertades necesarias para manifestar la disidencia.
Por lo tanto, un programa económico que ofrece «sangre sudor y lágrimas» sólo se puede justificar en contextos parecidos a los que dieron lugar al pronunciamiento de la célebre frase de Winston Churchill. Se podrá decir que hoy se vive en circunstancias parecidas lo cual sería una exageración en toda la línea, pero además hay que advertir sobre quienes suelen invocar con mucha ligereza situaciones de excepcionalidad para aplicar soluciones que en situaciones normales la sociedad no aceptaría. En la misma línea habría que recordar que cuando Churchill habló de «sangre, sudor y lágrimas» él y la reina dieron el ejemplo con sus propios sacrificios, algo que no pasa con nuestra clase dirigente para quienes la palabra sacrificio sólo vale para los que menos tienen pero nunca para ellos.
Los argentinos sabemos que estamos atravesando por un mal momento y que es necesario encontrar una salida, pero de allí a creer que estaríamos dispuestos a renunciar a ciertas reivindicaciones o a un nivel de vida adquirido hay un largo trecho.
Se podrá decir que las cosas son así y que de nada vale aferrarse a un pasado insostenible. Todo puede aceptarse siempre y cuando sea creíble y soportable y siempre y cuando haya dirigentes que sepan explicarlo bien predicando con el ejemplo.
Lo que ocurre es que la gente tiene buenos motivos para desconfiar de quienes le dicen que hay que prepararse para un ajuste que será el último y seis meses más tarde vuelven con la misma cantinela. López Murphy tiene la costumbre de hablar de que es necesario pagar los derroches de la fiesta. Lo que sería bueno que aclare es a qué fiesta se refiere, porque si no vamos a llegar a la conclusión de que la culpa de lo que está pasando la tienen los trabajadores o los empleados públicos, a los que no les gusta trabajar y que son vagos y malentretenidos.
Creo que no hace falta ser un sabio en materia social para darse cuenta de que la responsabilidad de lo que pasa en el país la tiene su clase dirigente y muy en particular aquellos sectores que desde el poder se enriquecieron endeudando al país y atándolo al atraso y a la inequidad.
No hace mucho el señor Reichmann, respetable oráculo de la economía globalizada, decía que el problema de la Argentina era psicológico ya que estructuralmente el nuestro era un país sano. Ahora, el mismo Reichmann apoya los anuncios de López Murphy que diagnostican un país al borde de la bancarrota. ¿En qué momento mintió o en qué momento se equivocó el señor Reichmann? Y si mintió o se equivocó alguna vez, ¿por qué no suponer que puede volver a hacerlo?
No es ninguna hazaña arreglar las cuentas del país sobre la base de la reducción del consumo de la gente y el deterioro de su calidad de vida. Es como si yo en mi casa pusiese las cuentas en orden imponiendo que se debe almorzar con un puñado de arroz y cenar con una anchoa. Supongamos que mi familia me crea y me haga caso; supongamos que la segunda vez que proponga ese tipo de ajustes domésticos me crean y supongamos que me crean por tercera vez. Convengamos que cuando a la cuarta vez vuelva a plantearle lo mismo algunos problemas de credibilidad voy a tener, sobre todo cuando mis hijos y mi mujer empiecen a sospechar que me estoy gastando la plata en otro lado y ellos son las variables de ajuste de mis derroches y exceso.
Se dice que el ministro encarna el realismo y que su lógica es como la de la ley de la gravedad. Trasladar a las ciencias sociales un enunciado de ese tipo es en el mejor de lo casos un error conceptual que habitualmente sólo sirve para darle fundamentos científicos a opiniones que están teñidas de ideología y condicionadas por intereses que nunca se dicen, pero existen y suelen ser determinantes.
Defender una economía abierta, competitiva y en crecimiento no necesariamente incluye una exclusiva receta. Desde hace por lo menos diez años estas soluciones son las que se han practicado y los resultados están a la vista aunque, como le gustaría decir a mi economista amigo, «los conservadores tienen la costumbre de no hacerse cargo de sus propios desastres».
De todas maneras, es muy cierto que los llamados progresistas hoy carecen de otro propuesta que no sea la protesta y el testimonio moral. No es poco, pero no alcanza, entre otras cosas porque se sabe que en el mundo actual con discursos éticos no se avanza demasiado y porque sin propuestas serias no hay resistencia que valga.