La hora argentina

Algo malo está pasando en la Argentina para que algunos periodistas consideren que el señor Luis Abelardo Patti es más respetable que Eugenio Zaffaroni. Algo siniestro y oscuro se alberga en nuestra mítica alma popular para que lo peor siempre nos esté tentando.

La congoja que expresaban algunos colegas por la imputación contra Patti por haber protegido a un militar prófugo de la Justicia es inversamente proporcional a la viscosa alegría que manifiestan cada vez que creen descubrir alguna falla en la conducta de Zaffaroni.

Poco importa que uno sea un penalista distinguido por las principales universidades de la Argentina, un militante de los derechos humanos y un defensor de las libertades públicas, y el otro un personaje comprometido con la represión ilegal, a quien el cargo de intendente no logró borrarle del rostro los rasgos endurecidos y envilecidos de quien se acostumbró desde siempre a contemplar gozoso el sufrimiento humano de las víctimas de las torturas y tormentos.

Se sabe que en este país coexisten dos Argentinas antagónicas: la Argentina de la virtud, el trabajo, la inteligencia, la solidaridad y la ética y la Argentina de la ignorancia, el vicio, la infamia, el egoísmo, la delincuencia y la mentira.

Esas dos Argentinas están en todos lados: en el poder y en el llano; en la calle y en los lugares de trabajo; entre las clases altas y en los arrabales y, en más de un caso, en el interior de cada uno de nosotros, librando una íntima, desgarrante y prolongada lucha que nos exige y nos pone a prueba todos los días.

En la década del noventa la Argentina de la infamia fue gobierno y grandes mayorías bailaron al ritmo impuesto por el cholulismo y la procacidad menemista. El siglo XXI no se inició con los mejores auspicios, pero hoy algunas modestas esperanzas iluminan el presente con luz genuina. El talento, la habilidad o la virtud de Kirchner fue expresar precisamente los valores de esa Argentina profunda, querible y justa que parecía haber sido sepultada por la pornografía menemista.

Cuando el presidente reivindica la década del sesenta, los sicofantes de siempre suponen que plantea el retorno de la guerrilla. Sólo una mirada superficial y viscosa o una lectura antojadiza y miope de la realidad puede identificar a los años sesenta y setenta con la lucha armada. Por el contrario, una mirada más inteligente y menos superficial permite poner en relieve que el rasgo distintivo de aquella generación que se «consumió en las barricadas del deseo», fue el de comprometer las palabras con los actos y, como el chico del cuento, decir con absoluta inocencia y descaro, en medio del salón y ante el silencio concesivo de la corte, que el rey estaba desnudo.

Identificar los años sesenta con el terrorismo o la guerrilla es una lectura sesgada e incompleta de la realidad, una versión perversa que paradójicamente es coincidente con la de los verdugos, también interesados en asimilar a una generación y una época con el nihilismo, el instinto de muerte y el delirio ideológico.

Más allá de tácticas políticas y de diferencias, lo que le otorgó sentido y significado a una generación fue la convicción de que era posible una sociedad más justa y que esa sociedad más justa significaba trabajo para todos, buenos salarios para todos, libertades para todos y educación y salud para todos.

No sé si Kirchner va a estar a la altura de esos desafíos. En todo caso, lo que debe saber es que si quiere ser leal a una generación y a una Argentina solidaria y justa debe hacerse cargo de sus propias palabras y ser coherente con sus primeros gestos de gobierno.

Retornar a un pasado que imaginó una Argentina más decente y más solidaria no es una utopía descabellada o una aventura sin destino. Por el contrario, ello significa recuperar para nosotros y para las generaciones futuras aquellos valores que nos otorgaron una calidad humana a la que nunca deberíamos haber renunciado o puesto en tela de juicio.

Cuando Kirchner decide reunirse con Ernesto Sábato o Estela de Carlotto en lugar de Gerardo Sofovich o Moria Casán, o cuando desplaza las relaciones carnales por la dignidad nacional, o cuando les recuerda a los lobbistas internacionales que ellos se deben a los intereses de sus empresas, pero él está comprometido con las esperanzas de treinta millones de argentinos, o cuando denuncia los negociados del Pami o acorrala a Barrionuevo, tenemos buenos motivos para creer que la Argentina de la inteligencia, el trabajo, la honestidad y el coraje está recuperando sus fueros.

No seamos estrechos o mezquinos. La victoria de Kirchner puede ser la victoria de todos los argentinos. No hay futuro para nadie en una Argentina hundida en el quebranto, el fracaso, la desintegración nacional y la pérdida de la autoestima. En el derrumbe nacional ya no hay lugar para la democracia, para los partidos políticos, para las libertades públicas y el desarrollo de la inteligencia. Es necesario convencerse de una vez por todas: en una Argentina con trabajo, con salarios justos e integrada al mundo desde la dignidad y no desde el sometimiento, todos tendremos la posibilidad de deletrear la palabra «esperanza».

Por supuesto que queda un largo camino a recorrer y por supuesto que ese camino está plagado de acechanzas, celadas e incertidumbres. Grandes batallas políticas nos esperan en un futuro inmediato y esos desafíos nos obligarán a los argentinos a unirnos en las cosas que importan, a superar diferencias en nombre de objetivos más amplios y generosos que nuestras tristes creencias personales.

Una cosa debe quedar en claro: poco y nada podrá hacer Kirchner si no cuenta con el apoyo y la participación de una sociedad decidida a acompañarlo. Las señales que el presidente ha dado desde el poder son inequívocas e incluso más amplias que las que aconsejaba un estrecho sentido común o una sociedad desconcertada, fragmentada y aún contaminada por la ponzoña menemista. Ahora los que tienen la palabra son los ciudadanos, los militantes, las instituciones civiles y políticas decididas a jugar a favor de una Argentina con empleo, dignidad y justicia para todos.

Los desafíos hay que asumirlos aquí y ahora y no en el Olimpo de las grandes teorizaciones o en la nebulosa de los resentimientos y los desencuentros. Después de una década de cinismo, desvergüenza y latrocinio, de una década en donde la palabra «éxito» reemplazó a la palabra «trabajo» y en donde era más importante robar que ser decente o mentir que decir la verdad, ha llegado el momento del coraje civil, de la militancia responsable, de la reflexión lúcida y de ser protagonista de una nueva gesta que los criollos en su tiempo designaron con el nombre de «patriada», concepto que algunos tildarán de anacrónico, antiguo o decadente, pero que designa con exactitud las tareas que nos aguardan y, por más esfuerzos que haga, no encuentro una palabra mejor para expresar lo que deseo.

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