Liderazgo, democracia y autoritarismo

El discurso de Kirchner en las Naciones Unidas fue impecable. Lo fue por su contenido y por la convicción. El presidente expresó lo que todo argentino bien nacido piensa acerca de nuestras relaciones con el mundo y sobre los valores que estamos dispuestos a defender. Lo que dijo fue previsible y si la sociedad aceptó sus posiciones es porque Kirchner desde que asumió el gobierno viene diciendo lo mismo. Basta observar las posiciones sostenidas por las delegaciones argentinas en Dubai y Cancún, para admitir que en materia de política exterior este gobierno no está improvisando.

La credibilidad de Kirchner nace de sus actos y de su coherencia; su monotonía es su principal argumento a favor. Su gobierno no es perfecto, ha cometido errores y es probable que en el futuro los siga cometiendo, pero en el balance las virtudes superan con creces a los vicios.

Con su estilo, con su particular expresividad, el hombre ha instalado una vez más la política como pasión transformadora en el centro del escenario; las convicciones han recobrado importancia pública y por primera vez en muchos años un presidente abandonó el clásico papel de pelele a la hora de negociar con los poderes internacionales.

Temas tales como la equidad social, los derechos humanos, la moralidad pública y la dependencia de los países periféricos han retornado al debate luego de una década de corrupción, insensibilidad y cholulismo menemista. El «pueblo» como categoría histórica y como actor social empieza a reconstituirse, superando el estado anómico de «gente» que funcionó durante los años de la hegemonía neoliberal.

La gestualidad de Kirchner, sus actos cotidianos como gobernante, tampoco traicionan al político. El presidente es sencillo pero no pretende hacerse el pobrecito; es popular pero no se disfraza ni se transforma en un mamarracho; sus frases no son rebuscadas ni pretende posar de sabio, pero tampoco comete groserías; no puede negar su filiación peronista pero los valores públicos que reivindica son la decencia administrativa y el respeto por las libertades; no se hace el intelectual, pero razona con sobriedad, es discreto en sus expresiones y su lectura histórica de la realidad hasta el momento ha demostrado ser precisa y prolija; no recurre a citas cultas, pero tampoco abruma a los opositores con el folclore peronista; es más, los nombres de Perón y Evita suelen estar ausentes en su discurso y, cuando se los menciona, lo que predomina es el recato y el sentido de la medida. En ese sentido, daría la impresión de que Kirchner no es que no sea peronista, sino que es un peronista tan seguro de su identidad, que no necesita hacer payasadas para demostrar que es peronista.

Su proyecto de construcción política se denomina «transversalidad», que él mismo lo definió en poca palabras: «Para gobernar el país no cuentan los partidos a los cuales se pertenece, sino el objetivo de hacerlo». Su propuesta no es una extravagancia doctrinaria, por el contrario, sus fundamentos se nutren del Perón que dijo que «para un argentino no hay nada mejor que otro argentino» o «a la Argentina la salvamos entre todos o no la salva nadie».

Algunos peronistas cuestionan esta estrategia en nombre de la ortodoxia o, como en el caso del señor Ángel Baltuzzi, en nombre del macartismo y la caza de brujas. En este tema tampoco hay nada nuevo bajo el sol: los fascistas exterminadores de 1973 dirigidos por López Rega, Isabel y Lastiri han empollado el huevo de la serpiente y treinta años después los renacuajos salen a la luz para bailar su espectral y siniestra danza de los vampiros.

Semejantes contradictores no hacen otra cosa que ennoblecer el proyecto de Kirchner y verificar una vez más que las principales resistencias a su gobierno van a provenir del propio peronismo, de los sectores comprometidos con la patria menemista y de caudillos, punteros y arribistas que se han beneficiado con un orden de cosas que provocó la miseria de más de la mitad de los argentinos.

Desde otras fronteras políticas se le reprocha al gobierno tendencias autoritarias y hegemónicas. A juzgar por los antecedentes de Kirchner en Santa Cruz, la imputación no es gratuita, pero hoy estas imputaciones son más una sospecha que una acusación seria. Hasta el momento Kirchner ha demostrado que está dispuesto a ejercer la autoridad o a recomponer el principio de autoridad perdido luego de los años de De la Rúa y de las debilidades institucionales de Duhalde.

En una democracia, todos somos dueños de sospechar y de expresar nuestras diferencias y recelos, pero desde el punto de vista institucional no hay ningún dato serio y consistente que permita afirmar que el gobierno es autoritario, o que se han tomado decisiones orientadas a asegurar una hegemonía cerrada y excluyente.

Pero así como es importante distinguir entre autoridad y autoritarismo, también es decisivo diferenciar hegemonía de hegemonismo, dado que cuando hablamos de hegemonía nos referimos a un gobierno que gobierna con el consentimiento de los gobernados, mientras que hegemonismo, es lo que, por ejemplo, practicó el PRI en México durante casi setenta años. Allí la corrupción política y los dispositivos estatales de dominación institucional estaban puestos al servicio de la dominación de los dinosaurios del PRI.

No hay motivos, por el momento, para temer un desvío hacia esos territorios; por el contrario, el mayor riesgo institucional que sigue amenazando a la Argentina es el que nace de la ingobernabilidad, es decir, de la falta de autoridad y de la fragmentación del poder.

De todos modos, nunca hay que olvidar que así como la democracia es necesaria para asegurar los derechos de las mayorías, la república es imprescindible para poner límites a los excesos del poder o a la tentación de avasallar a las minorías en nombre de esas mayorías. Si la Argentina quiere salir de la crisis e iniciar el camino del desarrollo y la integración deberá defender la república democrática de las pasiones autoritarias de los poderosos y de las tentaciones de quienes apuestan al caos como camino para defender sus añejos privilegios.

Decía que no hay razones para suponer que este gobierno está en contra de esta forma de gobierno, pero la tarea de controlar al poder, ponerle límites y obligarlo a respetar la ley es de la oposición, ya que los gobiernos librados a su suerte naturalmente tienden al autoritarismo y, en ese sentido, Kirchner no tiene por qué ser la excepción.

De Kirchner depende la orientación del gobierno y a él hay que exigirle que respete la ley y la haga cumplir, pero no es su culpa si la oposición no sabe jugar su rol, si no es capaz de constituirse como una fuerza creíble, si no demuestra condiciones para disputar el poder o si, por ejemplo, sacrifica una gobernación para ganar una o dos bancas en el Congreso.

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