Los hoteles

18 de mayo 2003

A Jean Paul Sartre le gustaban los hoteles y decía que el estado ideal de un escritor es vivir allí. Simone de Beauvoir y Albert Camus pensaban lo mismo. Para los existencialistas el cuarto del hotel era la expresión de su libertad y de un testimonio artístico que no necesitaba de la casa propia, del hogar burgués y de los beneficios de la propiedad privada para realizarse.

En la vida real, la mayoría de estos escritores terminaron viviendo en departamentos que pudieron comprarse gracias a los derechos de autor. En «La fuerza de las cosas», Simone de Beauvoir nos cuenta de los deliciosos momentos vividos en su departamento, escuchando música clásica, leyendo libros, escribiendo o conversando con algunos amigos.

Ya para esa edad el hotel era para Simone una fantasía literaria que no soportaba los rigores de la realidad y el paso de los años. El proyecto del escritor desasido de todo, sin propiedades, sin biblioteca propia, recluido en una pieza y dedicado exclusivamente a escribir y a vagabundear por las calles formó parte de la bohemia literaria de varias generaciones, pero nunca fue más que eso: un recurso estético, una pose, una manera de rechazar la criticable vida burguesa.

Hechas estas aclaraciones, debo admitir que no obstante los hoteles siguen ejerciendo sobre mí una particular fascinación. Ya no se me ocurre vivir allí, pero cuando viajo me encanta el momento en que ingreso a la pieza de un hotel y en absoluta soledad acomodo la ropa, abro la ventana y luego me recuesto en la cama sabiendo que en esos instantes soy el hombre más solitario y más libre del mundo.

Me gustan en particular las habitaciones de los hoteles viejos; de eso hoteles que en algún momento fueron señoriales y que por un motivo o por otro no pudieron soportar los desafíos del progreso. Me gustan esas habitaciones grandes, con ventanales y balcones al parque o sobre una avenida. Me gusta el olor a madera, la solemnidad de los muebles, el olor a limpio, las sábanas blancas de la cama y la lámpara apoyada en la mesa de luz.

Siempre que estoy en uno de esos cuartos se me ocurre imaginarme las historias que ocultan con severa discreción estas paredes. Por estas habitaciones han pasado parejas, han arrastrado su angustia hombres solitarios y desesperados, han descansado empresarios ansiosos y funcionarios inescrupulosos. Cuando ya es noche cerrada y el silencio es absoluto siempre presto atención a los ruidos de la pieza esperando que en algún momento me sea revelada una historia.

Me gusta cenar solo en los comedores de los hoteles y después salir a caminar por una ciudad desconocida, conocer sus plazas, perderme por sus calles, entrar en algún bar a tomar un café o un whisky y, luego, regresar a esa habitación amplia y silenciosa que me está esperando.

Muchísimas novelas y películas tiene como escenario los hoteles; los personajes de la literatura han sido felices y se han suicidado en los hoteles. Cesare Pavese lo hizo en Turín; unos años antes Leopoldo Lugones -«señor de todas las palabras» según Borges- también hizo lo mismo en una posada del Tigre.

Recuerdo un poema de Saer, «El fin de Higinio Gómez» que relata el suicidio de un hombre que regresa a Santa Fe, la ciudad de su juventud, para matarse en un hotel. Si mal no recuerdo el poema empezaba así: «Entró en el hotel al anochecer/ En el mes de octubre,/ ya a esa hora, en la glorieta de bulevar, entre el hotel/ y la estación, va la luz del neón de los letreros/ luminosos a horadar, complejamente, de un modo/ suave, las glicinas…».

Recuerdo que «El reposo del guerrero» de Christiane Rochefort se inicia con el encuentro en un hotel de una mujer con un hombre que ha intentado suicidarse. Recuerdo el texto de Camus «Con la muerte en el alma», o los personajes sórdidos de las novelas de Dostoievski, o el patético personaje de «Muerte en Venecia» de Thomas Mann, quien, para muchos de nosotros, siempre se parecerá a Dirk Bogarde.

Pero a pesar de que las escenas literarias en los hoteles están ligadas a la angustia y a la muerte, para mí las cortas estadías en un hotel se relacionan con los recuerdos más puros de mi infancia, con la libertad, con la felicidad de ensimismarme en los recuerdos y con el extraño hábito de vivir la ilusión de que estoy solo en el mundo y que no espero a nadie y que nadie me espera.

Por Lucio N. Miranda

 



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