Mi amigo militante

Por Lucio N. Miranda

Mi amigo me reprocha mi indiferencia política. Dice que no me comprometo y que vivo encerrado en mi individualismo de pequeño burgués más o menos culto, más o menos pudiente. El tema lo hemos discutido muchas veces, lo vamos a seguir discutiendo y seguramente vamos a seguir sin ponernos de acuerdo.

Mi amigo es de los que creen que el único camino para practicar las virtudes de la solidaridad pasa por la militancia política y yo creo que hay otros caminos y otras maneras de estar al lado del prójimo. Mi amigo me dice que yo pretendo salvarme solo y que me da lo mismo que el mundo sea justo o injusto; yo le respondo que soy más modesto que él y que me resigno a saber que si bien no estoy llamado a redimir al mundo, no he contribuido con mis actos a hacerlo más injusto. El se ríe y dice que lo que importa no es tener la conciencia tranquila sino la conciencia alerta para luchar contra las injusticias.

Con mi amigo somos compañeros desde hace años. Nos hemos conocido en las buenas y en las malas, hemos compartido ideales, noches, peligros, amistades y algunas mujeres. No sé en qué momento empezamos a discutir de estas cosas; es probable que yo haya cambiado, porque él sigue siendo el militante de siempre. Es probable que yo no sea el mismo, pero no me ofende ni me fastidia saber que he cambiado porque el mundo ha cambiado y porque yo ya no me conformo con las respuestas de veinte años atrás.

Él me reprocha mi alejamiento de la política y yo le cuestiono su empobrecimiento espiritual. Él dice que yo he optado por un camino personal y yo le recuerdo el poema de George Brassens cuando habla de la rebeldía que significa optar por un camino personal y no sumarse a la masa y comportarse como un autómata.

Mi amigo dice que al lado del pueblo se aprende y yo le respondo que yo aprendo al lado de personas concretas y no de abstracciones al estilo «pueblo» o «multitud» como le gusta decir a Toni Negri. El dice que tenemos la obligación moral de estar con las mayorías y yo sostengo que siempre he preferido a las minorías y muy en particular a esa minoría absoluta que es el hombre solo. El confía en la sabiduría popular y yo desconfío profundamente de las pulsiones instintivas y bárbaras de las masas.

Sin embargo, y a pesar de tantas diferencias, seguimos siendo amigos. A veces, de noche, siento que golpean la puerta de casa y allí está él, con su sonrisa franca, su gesto generoso, su mirada limpia. Salió de una reunión o está por ir a otra, pero siempre encuentra un tiempito para visitarme e invitarme a tomar un café o una cerveza en el bar de la esquina.

Yo discuto con él, pero él sabe mejor que nadie que respeto su militancia y su integridad moral. Lo que ocurre es que yo creo que la salvación no pasa exclusivamente por la política, que hoy otros caminos y que es nuestra obligación tratar de encontrarlos. Él sigue creyendo que la mejor manera de expresar su capacidad de amor es a través de la política; yo pienso que muchas veces la política suele estar reñida con el humanismo.

Mi amigo dice que lo importante es ser un revolucionario; más modesto, yo le digo que me conformo con ser un buen tipo. Se ríe y me dice que la categoría «buen tipo» no quiere decir nada. Yo le recuerdo que Marcuse a veces la usaba y cuando una vez le preguntaron que quería decir con eso, respondió que si después de más de treinta años de reflexiones filosóficas no sabían lo que era un buen tipo, es porque no aprendieron ni van a aprender nada.

Mi amigo me recuerda que Jean Paul Sartre y su famosa declaración en contra de su libro «La náusea» por considerar que ese libro no daba ninguna respuesta a los muertos de hambre de Asia y Africa; yo le digo que el viejo Sartre a veces exageraba y que si no hubiera escrito «La náusea» lo mismo habría hambrientos en el mundo, pero millones de personas nos hubiéramos perdido de leer ese libro.

Yo sé que en el fondo los dos pensamos lo mismo; sé que los dos rechazamos las vanidades de la riqueza y el lujo y por una u otra senda estamos convencidos de que es necesario amar al prójimo como a uno mismo. Si a pesar de nuestras diferencias seguimos siendo amigos, es porque compartimos un tesoro común de experiencias y valores; él cree en la política, en la acción social, en la protesta callejera, en la interpelación pública; yo creo en mundos más pequeños, más íntimos y discretos; respeto a los que manifiestan en la calle pero no creo que allí se elaboren las soluciones importantes; por temperamento, por convicción he optado por ser un solitario, alguien que se propone ser justo en su pequeño mundo y que sabe que esa tarea no es para nada sencilla.

No soy un místico y respeto a los que viajan a Oriente pero, como diría Macedonio Fernández, «no duermo de ese lado». Descartes fue el que aseveró: «Pienso luego, existo»; después vino Unamuno y dijo: «Siento, luego existo» hasta que en algún momento llegó Max Scheler y expresó: «Amo, luego existo».

-Pero lo tuyo es una prédica insignificante -me dice.

-¿Y por casa cómo andamos? -le respondo.

-Con los solitarios como ustedes no vamos a ir a ningún lado -insiste.

Lo dejo tomar su cerveza y después le recuerdo a Camus, cuando respondiendo a tipos como él les decía. «Solitarios… es cierto… pero qué solos, pobres y desesperados estarían ustedes sin estos solitarios».

Se ríe y pide otra cerveza. Después mira la hora y me dice que se le hizo tarde. Le digo que vaya a la reunión, así yo aprovecho para salir a caminar un rato por la ciudad para disfrutar del sol de esta tarde de primavera.

lmiranda@litoral.com.ar

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