Una tarde de otoño

17 de agosto 2003

Los días de otoño tienen su sutil encanto. Los compromisos y el despotismo de las rutinas nos apartan del placer de un paseo por uno de los lugares más lindos de la ciudad. En los últimos años la gente ha perdido la costumbre de pasear. Prefieren el auto o someterse a las exigencias de esas caminatas aconsejadas por los médicos o los inefables profesores de educación física. Somos pocos los que preferimos el paseo contemplativo, esas caminatas serenas que nos permiten descubrir el misterio de un balcón, la sombra de un árbol o el rostro de alguien que pasa a nuestro lado.

Esa tarde fueron los rayos tibios del sol que entraba por la ventana los que me invitaron a salir. Dejé los libros, la taza de café y los cigarrillos y decidí disfrutar de la caída de la tarde. Abandoné el silencio de la casa y salí a disfrutar de la tarde.

Caminé por las calles apacibles del barrio y llegué a la Costanera. Había mucha gente caminando o tomando mate bajo la sombra de los árboles y a orillas de laguna. Enderecé los pasos en dirección al norte. En algún momento me acerqué a la laguna y me senté en el pasto para fumarme un cigarrillo. Era la hora del crepúsculo y el resplandor del sol le daba al agua un tono rosado que hacia el horizonte adquiría tonalidades grises.

No recuerdo en qué estaba pensando cuando los vi llegar. Ella era rubia, no muy alta, pero se desplazaba con la elegancia y la delicadeza de una reina. Sus ojos seguramente debían ser celestes. Vestía vaqueros y un pulóver cerrado de color verde. La visera de una boina gris le sombreaba la frente. A diferencia de muchas rubias no era desabrida. Su mayor encanto era la sonrisa, una sonrisa cálida, discreta y divertida, una sonrisa que nunca se hubiera permitido desafinar con una carcajada violenta y que hubiera seducido a Philip Marlowe o a cualquier hombre con capacidad para apreciar en serio la belleza de una mujer.

El que la acompañaba era un muchacho de su edad de pelo castaño largo y muy bien cuidado y barba de cuatro o cinco días. El pibe era lo que se dice un buen mozo; uno de esas bellezas masculinas que hubieran conmovido a Luchino Visconti o a Oscar Wilde. La barba breve, el bigote espeso y los rasgos angulosos le daban a la distancia el aire de un mosquetero, un mosquetero adolescente, atrevido, lúcido y simpático.

Se sentaron cerca de donde yo estaba, pero dudo de que hayan prestado atención a mi presencia. Ella se apoyó en su hombro y él sacó un libro pequeño del bolsillo del saco y empezó a leer en voz alta. No necesitaba escucharlos o hablar con ellos para saber que estaban enamorados. Recordé que el viejo Borges decía que el enamorado «mira a la persona querida de una manera exclusiva, única, como realmente es, la mira con los ojos de Dios…». Así lo miraba ella a él.

No me gusta molestar a la gente con miradas indiscretas, pero les aseguro que me vi obligado a hacer un gran esfuerzo para disimular la satisfacción que me provocaba contemplar esa escena de ternura, sensibilidad y belleza que se estaba desplegando a pocos metros de mí.

«Te recuerdo como eras en el último otoño./ Eras la boina gris y el corazón en calma./ En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo./ Y las hojas caían en el agua de tu alma». El poema de Neruda lo repetí casi sin proponérmelo. Mientras tanto ellos estaban allí, hermosos sin ostentación; felices, tal vez sin saberlo; omnipotentes, sin proponérselo.

Al rato se levantaron y se fueron tomados de la mano. Con todas las precauciones del caso los seguí un trecho. De pronto ella corrió y el la siguió y volvieron a abrazarse. Pasaron a mi lado sin prestarme atención.

«Pasas con tanta maravilla, como viéndote,/ haciéndole al mirar tanta hermosura,/ tanta alegría al mundo, tanto ruido/ al vivir, que la calle es una fiesta/ sólo porque tú pasas/ dejando rápidas banderas/ entre las ramas encendidas,/ deshechos laberintos, /ventanas rotas de no estar abiertas./ El sol te adora, la sombra te completa/ Viéndote se comprende por qué cantan los pájaros/ por qué es azul el cielo, por qué es azul el mar./ Tú atraviesas el tiempo, la sed, la nada el fuego,/ los grandes cataclismos, los desiertos sin fin,/ tú que sin comprender seguirás siendo bella». Raúl Gustavo Aguirre tituló a ese poema «Pasas con tanta maravilla», y yo quise suponer que lo había escrito para ella. Después los vi subir a los dos a un auto y los perdí de vista para siempre.

Inicié el camino de regreso. Ya estaba oscureciendo y había refrescado. Sin embargo yo no podía apartarme de las hermosas imágenes que había tenido la dicha de contemplar. ¿Sabrán ellos de la felicidad que derrochan? ¿serán conscientes de que están viviendo el momento más hermoso de sus vidas? ¿recordarán en el futuro la felicidad de esa tarde? ¿estarán juntos en el futuro? De más está decir que a ninguna de esas preguntas le encontré una respuesta apropiada.

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