Los políticos involucrados en el escándalo del Senado parecen más preocupados en pasearse por los programas de televisión que en declarar en los tribunales. No se trata de desconocer la influencia de los medios de comunicación en el siglo XXI, ni de subestimar la labor que han desempeñado algunos periodistas para esclarecer un caso que parecía condenado a dormir el sueño de los justos en algún archivo, pero convengamos en que es necesario recordar -una vez más- que la justicia en una sociedad democrática se decide a través de procedimientos jurídicos y no en los sets televisivos.
La advertencia es pertinente, porque la experiencia enseña que, cada vez que un escándalo político se mediatiza, las únicas sacrificadas son la verdad y la justicia. Hace unos años, una investigación orientada a determinar las relaciones entre el hampa y algunos funcionarios emblemáticos del menemismo concluyó en una vulgar comedia de enredos en la que lo más importante era saber quién había embarazado a una tal Samantha Farjat.
En los tiempos de Georges Clemenceau y Emile Zola estas cosas no habrían sucedido. Por el contrario, fue gracias a la labor de un periodista con agallas y un escritor valiente que pudo ventilarse el caso Dreyfus y probarse que las Fuerzas Armadas francesas, y el propio Estado francés, estaban infectadas de antisemitas y corruptos.
En busca de pruebas
Cien años después, la realidad no es la misma y, si bien la prensa sigue siendo una garantía básica de control del poder, ya el sistema ha aprendido que una de las formas de banalizar la verdad consiste en permitir que a la justicia la administren los medios de comunicación, mientras que las verdaderas instituciones de la democracia callan o dejan hacer.
Retornando a las «coimas del Senado», bueno es saber que lo más importante aún no ha sido probado. La opinión pública está convencida de que los senadores extorsionaron al gobierno de la Alianza para votar la Ley de Reforma Laboral. Para sorpresa de algunos, a ese gobierno, que había llegado al poder prometiendo poner punto final a las corruptelas menemistas, no se le ocurrió nada mejor que ceder a esta presión.
A De la Rúa ya se lo ha criticado desde varias direcciones. Se le había calificado de indeciso, tonto, conservador y cosas peores. Bernard Shaw decía que «cuando un hombre estúpido hace algo que le avergüenza, siempre dice que cumple con su deber». Nadie sabe qué deberes ha tenido que cumplir De la Rúa, pero sí sabemos lo que no hizo, lo que hizo mal y lo que sigue haciendo mal, sin que por ello Tinelli sea responsable. Del señor De la Rúa podría decirse lo que en su momento sentenció Oscar Wilde: «Tenía un gran talento y una gran rapidez para llegar a conclusiones equivocadas»
Respecto de las indecisiones y tonterías del ex presidente por el momento no vamos a hablar. No obstante, sí creo que es pertinente recordar su calidad de conservador, pero no de conservador lúcido -como a su manera lo fueron Roca, Pellegrini, Aguirre Cámara o el propio Solano Lima-, sino de conservador del orden menemista, es decir, de un orden corrupto y sucio que, por ejemplo, un conservador como Figueroa Alcorta habría barrido para fundar una república de instituciones sanas y economía pujante.
En cuanto a eso, no olvidemos que fue Figueroa Alcorta el que en 1908 cerró el Congreso dominado por legisladores fraudulentos, creando los espacios institucionales necesarios para iniciar la gran reforma electoral de 1912, que un historiador calificó como «la revolución de las urnas».
Los expertos en moral discutirán si los principales culpables del «caso Banelco» son los senadores peronistas, cebados durante la década menemista con operaciones parecidas, o si la culpa debe recaer sobre un gobierno que se propuso aprobar una ley controvertida mediante el recurso de corromper a los legisladores. Por lo pronto, para la sociedad, corruptores y corrompidos son culpables y no está mal que así sean juzgados. No me gusta meter a todos en la misma bolsa, pero nada se puede hacer cuando los involucrados deciden por su propia cuenta instalarse en ese lugar.
Al gobierno nacional este escándalo no lo perjudica. Por el contrario, lo coloca en uno de los lugares en donde se puede desempeñar con mayor eficacia: la ética pública. Para ello, le basta solamente con dejar que los acontecimientos fluyan, los políticos involucrados digan lo que tengan que decir y la Justicia proceda.
Es probable que aquellos a quienes les gusta mirar debajo del agua para entender la trama secreta de los hechos sospechen que a Kirchner este escándalo le ha venido como anillo al dedo, ya que -de una manera u otra- debilitó el clima contestatario que estaban preparando los piqueteros para recordar el 20 de diciembre.
El caso y el gobierno
Los más sutiles analistas -incluso aquellos que confunden sutileza con teorías conspirativas y, en más de un caso, suelen ser un poquito paranoicos- imaginarán que el gobierno nacional alguna operación realizó con el señor Pontaquarto para que, de un día para el otro, este buen caballero, experto en trapisondas y chapucerías, se acordase de que había obrado mal y se diera cuenta de que no podía mirar a sus hijos de frente. En la dimensión desconocida, como en las esferas del poder, todo es posible. Como decía Woody Allen: «El hecho de que no seas paranoico no quiere decir que no te estén vigilando».
Sucede que en la vida, como en la política, los acontecimientos siempre provocan consecuencias y, en más de un caso, éstas suelen ser no queridas por los mismos que las promovieron. El poder siempre le ha tenido temor a los escándalos porque, por su naturaleza, prefiere el secreto y se siente cómodo en la penumbra, ya que todo revuelo corre el riesgo de romper con esta disposición de las cosas.
A veces, un episodio ilegal adquiere estado público y se cobra alguna víctima de peso. En nombre del sentido común y de la prudencia, se aconseja que todo escándalo tenga un límite, más allá del cual todo orden puede ser puesto en peligro. En tal sentido, los affaires del poder son siempre películas incompletas, en las que la puesta en escena apenas alcanza para revelar los primeros capítulos. Un relato más extenso en su momento fue el mani pulite de Italia, pero como los hechos se encargaron de demostrarlo, en poco tiempo todo retornó a la normalidad y una mayoría del pueblo italiano terminó votando dos veces a Silvio Berlusconi, definido en su momento por el periodista Indro Montanelli como el «político más corrupto que he conocido en mis noventa años de vida.»
Nadie sabe cómo concluirá el caso «coimas en el Senado». Entre las demandas de justicia de la sociedad y las gestiones de los que mueven las palancas para no ir más allá de lo que aconseja la prudencia, juegan el imponderable social, las maniobras de los poderosos para impedir que la luz ilumine las zonas oscuras y los humores cambiantes de la sociedad, que un día tiene la intransigencia moral de un pastor cuáquero y al siguiente se comporta con la permisividad ética de un viejo libertino.
Los laberintos de la verdad
La verdad en política podría ser graficada con un relámpago, un chispazo que permite vislumbrar los rostros secretos del poder, un resplandor insinuado en la oscuridad y, luego, el retorno a los colores grises, que se confunden con la normalidad o la inevitable monotonía de la vida. Breve, efímera, fantasmal, esa pequeña porción de verdad se justifica a sí misma y le da sentido a la lucha de los hombres. «Aunque supiera que el mundo se va a acabar mañana, yo hoy aún plantaría un árbol», repetía Martin Luther King.
Muchas veces este rayo de luz es posible porque, desde alguna fracción del poder, existen quienes están decididos a saldar cuentas con facciones rivales. El famoso escándalo Watergate tuvo lugar porque personas muy poderosas estuvieron interesadas en permitirlo. En la Argentina, el célebre negociado de las tierras del Palomar, que casi le costó la cabeza al presidente Roberto Ortiz, fue promocionado por los nacionalistas conservadores, afligidos por el proceso de democratización iniciado por aquél. La astucia de la historia es infinita y ya se sabe que sus caminos son más laberínticos que los del Señor y que, a diferencia de Él, nunca está obligada a defender buenas causas.
Hoy no habría demasiados problemas en condenar a cuatro o cinco ex senadores y a un ex presidente que ha perdido poder, prestigio y sensatez. Sin embargo, queda claro que sería imprudente pretender averiguar cuántas leyes fueron votadas en las mismas condiciones. ¿O alguien supone que la única vez que a los senadores y a un presidente se les ocurrió corromperse fue con la Ley de Reforma Laboral?