La importancia de no ser importante

20 de julio 2003

Es probable que haya gente aburrida, pero en la mayoría de los casos me parece que los aburridos somos nosotros. Toda persona, hasta la que nos parece la más insignificante, es dueña de un universo hecho con la madera de las experiencias, las frustraciones y las victorias.

Nadie está en el mundo gratuitamente, nadie pasa por la vida sin dejar sus huellas. Puede que algunas sean más profundas que otras, pero en este tema también las apariencias engañan y a veces las huellas más interesantes son las más ligeras, las que suelen ser invisibles a nuestros ojos.

Cuando converso con mis amigos de este tema siempre recuerdo esa escena tan dulce y tan sabia de la película «La Strada». ¿Se acuerdan de Federico Fellini, de Giuletta Massina y de Anthony Quinn, interpretando al vulgar Sampanó? ¿Se acuerdan de la escena en la que ella, una mujer pequeñita, tal vez tonta o simple, le explica al bruto de Sampanó por qué Dios ha decidido darle un valor especial a cada una de las cosas que colocó en el mundo? ¿Recuerdan cuando le explicaba que para ella hasta las piedras tenían una importancia y un significado?.

Vivimos metidos en nuestros problemas de todos los días; corremos de aquí para allá sin prestar demasiada atención a las señales de vida que se expresan a nuestro alrededor. Ansiosos, histéricos, preocupados, es muy probable que la presencia de Giuletta nos resulte indiferente o invisible. Nos creemos muy importantes o muy sensibles o muy inteligentes y por lo tanto no estamos dispuestos a perder nuestro tiempo hablando con gente que no sé por qué razón nos resulta insignificante.

James Joyce decía que nunca se había aburrido con una persona. La otra tarde, en el café, le comentaba a J. esta confesión de Joyce y él me decía que un escritor en serio no puede darse el lujo de despreciar las pequeñas historias que circulan a su alrededor.

J., que además de amigo es un cristiano que quiere ser fiel a las enseñanzas del Evangelio, me decía que una de las cosas más horribles del ser humano es esa soberbia que lo lleva a suponer que las personas que están a su alrededor no están a su altura y además no merecen estarlo.

Digamos que no podemos decir que estamos de acuerdo con una sociedad más humana y más justa si, al mismo tiempo, despreciamos o ignoramos a la persona que está a nuestro lado y ese desprecio lo practicamos en nombre de una supuesta superioridad intelectual o moral.

Mi amigo M. considera que de todas maneras no podemos desconocer que hay personas cultas e ignorantes; sensibles e insensibles; generosas y egoístas; vulgares y distinguidas. Le respondí de que no sólo es evidente que somos distintos sino que, además, es bueno y deseable que así sea.

-No se trata -le decía- de negar lo obvio o de practicar una suerte de caridad mal entendida que borra las diferencias o pretende negar nuestro derecho de relacionarnos con quien mejor nos parezca y de no hablar con aquellos que nos resultan insoportables.

-¿Pero vos decías al principio que todos son interesantes y ahora reconocés que hay personas que te resultan más agradables que otras? reflexiona M. con su inevitable cuota de ironía.

El que me saca del apuro es J.: lo que decís es obvio, pero para ser más humanos tenemos que resistirnos a la tentación de aceptar lo obvio como algo natural. En definitiva yo estoy obligado moralmente a darle a cada uno de los que están a mi lado su oportunidad, del mismo modo que yo se las exijo a ellos. Lo que Lucio critica es esa actitud alienada y soberbia de encerrarnos en nosotros mismos y rechazar todo tipo de apertura.

-Pero no sólo nos encerramos en nuestro pequeño mundo sino que, además, nos encerramos en nuestros prejuicios clasistas, gracias a los cuales nos terminamos comportando como la perrita del cuento.

-¿Y cómo se comporta la perrita del cuento? pregunta M.

-Cuando la llaman para comer mueve la cola, cuando llegan visitas importantes se pone zalamera, pero cuando un ciruja golpea la puerta gruñe y amenaza con morderlo.

J. concluye observando que su compañero de oficina se sabe con quién está hablando por teléfono según el tono de voz que emplea: si el que le habla es el portero del edificio su tono es imperativo, rayano con el desprecio; si el que habla es un compañero de trabajo el tono es neutro y casi indiferente, pero si lo llama un superior la voz adquiere un tono zalamero y dulzón.

Recuerdo que Sartre decía que hay personas incapacitadas para ejercer relaciones igualitarias; o se someten o les gusta someter, pero no pueden relacionarse de igual a igual con la gente…

J. llama al mozo y pide una vuelta más de café para todos.

0 de julio 2003

 

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