Alcances y límites de un acuerdo

La política es una actividad tan misteriosa que ahora nos enteramos que Estados Unidos, a través de su presidente George W. Bush, fue quien más nos apoyó para firmar a un acuerdo con el FMI, supuestamente favorable al interés nacional. Para completar la intriga, los progresistas europeos ahora son los malos de la película, los ogros que nos exigen que paguemos las supuestas deudas, un reclamo en el que coinciden el conservador Berlusconi y Aznar y los socialistas Schoeder y Blair.

Se sabe que todo misterio a la hora de revelarse demuestra que pudo funcionar como tal debido a la ignorancia de algunos y al deseo de no mirar la realidad de otros. No bien se reflexiona un poco sobre el tema se comprende que no es extraño que Estados Unidos sea ahora el bueno de la novela y que Europa actúe de malo. Es que más allá de los roles, lo que se impone en todos los casos es el interés, de acuerdo con el principio enunciado por un destacado ministro británico, quien sostenía que el Reino Unido no actúa para defender principios sino intereses.

A Estados Unidos, por ahora, no le conviene que nuestro país se desestabilice porque ya demasiados problemas tiene en Asia o en Venezuela y Colombia, como para que además se sume la Argentina. Por otra parte, no son ellos los que tienen que dar la cara ante los tenedores de bonos, ni son norteamericanas las empresas de servicios que reclaman un aumento de tarifas y, en contra de un prejuicio generalizado, es bueno saber que los republicanos nunca se han sensibilizado demasiado por el sufrimiento de los banqueros.

Los europeos -recordemos que cuando estalló la crisis jugaron de comprensivos porque creían que era importante tratar de salvar algo para después cobrar- ahora se han transformado en verdaderos perros de presa y están decididos a infligirnos todos los daños posibles con tal de que sus empresas reciban lo que ellos creen que les corresponde.

Por último, convengamos que el FMI no está pasando por su mejor momento. Sus funcionarios se han equivocado muchas veces y su prestigio intelectual está tan bajo que hasta el pigmeo más diminuto se anima a mojarle la oreja. Los que suponen que el FMI es la expresión más salvaje del imperialismo, deberían tomarse el trabajo de leer los informes de los economistas republicanos nucleados en el «Cato Institute» criticándolo con una dureza que envidiaría Zamora y Altamira.

Como decíamos al principio, la política es una disciplina tan misteriosa que ahora es la derecha más recalcitrante la que cree que el FMI es una institución que ocasiona gastos, perjudica con su actividad a la economía de mercado, despilfarra recursos de manera irracional y ha sido la responsable de las explosiones económicas habidas en Asia y América Latina.

Fiel al principio de que siempre es bueno abrir el paraguas por las dudas, y decidido a combatir el clásico exitismo nacional, el presidente Kirchner adelantó que el acuerdo no es una panacea y que lo firmado no autoriza a que empecemos a tirar manteca al techo o creamos que no le debemos nada a nadie y podamos salir de farra y gastar a cuenta.

Los problemas de la Argentina son tan graves y complejos que no se arreglan con un supuesto acuerdo favorable con el FMI. No se trata de subestimar lo que se hizo o de tirar abajo el ánimo de la buena gente, pero tampoco es honesto andar vendiendo ilusiones cuando los problemas más difíciles aún están por resolverse.

¿Alguien se acuerda del blindaje o del megacanje? ¿Alguien recuerda el optimismo que se derrochó el gobierno de entonces por haber iniciado dos operaciones que no sólo fracasaron sino que, además, nos provocaron serios perjuicios? Si no se acuerdan, es bueno que hagan un poco de memoria y recuerden cuando los funcionarios del FMI nos exigían que hagamos la reforma laboral porque si no se votaba esa ley, íbamos a terminar peor que Cuba, es decir, aislados, bloqueados, empobrecidos e instalados en la categoría moral de leprosos.

No olvidemos que por votar esa bendita ley laboral saltaron las coimas en la Cámara de Senadores (la célebre operación Banelco) y las consecuentes denuncias de Chacho Alvarez cuyo desenlace, en lo inmediato, fue su renuncia a la vicepresidencia y, en lo mediato, representó el punto de inflexión a partir del cual el gobierno de la Alianza inició su retroceso hasta la catástrofe de diciembre.

Algo parecido puede decirse con el megacanje de Cavallo y su teoría del déficit cero que concluyó como todos conocemos, es decir con el corralito, el corral, el derrumbe de la convertibilidad y el empobrecimiento de la Argentina en todos los órdenes gracias al saqueo perpetrado por los beneficiarios del modelo neoliberal.

No obstante estas prevenciones, hay motivos para seguir creyendo que el gobierno ha firmado un acuerdo favorable al interés nacional ya que, por primera vez en muchísimos años, nos hemos sentado a negociar con el FMI planteando nuestras propias necesidades y rehuyendo la tentación de creer que las recetas del FMI eran palabras benditas.

Es estimulante saber que el gobierno esta vez no se abrió de piernas para cumplir con las exigencias de las relaciones carnales, sino que, atendiendo el interés nacional y aprovechando las debilidades coyunturales del FMI y las propias contradicciones interimperialistas, decidió imponer algunas condiciones que finalmente fueron concedidas.

A nadie se le escapa que las concesiones no son nada del otro mundo y que en más de un caso la propaganda oficial y algunos periodistas las magnifican, pero más allá de la publicidad y otros menesteres, lo cierto es que el acuerdo en términos generales es satisfactorio, sobre todo si se tiene en cuenta lo que fueron las exigencias originales y las que finalmente se aprobaron.

De todas maneras, que nadie se crea que disponer para el pago de la deuda del tres por ciento del superávit primario, es jauja. Según los entendidos, este compromiso es uno de los más altos formados por la Argentina con los organismos de créditos internacionales, por lo que para cumplirlo vamos a tener que ajustarnos el cinto en serio.

Los más pesimistas aseguran que con este superávit primario no va a quedar un peso para invertir en obra pública o alentar la producción nacional o combatir el desempleo. Si esto fuera cierto, el problema es grave porque a nadie se le debe escapar que el único futuro serio de la Argentina pasa por el desarrollo, el crecimiento de la productividad, la diversificación de las exportaciones y la mejor distribución de la riqueza.

Kirchner asegura que ese tres por ciento es lo máximo que podemos pagar para cumplir con los acreedores. Ojalá sea cierto, porque en la Argentina cada vez hay menos margen para sufrir decepciones. Sin ánimo de ser ave del mal agüero, es necesario hacerse cargo de que Kirchner es la última oportunidad para resolver en términos nacionales y progresistas la crisis. Si Kirchner fracasa no vendrá el fin del mundo y la Argentina seguirá existiendo, pero para entonces su destino será definitivamente la inequidad, la disolución nacional y el vasallaje.

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