Una semana movida

Sé que hay importantes observaciones jurídicas que hacerle a la decisión de la Cámara de Diputados de anular las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y no ignoro que la nulidad, en caso de confirmarse, va a provocar problemas, pero también estoy absolutamente convencido de que, desde el punto de vista de las convicciones o los valores, la decisión es justa.

Visto el tema desde la perspectiva estrictamente jurídica, pasa lo de siempre: la biblioteca está dividida por la mitad entre los partidarios del olvido y los militantes de la memoria. Los que defienden la nulidad de las leyes señalan que ninguna democracia en serio puede construirse sobre la base de la impunidad; los que se oponen, invocan la seguridad jurídica y la reconciliación.

Las organizaciones de derechos humanos defienden principios; sus críticos invocan la seguridad y el poder, incluso algunos han llegado a pronosticar rebeliones militares. En su versión más moderada, los defensores de las leyes decretadas por Alfonsín advierten sobre los riesgos que representa para la democracia la nulidad de estas normas. En todos los casos, estiman que lo que ya se hizo en la Argentina en materia de derechos humanos alcanza y, en algunos casos, sobra.

Desde el punto de vista del realismo político y la responsabilidad, se dice que el retorno a un debate clausurado es producto del oportunismo político del gobierno o del deseo avieso de quienes quieren reinstalar un conflicto que ya estaba superado. Las preguntas a hacerle a estos caballeros es la siguiente: ¿estaba realmente superado?, ¿corresponde en nombre de la seguridad asegurar la impunidad de quienes cometieron delitos aberrantes?

Recordemos que estas leyes fueron aprobadas por el Congreso de la Nación, lo cual les otorga una legitimidad incuestionable, pero no perdamos de vista que su sanción fue una respuesta a la extorsión ejercida por las fuerzas armadas. Las rebeliones de los «carapintadas» no fueron casualidad y la resistencia de los mandos militares para reprimir a los insurrectos tampoco fue producto de un malentendido.

Decíamos que el gobierno de Kirchner no pudo ignorar que cuando decidió impulsar la revisión de lo sucedido durante la dictadura militar estaba comprando un paquete grande y pesado de problemas. Si lo sabía, ¿por qué lo hizo? ¿Convicciones firmes u oportunismo? Mientras fue gobernador de Santa Cruz, nadie supo que Kirchner estuvo preocupado por la violación de los derechos humanos cometidas por los militares.

El hombre pudo haber cambiado o tal vez esperó disponer de más poder para hacer lo que está haciendo, pero convengamos que también hay derecho a sospechar que existió un cálculo político orientado a ganar prestigio invocando una causa justa. Si lo hizo atendiendo a estas previsiones no habría nada que objetarle, siempre y cuando haya medido en serio los riesgos.

Es verdad que todo gobierno sabe que gobernar es comprar problemas, pero lo que se discute es la calidad de los problemas, porque ése es el punto que distingue al estadista del irresponsable y al político serio del oportunista. Un político no puede atar su gestión al chantaje, pero tampoco puede desconocer las consecuencias de sus actos.

La nulidad de las leyes de amnistía es justa, pero Kirchner debe saber que el juicio de más de mil militares algún efecto institucional va a provocar. ¿Justifican estos juicios poner en peligro la democracia? ¿Realmente correría peligro la democracia si se juzga a los represores o, por el contrario, la democracia se fortalecería con el castigo a los culpables?

Los progresistas están convencidos de que no hay otro camino que la verdad y la justicia; los conservadores entienden que en nombre de la paz social hay que clausurar el pasado aceptando lo que se hizo y lo que se dejó de hacer. Las diferencias son claras, pero el resultado no lo es.

Los progresistas invocan el caso de Alemania y recuerdan que los criminales nazis hasta el día de hoy son perseguidos; los conservadores invocan la guerra civil española y señalan que la Paz de Moncloa puso un verdadero punto final a la guerra y hoy ningún franquista y ningún republicano fue citado a los tribunales.

Se podrá decir que en los juicios de Nuremberg sólo se condenó a una minoría luego de una prolongada guerra en la que los nazis fueron derrotados, algo que no ocurrió en la Argentina. También se puede argumentar que en España el tiempo se encargó de borrar las heridas. En todos los casos, las condiciones políticas internas fueron decisivas para entender la calidad de las decisiones tomadas.

Sin irnos tan lejos, podemos recordar el caso de Uruguay en donde a través de un plebiscito se decidió clausurar el tema. Otro caso diferente es el de Chile, en donde la recuperación de la democracia se hizo sobre la base de un acuerdo con la dictadura militar.

¿Y en la Argentina no se hizo nada? Diría que atendiendo a las modalidades de la transición democrática, lo que se hizo en materia de derechos humanos fue muchísimo más de lo que se esperaba y por lejos supera a lo realizado por otros países latinoamericanos. Puede que la tarea haya sido incompleta, pero no olvidemos que los principales jefes militares, con Videla a la cabeza, están presos. No olvidemos que la condena moral a los militares ha sido fulminante, y hasta el día de hoy muchos de ellos ni siquiera pueden sentarse tranquilos a tomar un café a la mesa de un bar.

A la anulación de las leyes de perdón se sumó esta semana la detención de María Julia Alsogaray y de los jefes montoneros. El ochenta y cinco por ciento de la población está de acuerdo con la detención de la hija del capitán ingeniero. En una democracia no es el pueblo el que juzga, sino los jueces y María Julia efectivamente va a ser juzgada por la Justicia, pero convengamos que el desprestigio ganado por la hija del capitán ingeniero fue merecido y que la muchacha hizo lo posible y lo imposible para que el pueblo la considere como el paradigma de la corrupción menemista y la expresión más representativa de los niveles de descomposición moral de una fracción de la clase dirigente cuyos ancestros se identificaron con Mitre, Roca y Pellegrini, mientras ahora sus herederos mendigan favores a Menem, Nazareno y Hernández.

Hoy descansan en el mismo centro de detención María Julia y los jefes montoneros. Sabemos las causas que se le imputan a la señora Alsogaray, pero no nos quedan claros los motivos de la detención de Vaca Narvaja y Perdía y, mucho menos, las intenciones que movilizaron al juez Claudio Bonadío.

A los Montoneros se les pueden hacer muchas críticas, empezando por el asesinato de Aramburu y siguiendo por la ejecución de Mor Roig. Más allá de la buena fe de sus militantes siempre rondó la sospecha de que sus dirigentes máximos eran capaces de tomar las decisiones más inescrupulosas y aberrantes. La reunión con Massera o la llamada «contraofensiva» son dos ejemplos típicos de los niveles de alienación y perversidad en los que puede caer una conducción política. Personajes siniestros como Galimberti no son una casualidad en una organización católica, peronista y cultora de los símbolos de la muerte.

Los errores y horrores de los Montos merecen ser condenados desde el punto de vista político y moral. Conviene recordar que también había para sus dirigentes una condena jurídica, pero el indulto de Menem los liberó de ese compromiso. No olvidemos que a cambio, los muchachos colaboraron económicamente para la campaña electoral y, más de uno, no tuvo ningún problema en reciclar su fe en la patria socialista por la conveniencia de la patria menemista.

Sin embargo, los motivos de la detención ordenada por Bonadío no quedan claros. La contraofensiva fue una decisión descolgada, pero los que participaron en ella sabían lo que estaban haciendo y lo que arriesgaban. Me parece correcto investigar lo que ocurrió en esos años y determinar las responsabilidades políticas y morales del «comandante Pepe», pero los motivos jurídicos para ir a la cárcel me parecen traídos de los pelos.

La otra explicación posible pertenece al campo de la conspiración. Están los que sospechan que el gobierno trabajó para estas detenciones para dar una imagen de ecuanimidad y demostrar que los dos demonios merecen la cárcel. Si esto fuera verdad, el error ya se parece al disparate, entre otras cosas porque el principal perjudicado de estas maniobras sería el propio gobierno.

La otra alternativa es que el juez Bonadío hizo lo que hizo por razones personales de publicidad o para que los memoriosos se olviden que alguna vez su nombre estuvo escrito en la servilleta de Corach. Por un motivo u otro, lo cierto es que la detención de los jefes montoneros parece arbitraria, pero lo sucedido demuestra que a la hora de revisar el pasado se sabe cuándo se empieza pero no se sabe cuándo se termina y, mucho menos, en qué condiciones se termina.

Por si fuera poco, a los problemas existentes se suma ahora la disidencia pública del vicepresidente Daniel Scioli. El ex campeón de motonaútica es en cierta manera la «pata menemista» en el gobierno y tarde o temprano sus diferencias se iban a hacer notar.

Políticamente analfabeto, astuto, pragmático, incapaz de armar dos frases coherentes seguidas pero dueño de un inusual olfato para orientar sus ambiciones en el proceloso mar de la política criolla, Scioli manifestó sus críticas a la declaración de nulidad de las leyes de perdón, expresó su desagrado por la detención de María Julia y está convencido de que lo mejor que le puede pasar a la Argentina es que se aumenten las tarifas de servicios públicos.

Lo seguro es que la derecha ya sabe que tiene su hombre en el gobierno y no sería descabellado suponer que en algún momento al señor Scioli le ocurra lo mismo que a Chacho Alvarez. En la Argentina también la historia se repite como tragedia y comedia. Desde la izquierda Chacho Alvarez entró en cortocircuito con De la Rúa; desde la derecha, a Scioli le está pasando lo mismo con Kirchner. ¿Será esa la función de los vicepresidentes?

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