21 de abril 2001
El esfuerzo que realizan funcionarios, jueces y políticos para no nombrar al novio de Cecilia Bolocco en el tema de la venta de armas es una hazaña lingüística, una curiosidad literaria y un prodigio en el arte de ocultar lo principal. Como en los mejores textos de Henry James o en las excelentes novelas de misterio, en donde lo principal no se nombra o apenas se sugiere, la causa que lleva adelante el juez Urso es más importante por lo que no dice que por lo que sospecha.
Si la buena literatura se distingue por trabajar el fragmento y elaborar los finales abiertos, lo que sucede con la venta de armas es un ejemplo de cómo relatar una buena historia. Hace falta un excepcional talento literario y una admirable audacia intelectual para sostener que Emir Yoma no es el jefe de la banda, sin preocuparse porque el cargo de jefe quede vacante y dejando abierta la posibilidad de que cualquier lector malintencionado se sienta tentado a llenar los casilleros con el nombre que corresponde.
Sólo desde la ficción se puede reivindicar la inocencia de Yoma y no preguntarse a continuación por el nombre del verdadero responsable. En ese sentido es necesario admitir que a Cúneo Libarona le asiste la razón en una sola cosa: Yoma no es el jefe de la banda. Pero si Yoma no lo es, querido, crédulo y manso lector, ¿quién es entonces el jefe? ¿el Soldado Chamamé? ¿el Tula y sus bombistas? ¿o el negro Nicolás, santo patrono de La Rioja?
Yo diría que el talento de Cúneo Libarona no reside en la sagacidad que despliega para hilar argumentos y demostrar que Emir Yoma no es el principal responsable, sino en su delicadeza literaria para dejar el final abierto con los puntos suspensivos necesarios como para que cualquier lector complete el texto con el nombre que corresponde.
De ser cierta la hipótesis que señala que la calidad de un texto literario se mide por la relación que establece entre la verdad aparente que transita por la superficie y la verdad trascendente que circula en las profundidades, lo de Cúneo Libarona es literatura y de la mejor, porque ni a las lectoras del «Para Ti»se les escapa que en el caso del negociado de las armas lo que importa no es la inocencia de Emir Yoma, sino la responsabilidad efectiva que le compete a quien nadie se anima a nombrar, pero todos conocen y que, de alguna manera, el bueno de Cúneo Libarona nos sugiere con sus académicos esfuerzos para probar que Yoma no es el cabecilla de la asociación ilícita.
El otro aporte que el caso de venta de armas realiza a la cultura universal, es que a partir de lo sucedido nadie tiene por qué hacerse cargo de lo que firma. Atendiendo a los argumentos brindados por ministros y funcionarios, de aquí en más la firma de decretos, leyes y resoluciones pasa a ser una exigencia prescindible, ya que si todo va bien, la firma no dice nada nuevo, pero si surge algún inconveniente, el que firmó puede decir que no se dio cuenta y, por lo tanto, no corresponde imputarlo.
En la provincia de Salta hace unos años se presentó un proyecto conocido con el nombre del «fuero al opa». Se trataba de liberar de culpa y cargo a un funcionario que había firmado un decreto reconociendo una deuda a una empresa privada, por lo cual para satisfacerla había que entregar prácticamente la ciudad de Salta, con los Chalchaleros, la Valderrama y los gauchos de Güemes incluidos.
Al momento de ser interpelado por los concejales, el funcionario a quien le gustaba hablar como el Cuchi Leguizamón y vestirse como Jaime Dávalos, sólo atinó a responder al estilo Inodoro Pereyra: «No mi dao cuenta», con lo que se institucionalizó el fuero al opa y -como era de prever- el decreto quedó anulado.
Atendiendo a la naturaleza nacional y popular de este valioso precedente jurídico, los firmantes de la autorización de venta de armas a Panamá y Venezuela pueden invocar su inocencia, ya que nadie tiene por qué hacerse responsable de lo que firma y, mucho menos, de sospechar que algo raro puede haber en un decreto de venta de armas a un país como Panamá que casualmente carece de ejército nacional.
Por otra parte, a nadie se le puede exigir que ande prestando demasiada atención sobre el destino de la venta de 6.500 miserables toneladas de armas cuyo valor no exceden los cien millones de dólares, una insignificancia en un mundo que negocia en los escenarios virtuales unos dos billones de dólares diarios.
Queda claro, además, que si se cometió una suerte de traición diplomática vendiéndole armas a Ecuador para continuar la guerra contra Perú, ello se compensa con creces, porque haciendo gala de nuestra proverbial, exitosa y festejada viveza criolla, los ecuatorianos lo que recibieron fueron municiones en mal estado, granadas cargadas con aserrín y fusiles que no servían ni para cazar perdices, por lo cual en definitiva contribuimos a mejorar las posibilidades militares del Perú, honrando de este modo las más puras tradiciones sanmartinianas.
Es verdad que en el camino queda pendiente el intento de volar por los aires la ciudad de Río Tercero o las tareas cumplidas por Monser Al Kassar -un pobre e inofensivo turquito que de no ser por la ayuda generosa del señor de Anillaco ni siquiera disponía del saco y de la corbata exigidos para sacarse la foto y nacionalizarse como argentino- o la curiosa ola de suicidios abierta con las investigaciones, pero nadie en su sano juicio debe preocuparse demasiado por estas lagunas literarias, ya que, como todo el mundo sabe, el rito mágico que rige al mundo menemista responde al nombre de «casualidades permanentes». Y desde ya adelanto que Alaniz firma esta nota, pero no se hace responsable por lo que dice.