Reforma laboral: la mal nacida

A Mario Pontaquarto hay que creerle, porque lo que denuncia coincide con lo que todos los argentinos sabemos sobre el tema de las coimas al Senado. Lo más importante es saber lo que dice, no por qué habla. La historia de los arrepentidos suele ser siempre una historia tortuosa de traiciones, resentimientos, quiebres morales y remordimientos, pero en la mayoría de los casos sus palabras exhiben el tono vigoroso de la verdad.

Es probable que detrás de esta declaración espontánea se escondan otras operaciones políticas y, por otro lado, es inevitable que del escándalo alguien se beneficie y alguien se perjudique, pero ninguna de estas consideraciones habilita a desconocer lo sucedido y designar las responsabilidades.

Bueno es saber al respecto que los grandes escándalos políticos de los tiempos modernos siempre salieron a la luz gracias a una traición, a una infidelidad o a alguna miseria moral por el estilo. Julio César, que algo sabía de estos temas, siempre decía: «Amo la traición, pero odio al traidor».

Lo que Pontaquarto le ha dicho a la periodista María Fernanda Villosio es, palabras más palabras menos, lo que todos sospechábamos sobre el tema. Convengamos, para empezar, que decir que De la Rúa estuvo siempre al tanto de la operación «Banelco» es tan previsible como afirmar que Al Capone fue el responsable de la masacre de San Valentín.

¿Dónde está la diferencia entonces? La diferencia está en que el señor que habla fue un protagonista privilegiado de la operación que culminó con la entrega de, por lo menos, cinco millones de pesos a los senadores peronistas para que voten la ley de reforma laboral. No estamos ante un rumor, una sospecha o una corazonada; ahora un funcionario de la Cámara de Senadores dice que él personalmente entregó el dinero con la autorización de De la Rúa y Santibañes.

A Pontaquarto habría que preguntarle si todo el dinero salió del Estado o si algún empresario interesado en que se apruebe la ley de reforma laboral no puso unos pesitos para contribuir a una causa tan noble. Al respecto, es sugestivo que hasta Pontaquarto ignore adónde fue a parar un millón de dólares que en algún momento anduvo dando vueltas.

También habría que preguntarse por qué en su momento De la Rúa y todo el establishment político juraba que si no aprobaba esa ley la Argentina se iba a hundir en el infierno. ¿Cuántas veces nos han amenazado con lo mismo y cuántas veces nos enteramos de que en realidad no era para tanto y que el infierno no estaba en el futuro sino en el presente?

En las declaraciones de Pontaquarto, vuelven a cobrar actualidad los nombres que ya escuchábamos en otros tiempos: Alberto Flamarique, el fatuo y reblandecido Ministro de Trabajo que ahora se dedica a criar faisanes; Fernando de Santibañes -el oráculo económico y operador financiero de Fernando de la Rúa- titular de la Side, la institución desde donde salió el dinero, y José Genoud, el único senador radical sospechado de cobrar coimas, pero el principal operador de la entrega de fajos de billetes a los compañeros peronistas.

Después están los que cobraron. Los nombres son conocidos y en la mayoría de los casos nadie se puede sorprender demasiado sobre su conducta. En primer lugar está Emilio Canterero, el senador salteño que en su momento se quebró ante la misma periodista que ahora entrevistó a Pontaquarto; después viene la lista de la «armada Brancaleone: Augusto Alasino, José Luis Gioja -flamante gobernador de San Juan-, Remo Constanzo, Carlos de la Rosa, Alberto Tell…y conviene dejar la lista en puntos suspensivos porque seguramente hay muchos más nombres.

A la hora de evocar apellidos sobre lo sucedido en el 2000, un capítulo aparte se lo merece Carlos «Chacho» Alvarez, en aquel entonces, vicepresidente de la nación y titular del Senado; la persona que rompió con los habituales códigos mafiosos de permitir que se aceiten las manos de los ávidos senadores y, como consecuencia de ello, debió sufrir los desplantes y las intrigas del delarruismo.

Recordemos que el proceso culminó con su renuncia al cargo. La denuncia abrió una crisis en el oficialismo de la cual nunca más lograría recuperarse. Alvarez pagó un precio político altísimo por esa renuncia, pero es probable que tres años después, y a la luz de los nuevos acontecimientos, su gesto sea comprendido de otra manera. De todos modos, a Chacho Alvarez le alcanza la humorada de Louis Stevenson: «Algo debe de haber hecho mal, o no sería tan famoso».

El periodista Morales Solá, el senador Antonio Cafiero y el actual canciller Rafael Bielsa también hicieron las denuncias en su momento. Cafiero y Bielsa tuvieron que pagar un precio alto por haberse atrevido a poner en evidencia la rosca corrupta de los senadores.

Sandro Pertini, el heroico partisano, el noble dirigente socialista, el honorable presidente de Italia y el empecinado defensor de los derechos humanos en la Argentina decía al respecto: «A veces en la vida, no sólo hay que saber luchar sin miedo, sino también sin esperanzas». Cafiero, Bielsa, la periodista María Fernanda Bellosio y, tal vez, Alvarez, es probable que puedan ser reconocidos en su nobleza, su empecinamiento, y su coraje. Ojalá así sea porque cada uno a su manera se lo merece.

Hoy sería bueno saber cuántas leyes fueron aprobadas por el congreso argentino recurriendo al mismo método. En la jerga de los políticos de entonces se hablaba del precio que tenía cada senador. Por supuesto que no todos fueron sobornados, pero que nadie crea que sólo una ínfima minoría de legisladores fue la que cayó en la charca de la corrupción.

Desde el poder, siempre se creyó que las leyes o algunas otras iniciativas políticas podrían aprobarse mediante el recurso de la coima. De la Rúa ya había sido denunciado en su momento por operaciones parecidas en el Consejo Deliberante de Capital Federal, y quienes conocían su actividad como senador siempre sospecharon que detrás de esa imagen impasible, discreta y de buenos modales se escondía un operador capaz de recurrir a todos los recursos disponibles para obtener resultados políticos.

Coimear y ser coimeado se transformó durante muchos años en una suerte de deporte político. Como toda actividad delictiva, quienes la practicaron por primera vez deben haber tenido sus escrúpulos, pero una vez que empezaron a disfrutar de los beneficios, los remilgos desaparecieron para dar lugar al cinismo político y a la más grosera amoralidad. «Al principio fueron vicios, hoy son costumbres», decía Séneca,

Según cuentan los que saben, hasta la prostituta más descarada admite que la primera vez que subió al auto de un cliente sintió algo parecido a la vergüenza. Pero las diferencias entre las prostitutas y los senadores no son menores: unas entregan su cuerpo por un puñado mezquino de billetes, los otros entregan su alma y su honra por cifras muchos más elevadas; unas caen en el fango empujadas por la miseria de la que casi nunca salen; los otros caen en la misma cloaca pero dicen hacerlo en nombre de la patria, mientras se llenan los bolsillos. No justifico ni a la prostituta ni al político corrupto, pero tal vez no haya sido casualidad que Jesús haya perdonado a Magdalena, mientras que a los mercaderes los expulsó a latigazos del templo.

Para terminar, un poco de historia con su correspondiente moraleja: a mediados de la década del treinta, el entonces presidente Agustín Justo se enteró que los radicales del Concejo Deliberante porteño no aprobaban la ley de prórroga a la concesión de la empresa eléctrica Chade. Un operador le informó que los radicales se hacían los difíciles porque en realidad estaban esperando la coima.

Los historiadores dicen que Justo se enojó mucho cuando se enteró del motivo, pero luego, práctico y descarnado como era, dijo: «¿Así que nuestros amigos radicales se quieren corromper…?». Y luego de una pausa él mismo se respondió: «Pues bien, si se quieren corromper les vamos a dar el gusto y los vamos a corromper…así de aquí en más nunca en su vida los radicales podrán reprocharme que soy fraudulento o cosas parecidas».

La historia asegura que corrió mucha plata y que el propio Alvear estuvo enterado de lo ocurrido y no hizo nada al respecto. Es más, los militantes de Forja nunca dejaron de denunciar que el local partidario de Capital Federal se compró con la plata de la Chade. El negocio se hizo de acuerdo con las previsiones de Justo y, claro está, los radicales de Capital por muchos años nunca más pudieron abrir la boca para acusar de inmoralidad al régimen conservador.

De La Rúa no es Justo, pero sobre todo le faltan algunas de las virtudes de Justo. Por su parte, los senadores peronistas no se diferencian demasiado de los concejales radicales del treinta aunque sospecho que son un poco más corruptos, un poco más miserables y un poco más trapaceros y bellacos. Sin embargo, los distintos matices o contextos históricos no pueden ocultar una diferencia: la década del treinta a pesar de todo fue un tiempo de crecimiento y expansión en un mundo sombrío y sucio; de los tiempos que hablamos no estamos autorizados por el momento a decir lo mismo.

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