Los primeros cien días

Los cien días de gobierno no han logrado disipar algunas incertidumbres, pero han instalado más de una certeza. En primer lugar, está fuera de discusión que este gobierno no tiene nada que ver con las gestiones de Menem o De la Rúa. Puede que para algunos críticos sus objetivos sean imprecisos, puede que sobreactúe algunas de sus decisiones, puede que a veces peque de demagogo, pero lo que queda claro es que su proyecto es opuesto al capitalismo mafioso del riojano o al capitalismo impotente e idiota de De la Rúa.

Quienes pronosticaron un gobernante débil o sometido a los mandatos de Duhalde ahora saben que se equivocaron. De Kirchner se pueden decir muchas cosas, menos que no sepa lo que es el poder y que no intente ejercerlo. Sus críticos hasta el momento no se han puesto de acuerdo: al principio le reprocharon debilidad y hasta le auguraron tres meses de gobierno; ahora lo acusan de autoritario y de pretender eternizarse en el poder. Los mismos economistas responsables de la catástrofe económica y financiera lo cuestionan por no tener un plan económico definido, aunque más de uno asegura que el plan ya está definido y es, por supuesto, de clara orientación marxista-leninista.

El presidente que, luego de la deserción de la «Comadreja de Anillaco», se hizo cargo del poder con el veintidós por ciento de los votos, ahora posee un nivel de aceptación que supera el ochenta por ciento. Puede que esta adhesión se reduzca con el paso de los meses, pero lo que hoy resulta interesante explicar es por qué después de Menem y de De la Rúa un mandatario despierta simpatías populares impensables desde hace cinco meses. Confucio decía que «cuando un gobernante se gana el cariño de la gente, el caso merece ser estudiado».

Desde la sociología y la teoría política, Guillermo O’Donnell reivindicó la noción de «Estado amigo», es decir, habló de la necesidad de construir un orden político identificado con las necesidades y deseos de la población. Con la prudencia del caso, habría que decir que la clave del ascendiente social de Kirchner reside en haberse presentado ante la sociedad como un mandatario decidido a defender los intereses del pueblo ante los centros concentrados de poder.

Con sus actos públicos, Kirchner recrea la política, desprestigiada y corrompida luego de una década de neoliberalismo, achica la distancia entre gobernantes y gobernados, rompe con el dogma de las relaciones carnales, recupera una vez más la agenda de los derechos humanos, alienta sanciones a las expresiones más visibles de la corrupción menemista, inicia un proceso de renovación en la Corte Suprema de Justicia, cuyo desenlace aún no se conoce pero cuya orientación es clara, e instala en el imaginario político la noción de «pueblo» como actor social.

Cien días permiten definir un rumbo, pero no alcanzan para prever desenlaces futuros. Los interrogantes que se abren son muchos y todos inquietantes, pero por primera vez en muchos años el pueblo ha sido tenido en cuenta a la hora de discutir las estrategias del poder. Las simpatías que despierta Kirchner no son casuales o caprichosas; nacen de un sentimiento de justicia postergado durante años, lo que demuestra que cuando los gobernantes se acuerdan del soberano la respuesta es favorable.

Franklin D. Roosevelt, cuando era presidente de los Estados Unidos, decía que su misión consistía «en velar por los derechos de los más pobres, porque los ricos sabían defender muy bien sus intereses». Creo que Kirchner firmaría esta declaración y lo que habría que ver, de allí en más, es si podría llevarla a la práctica.

Si para la derecha al estilo López Murphy, la política de Kirchner conduce a la catástrofe o algo parecido, para quienes miramos con una razonable expectativa este proceso también nos sentimos dominados por previsibles aprensiones. Los más alarmistas temen que los poderes económicos nacionales e internacionales le tuerzan el brazo al presidente; los más moderados suponen que el régimen lo va a terminar condicionando o que el pueblo no le va a dar el apoyo que se merece. No faltan en este sector quienes alientan la débil pero persistente sospecha de que el hombre puede ser un farsante y que todo lo que ha hecho fue para concentrar poder y después volver al «más de lo mismo».

Personalmente no comparto esta última hipótesis. No lo conozco a Kirchner, pero me da la impresión de que como buen peronista le gusta el poder y que no está dispuesto a terminar como De la Rúa. Puede que fracase, puede que le ganen la pulseada o puede que lo abandone la suerte -mujer coqueta, fatal y peligrosa, que siempre merodea en las zonas secretas del poder, y de su capricho depende el éxito o el fracaso del político más pintado-, pero en lo que no creo es que sea un farsante.

A Kirchner le puede ir bien o mal, pero me parece que es de los hombres que creen en lo que están haciendo. No es un santo ni mucho menos (tampoco serían deseables los santos haciendo política), pero a su manera tiene conciencia histórica y no le da lo mismo ser el responsable de la recuperación nacional que ser un farsante o el responsable de otra frustración.

Yo creo que hasta los colaboradores más íntimos de Kirchner deben sentirse en algún momento dominados por las dudas. La única verdad que ayuda a disipar todas las aprensiones y miedos es que a la hora de asumir el poder, Kirchner no tenía otra alternativa que la de presentarse como un político distinto, alguien que no estaba dispuesto a «dejar las convicciones a la entrada de la Casa Rosada» y alguien que necesitaba del apoyo popular, y lo necesitaba rápido, porque en su defecto a los tres meses iba a terminar escapándose por los techos como De la Rúa.

¿Autoritario? Yo no me olvido de que es peronista; pero hasta ahora no hay razones ni motivos para imputarle esa acusación. Kirchner no es Hugo Chávez ni Fidel Castro, por más que coquetee con ellos para escándalo de ciertos figurones del establishment. Su posición habría que ubicarla a mitad de camino entre Lula y Ricardo Lagos.

¿Izquierdista? Por más que Julio Ramos asegure que el hombre es marxista, la realidad demuestra que por su formación política y por sus intereses económicos es un capitalista hecho y derecho y un burgués modelado en las delicias de la vida burguesa.

¿Setentista? Hasta por ahí nomás. Su setentismo se expresa en algunos gestos o compadreadas, o en el esfuerzo por instalar paradigmas teóricos al estilo «liberación o dependencia», pero basta escucharlo hablar a él o a su señora, o mirar a sus colaboradores en los ministerios, para saber que el sistema basado en la propiedad privada no corre ningún riesgo. Sólo a los delirantes macartistas locales se les puede ocurrir acusar de comunista a quien desde el gobierno en Santa Cruz y desde la presidencia hace cien días, no ha hecho otra cosa que defender la propiedad privada.

Lo que Kirchner no parece ser efectivamente es neoliberal; en lo que no está de acuerdo es en concebir al gobierno como una agencia de negocios de los grupos más concentrados y en lo que ha manifestado diferencias es con la naturaleza perversa de nuestro capitalismo criollo, prebendario, clientelístico y sometido a los dictados del capital financiero.

Ahora bien, no hace falta ser comunista, troskista o guevarista para estar en contra de un orden económico que, después de haber gobernado casi con la suma del poder público, arroja un balance de más del cincuenta por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza e índices de desintegración social y económicos alarmantes.

En el futuro, los historiadores estudiarán si Kirchner se orientó hacia una salida «nacional y popular» porque realmente creía en ella, o porque no quedaba otro camino luego del estallido de la convertibilidad. Pero más allá de los estudios académicos, lo que nos dice la realidad es que la Argentina no puede recurrir a las recetas del pasado para salir de la crisis.

Es verdad que negociar con los poderes económicos o intentar establecerle algunos límites al capital financiero, es una tarea ardua y cargada de riesgos y acechanzas. Pero el otro camino lleva inevitablemente a reproducir el fracaso conocido.

El mundo está cambiando. El liderazgo de Estados Unidos está aprendiendo a desenvolverse en otras condiciones; la economía capitalista globalizada ha ingresado en una de sus fases críticas y el tradicional concepto de nación está siendo desplazado por el concepto de bloques que permiten, sobre todo para los países débiles, periféricos y subdesarrollados, negociar con el imperio en condiciones más favorables.

Todas estas realidades parecen haber sido percibidas por Kirchner y en esa dirección trabaja. Ni socialismo ni épica revolucionaria; lo que se propone el actual gobierno es algo mucho más modesto y conservador pero que en la Argentina de Julio Ramos parece una proeza: integrar las clases populares al sistema, defender el mercado interno, fortalecer el Estado, estimular las industrias nacionales, articular alianzas con el Mercosur sin cerrar puertas a otras variables y promover con los nuevos actores sociales políticas de desarrollo compatibles con una mejor distribución de la riqueza. A todo esto, el presidente lo llama «capitalismo nacional». No hay razones ni motivos para designarlo de otro modo.

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