25 de mayo 2003
Me considero un hombre de ciudad. Esto quiere decir que estoy cómodo entre la gente y en medio del ruido de los autos y de los colectivos; también quiere decir que me gusta esa suerte de anonimato que se vive en la gran ciudad, en donde uno puede sentirse solo en medio de la multitud, sin que eso le afecte o le haga sentirse mal.
Es verdad que no me interesaría vivir en esas ciudades de treinta millones de habitantes, en esas conglomeraciones monstruosas de gente me recuerdan la película «Bladde Runner» de Ridley Scott, una genial anticipación de lo que nos espera en el futuro a la humanidad si no cambiamos ciertas premisas de vida; pero me gusta vivir en un lugar como Santa Fe, de menos de medio millón de personas en donde en los días de sol se puede disfrutar de su cielo, en donde es habitual ver cómo los vecinos conversan entre ellos y en donde todavía es posible encontrarse con amigos en la calle.
Hecha esta confesión urbanista, debo reconocer que en los últimos años empecé a alentar una fantasía que no sé si alguna vez realizaré, pero que por ahora me interesa y me gusta vivirla como tal. Me refiero al deseo de irme a vivir al campo, no muy lejos de Santa Fe, pero sí más cerca de la naturaleza.
Sé que me dirán que estas variantes silvestres se han puesto de moda y que sus seguidores la alientan hasta el día en que deciden irse efectivamente a vivir al campo, momento en que se dan cuenta de que se equivocaron en toda la línea y después no saben cómo hacer para regresar a la ciudad. Sin ir más lejos, el otro día un amigo me decía que hay dos instantes de felicidad cuando se adquiere una casa de fin de semana: cuando se la compra y cuando se la vende.
Yo por ahora me conformo con mi fantasía, pero me atrevería a decir que el día que la concrete me voy a sentir muy conforme, sobre todo si se cumplen algunas condiciones. En primer lugar, aclaro que me interesa estar cerca de la ciudad y no perdido en medio de las islas. No quiero abandonar la ciudad con todas sus ventajas, sino tomar cierta distancia para desarrollar mi mundo privado.
Tampoco me importa ir al campo para transformarme en un rústico islero o en un laborioso chacarero, oficios respetables si los hay, pero que poco y nada tienen que ver conmigo. Mucho menos me interesa tener, lo que se dice, «una casa de fin de semana», un lugar a mi juicio siniestro, en donde algunos mortales deciden atiborrarse de comida, vino y partidos de fútbol, para luego regresar saciados y disconformes a sus rutinas laborales en la ciudad.
Repito: lo que me importa es un lugar mío, en donde pueda retirarme con mis libros, mi música, mis cuadernos y mis colecciones de láminas y fotografías. Me importa un lugar en donde haya luz, silencio y aire puro. Me importa una casa que sea mi casa, en el sentido de que no es un comedero para juntar amigotes, sino un espacio para vivir mi soledad y para compartir, de vez en cuando, con amigas y amigos inteligentes.
Mi fantasía no incluye renunciar al cine, al teatro, a las caminatas por la peatonal, a las horas solitarias o compartidas en algún café, pero sí privilegia ese especial momento de intimidad en una casa limpia, con grandes ventanales, una galería ancha y fresca y un jardín con árboles, flores y pájaros.
El historiador Luis Alberto Romero recordaba que su padre, José Luis, pasaba los veranos en una casa de las sierras de Córdoba. Allí leía, escribía, recibía a contados amigos, pero todos los días, a cierta hora de la tarde, se dedicaba a cultivar su jardín (como aconsejaba Voltaire) y a trabajar en un pequeño taller de carpintería.
«Me recordaba al típico burgués renacentista, el hombre capaz de estudiar e internarse en los laberintos más complejos de las especulaciones, pero luego necesita como complemento el trabajo manual, el trabajo que transforma materialmente una realidad, para poder expresarse y sentirse en plenitud» decía su hijo.
Como se podrá apreciar, mi fantasía no es arbitraria ni carece de respetables auspiciadores. Además por el momento tiene la ventaja de ser una fantasía, pero sospecho que llegará el día en que habré de realizarla. Claro está que hay que prepararse para ello. Como diría Goethe: «La soledad es una bella cosa cuando se está en paz consigo mismo y se tiene una labor definida».
Lucio N. Miranda