La visita de J. a Santa Fe

31 de agosto 2003

Dos veces al año J. viene a Santa Fe. A veces para en mi casa, a veces en un hotel que está a dos cuadras de casa. Años atrás me escribía anunciándome la visita, ahora me entero de que está en la ciudad porque lo encuentro en la calle o tomando un café en el bar de siempre.

Somos amigos desde hace más de veinte años. Cuando se recibió de abogado regresó a su provincia, pero nunca pudo olvidar los años vividos en Santa Fe. Su esposa una vez me habló por teléfono para decirme que desde hacía una semana J. no hacía otra cosa que mirar fotos de la ciudad y escuchar la música que nosotros escuchábamos en aquellos años. La mujer estaba afligida y yo no sabía qué decirle.

J. es mi amigo, pero debo admitir que es un personaje extraño. En la actualidad es juez y según lo que se dice es uno de los magistrados más rectos y talentosos de su provincia. Siempre le gustó el derecho y no exagero si digo que su mente es esencialmente jurídica en el sentido justo de la palabra.

Sin embargo, a pesar de sus responsabilidades, dos veces al año regresa a la ciudad en donde transcurrieron sus años juveniles y en donde alguna vez me dijo que le pasaron las cosas más lindas y dolorosas de su vida. J. es de pocas palabras, pero lo que dice siempre es importante. No es ceremonioso ni retórico, la importancia de sus frases no nacen del Derecho sino de un corazón limpio y una inteligencia acerada.

A J. le gusta caminar por la ciudad, sentarse en algunos de los bancos de bulevar, recorrer la peatonal como si dispusiera de todo el tiempo del mundo y terminar la recorrida en algún bar cercano a la facultad para leer el diario, tomarse un café y encender su pipa.

Yo sé que viene a visitarme a mí, pero básicamente viene a visitar la ciudad y a reencontrarse con él mismo y con el escenario de viejas historias. Cuando está en Santa Fe, J. viste vaqueros, mocasines o zapatillas y le gustan las poleras oscuras o los pulóveres de cuello alto.

Ese flaco de barba recortada y cabellos largos, pálido y de ojos oscuros, se parece a un juez como un viejo calavera a un santo. En verdad, su aspecto evoca más a un personaje salido de alguna película de la Nouvelle Vague que a un juez estricto.

La música que escucha en casa y los libros que lee tienen poco y nada que ver con la imagen que tenemos de los abogados con sus trajes caros, sus peinados a la gomina, su lenguaje plagado de ripios y lugares comunes y sus aficiones por las lecturas de Bucay y Coelho.

J. es callado y pareciera que está siempre más interesado en escuchar que en hablar. En más de una ocasión hemos estado dos o tres horas sentados a la mesa de algún bar sin intercambiar palabras y sin que por ello nos sintamos incómodos.

Los silencios de J. son cordiales, solidarios, se parecen a la sombra fresca que el viajero descubre a la orilla del camino o a un abrigo que de pronto alguien nos acerca cuando estamos temblando de frío. La amistad con él está hecha de palabras justas, de gestos afectuosos y de largas caminatas por bulevar, Parque Sur o la Costanera.

Lo más destacado de su personalidad es su cortesía, una cortesía que a veces llega ser exquisita y que pone en evidencia la delicadeza de sus sentimientos. J. no discute con sus amigos, no porque no tenga diferencias, sino porque prefiere creer que ellos siempre tienen razón. Su amistad se expresa en la atención que pone en lo que dice su amigo, en su particular manera de escuchar y de reírse como disfrutando de la charla y el momento. J. es de las personas que lo hacen sentir a uno importante, no en el sentido frívolo o necio de la palabra, sino en su sentido más noble.

Sus afectos por los amigos es también una afecto sincero y perdurable por la ciudad. J. ama a Santa Fe y a veces ese amor es tan manifiesto que uno no sabe si en realidad su visita es apenas un pretexto para estar en la ciudad que quiere.

Yo le digo que él ha inventado una Santa Fe que sólo existe en su fantasía. Me mira y mueve la cabeza como diciendo que estoy equivocado. Le explico que la ciudad está abandonada, decadente y sucia, que cada vez se parece más a una ciudad africana y que si seguimos por ese rumbo vamos a terminar siendo un pueblo fantasma. Él me mira y después señala la hilera de árboles de bulevar y dice que en ninguna ciudad del mundo hay un paseo parecido y acto seguido me pondera la calidad de la cerveza y las bellezas de Rincón y la calidez de los bares.

Trato de explicarle que está exagerando, que la cerveza ya no es la de antes y que Rincón tampoco se parece al pueblo de otros tiempos y que los mejores bares de la ciudad ya cerraron, pero él no me escucha; mientras hablo mira por la ventana y, aunque no lo diga, yo sé que a esta hora de la tarde él está convencido que por algún misterioso sortilegio del destino ella doblará en la esquina de Cándido Pujato y vendrá caminando por la vereda ancha de la universidad en dirección a bulevar, y entonces él saldrá a su encuentro, y ella sonreirá con sus ojos claros y, como antes, se irán caminando hacia cualquier parte; él con su tono de Nouvelle Vague, ella con su gesto de estudiante rebelde. «Yo me entiendo» me dice, y vuelve a hacer silencio.

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