Fuerzas armadas e impunidad

A los militares argentinos no se los juzgan por haber reprimido a la guerrilla; se los juzga por haber violado los derechos humanos, es decir, por haber secuestrado, torturado, forzado mujeres, robado niños y ejecutado prisioneros sin juicio previo, entre otras bellezas humanitarias.

En la esquina de Balcarce y Las Heras, los santafesinos sabemos que hubo un tiroteo entre las fuerzas armadas y una célula de Montoneros. Como resultado del enfrentamiento murieron cuatro guerrilleros. Ninguna organización de derechos humanos reclamó por esos crímenes y no lo hizo, no porque se olvidaron, sino porque las fuerzas armadas en ese caso estaba cumpliendo con su deber y lo hicieron a la luz del día y asumiendo las consecuencias del operativo.

En Italia, para esa misma época, las fuerzas de seguridad salieron a la calle para combatir a las Brigadas Rojas. La batalla fue dura y en poco tiempo esta organización terrorista fue reducida. Sin embargo, en este caso ninguna institución de derechos humanos salió a defender a los brigadistas. ¿Eso quiere decir que los terroristas italianos eran peores que los argentinos?, ¿o que las instituciones de derechos humanos de Italia son más complacientes que las nuestras? Nada de eso; la diferencia entre un caso y otro reside sencillamente en que la tarea represiva en Italia se realizó en el marco de la ley a la que aplicó con dureza y sin miramientos pero, si cometer crímenes aberrantes. Hasta el día de hoy, los principales dirigentes de las Brigadas Rojas están cumpliendo su condena en la cárcel.

Lo que se juzga en la Argentina, entonces, es la ilegalidad, es decir, la decisión de haber transformado a las instituciones militares y policiales en verdaderas bandas con capacidad para actuar al margen del ordenamiento legal. No hace falta ser un constitucionalista o un experto en derecho para saber que lo que diferencia a un policía de un delincuente y a un militar de un terrorista no es que uno esté armado y el otro no, sino que el militar o el policía usa las armas porque el Estado autorizó a ello, incluyendo en esa autorización límites morales que bajo ningún punto de vista se pueden violar o dejar de lado.

Los defensores de la represión ilegal recuerdan que hubo una guerra, y que los militares se vieron obligados a proceder con métodos no convencionales. En principio, el concepto de guerra no puede aplicarse a la Argentina de los años setenta. Curiosamente, en este punto, guerrilleros y militares parecen coincidir, pero más allá de sus singulares puntos de vista, y muy a pesar de ellos, hay que recordar una vez más que la guerra sólo existió en sus febriles y delirantes imaginaciones o fue sólo un pretexto para iniciar una feroz cacería contra guerrilleros y militantes sociales acusados de ser cómplices o algo parecido.

Pero, incluso si se aceptara la teoría descabellada de la guerra, tampoco esa realidad los autorizaría a asesinar prisioneros indefensos, torturar mujeres embarazadas, robar niños o apropiarse de los bienes de sus víctimas. La guerra también se rige por normas y tratados que nuestros centuriones no acataron ya que en ningún momento le reconocieron a las organizaciones armadas calidad de ejército beligerante.

A respecto, es bueno recordar que para principios de 1976, el ERP estaba prácticamente diezmado y los Montoneros, reducidos a su mínima expresión. El gobierno de Isabel le había otorgado a los militares todas las atribuciones necesarias para poner punto final a la actividad subversiva. ¿Por qué entonces el Golpe de Estado? ¿Por qué entonces los treinta mil muertos o si se quiere, los nueve mil muertos? (pareciera que para ciertos carniceros la supuesta diferencia en el número de muertos los autoriza a obtener conclusiones diferentes, cuando desde la ética y desde el derecho un muerto ya debería ser motivo de escándalo).

Se sabe que el Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se venía preparando desde hacía por lo menos nueve meses; que desde hacía seis meses estaba designado Alfredo Martínez de Hoz como futuro Ministro de Economía y que en una reunión de altos mandos militares se había decidido reprimir al margen de la ley.

En esa reunión, hubo generales que se opusieron a esa iniciativa diciendo que tarde o temprano las fuerzas armadas pagarían un precio elevadísimo por salirse de la ley y advirtieron que por ese camino se corría el riesgo de concluir en una derrota política lo que debería ser una victoria militar. Que nadie vaya a creer que esos generales eran blanditos o democráticos. Algunos de ellos, como Mujica, eran más duros que Videla o Viola, pero entendían que con la ley en la mano les bastaba y les sobraba para cumplir con los objetivos.

Lo que no se dice es que el Golpe de Estado se hizo no sólo para terminar con la guerrilla, sino también para liquidar a la red de organizaciones de la sociedad civil, a la amplia militancia popular, gremial, vecinal y barrial que se levantaba como un obstáculo a los planes de ajuste y liberalización económica programados por Martínez de Hoz. Lo que no se dice es que este sector de las fuerzas de seguridad contó con el apoyo de empresarios, políticos y religiosos y que para sus principales promotores, un militante era más peligroso que un guerrillero.

Se reprocha que los organismos de derechos humanos no dicen una palabra en contra de los subversivos. En principio, instituciones como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos o Amnesty Internacional han condenado el terrorismo y las violaciones de los derechos humanos de cualquier dictadura; pero lo que todo ciudadano debe tener en claro es que las instituciones de derechos humanos no nacieron para combatir al terrorismo, sino para poner control a los excesos del Estado.

Lo que se olvida en este caso es que la tarea de combatir a la subversión está a cargo del Estado, mientras que la tarea de poner límites a los frecuentes abusos del Estado es asumida precisamente por las instituciones defensoras de los derechos humanos.

Sólo desde la mala fe o la ceguera ideológica se puede decir que los militares son juzgados por haber combatido a la subversión. Como los juristas serios lo explicaron hasta el cansancio, lo que se juzga son delitos de lesa humanidad. Quienes pretenden justificar lo injustificable piden que también se juzgue a los que se alzaron en armas. En lo personal, no tengo ningún problema que se juzgue a quienes durante el gobierno constitucional de Perón atacaron a las instituciones, pero ninguna de estas excusas alcanza para eludir la responsabilidad de quienes en nombre de la patria y el Estado levantaron campos de concentración y exhibieron por el mundo el triste orgullo de haber inventado la figura del «desaparecido».

Si los militares jóvenes estuvieran realmente comprometidos con la democracia, hace rato que deberían haber dejado librados a su suerte a esa jauría de asesinos, sádicos y psicópatas que con su conducta enlodaron a las fuerzas armadas, mancharon con sangre inocente sus instituciones y enlodaron nuestro prestigio en el mundo.

Los militares jóvenes deberían saber que los responsables de las desgracias de la institución que dicen amar no son los militantes de derechos humanos o los jueces, sino quienes cometieron los ilícitos que ahora pretenden desconocer en nombre de la soberanía territorial que nunca supieron defender o de leyes como las de Obediencia Debida, Punto Final o el indulto que, como muy bien dijo Kirchner: «Fueron sancionadas bajo la extorsión de un Golpe de Estado».

A mí, no me gusta que ningún argentino, incluso un criminal, sea juzgado por tribunales extranjeros; pero mucho menos me gustan los asesinos que pretenden burlar las leyes invocando la patria. Como diría Albert Camus, «defiendo a mi patria, pero más defiendo a la Justicia». Quiero, por lo tanto, fuerzas armadas respetadas por el pueblo y que se respeten a sí mismas; para que ello suceda es necesario que los que que la ensuciaron, los que ultrajaron con sus actos la memoria de sus mayores, los que confundieron represión estatal con orgía de sangre, paguen por sus delitos. ¿Veinte años después? Cien años después si fuera posible.

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