La hora del Estado

Todos, o casi todos, estamos dispuestos a creer que la negociación llevada adelante por el ministro Lavagna con los acreedores es ventajosa. A todos, o a casi todos, nos ha resultado por lo menos simpática la actitud del presidente Néstor Kirchner al decir que no se va a pagar más allá de nuestras posibilidades o al recordarles a los bonistas privados que tenían la obligación de saber que cuando las promesas de ganancias son muy altas, demasiado altas, algún riesgo hay que correr.

Algunos opositores, sin embargo, aseguran que la única habilidad del gobierno ha sido la de montar un fraude mediático a través del sencillo recurso de decir una cosa y hacer otra o, para expresarlo en términos más concretos, de declarar que no se va a capitular ante el FMI cuando, en realidad, toda la negociación es una formidable capitulación.

El compromiso de fijar un piso del tres por ciento del superávit primario destinado a la deuda parece razonable, pero ello no puede hacernos perder de vista que, históricamente, es el compromiso más exigente que haya asumido la Argentina desde 1956, es decir, desde el momento en que nuestro país decidió ingresar al FMI de la mano de la Revolución Libertadora.

A veces, las cifras son más elocuentes que los conceptos. El tres por ciento del superávit representa algo así como 18.000 millones de pesos. Si tenemos en cuenta que el presupuesto para educación, salud, vivienda, agua y trabajo no llega a los 14.000 millones, arribamos a la sorprendente conclusión de que, por cada peso que pagamos por la deuda, destinamos 75 centavos para salud, educación, vivienda, agua y trabajo.

Alguien dirá que no había otra alternativa y es probable que tenga razón. Pero, si así fuera, que quede claro, entonces, que estamos negociando desde posiciones muy débiles y que, como le gusta decir a Lavagna, «acá no hay nada que festejar». Con todo, sería bueno que el dato sea tenido en cuenta por los oráculos de la derecha económica, los mismos que dicen que el acuerdo firmado por Lavagna es irresponsable y que la Argentina se ha desentendido de sus compromisos internacionales.

Si los números de los que disponemos no nos engañan, nunca la Argentina asumió compromisos tan altos. La conclusión habilita a correr al gobierno por izquierda aunque, por esas extrañas paradojas de la política criolla, no es la izquierda la que lo ataca con más energía al gobierno, sino la derecha o, para ser más precisos, los responsables intelectuales del colapso de 2001.

Digamos que, para ser equilibrados, lo que hay que aceptar es que toda negociación es siempre un campo de relaciones de fuerza, lo que -traducido al criollo- significa que en política no se hace lo que se quiere, sino lo que se puede. Digamos que lo que diferencia a este gobierno de los anteriores en su relación con los poderes económicos mundiales es que uno hace buena letra, mientras los otros hacían caligrafía.

La Argentina hoy no negocia de acuerdo con el paradigma menemista de las relaciones carnales, pero de allí a decir que éste es un gobierno de izquierda o que practica un nacionalismo antiimperialista hay una gran distancia. La otra pregunta a formularse es si es posible y deseable un gobierno que en el 2005 practique un nacionalismo antiimperialista o quiera reeditar la «hazaña» de Fidel Castro.

La negociación de la deuda es un paso inevitable a dar, pero no dice nada, o dice muy poco, respecto de lo que representa el principal desafío de la Argentina: el crecimiento económico, la integración social, la distribución de la riqueza. No recuerdo quién decía que la gran reforma educativa de la Argentina pasa, en primer lugar, por asegurar el funcionamiento de una sociedad medianamente razonable. Que si el orden social no produce, integra y distribuye de nada vale que sigamos promoviendo médicos, ingenieros y abogados porque, como los hechos se empeñan en demostrar a diario, cuando el país no funciona, los profesionales optan por irse a vivir al extranjero.

En una época, creí que al país lo cambiaba una revolución; hoy creo que lo más revolucionario que se puede hacer en la Argentina es reclamar reformas: políticas, sociales, educativas, económicas. Hoy no se sabe muy bien qué quiere decir la palabra revolución y los que lo saben no están muy seguros de que lo conveniente para la Argentina sea una revolución.

Pero todos sabemos de qué hablamos cuando hablamos de reformas que mejoren la calidad de vida, los niveles de participación y la eficacia de las instituciones. Es más, yo diría que la gran reforma que la Argentina reclama es la del Estado. Al respecto, no creo exagerar cuando digo que el toque de distinción, la clave que distinguirá a un gobierno de otro, provincial o nacional, estará dada por la calidad de las reformas que proponga.

La retórica antiyanqui, los reclamos por la reforma agraria inmediata y profunda, las promesas de expropiar a los ricos para repartir la riqueza entre los pobres son deseos archivados en los museos y, en más de un caso, se han transformado en banderas de lucha de la derecha fascista o de la izquierda autoritaria, pareja que en el siglo XXI descubre todos los días nuevas, inquietantes y asombrosas coincidencias.

Se sabe que las consignas contra los ricos o contra los yanquis suelen tener buena prensa, pero también se sabe de la demagogia que se ha hecho con esa retórica. Y que aquellos que amenazan con comerse a los chicos crudos cuando llegan al gobierno hacen exactamente lo contrario. Es un buen recurso de la política chapucera hablar de enemigos que, cuanto más grandes y lejos están, son menos peligrosos y más abstractos. No hay ningún problema en gastar adjetivos contra las multinacionales o despotricar contra el FMI o los yanquis, mientras que en las acciones de todos los días lo que se hace es avalar el statu quo.

La demagogia oportunista me repugna tanto como la obsecuencia servil al imperio. Es una verdad de sentido común que a los gobiernos hay que juzgarlos por lo que hacen y no por lo que dicen. Y la referencia real a lo que hacen hoy está relacionada con lo que propongan respecto del Estado. Si un gobierno sigue creyendo que el Estado es el botín para enriquecer a sus funcionarios o para asegurar clientelas electorales o para designar parientes, punteros y cuanto inútil ande dando vueltas por la tierra (cualquier semejanza con lo sucedido en Santa Fe es pura coincidencia), ese gobierno miente y no es otra cosa que el continuismo de los males que de la boca para afuera se dicen combatir.

Hoy, cada uno de los problemas que se nos presentan a los argentinos tienen que ver con el mal funcionamiento del Estado. Cuando mueren chicos en República Cromagnón, el que falla es el Estado; cuando hay inseguridad y corrupción policial, el que está ausente es el Estado; cuando crece la deserción en el sistema educativo, es porque los vicios están en el Estado; cuando las empresas de servicios abusan, es porque fallan los organismos de control y regulación; cuando los políticos despilfarran recursos y reproducen los peores vicios del sistema, es por la existencia de una legislación que lo permite o por la complicidad de los actores en no aplicarla.

Se dirá que antes que reformar el Estado hay que reformar la economía o reformar el corazón de los hombres. En política, las tareas son siempre simultáneas, pero convengamos que muchas veces la lógica económica es muy difícil de controlar porque suele ser invisible o porque excede los límites nacionales. Pero lo que sí se puede y se debe hacer es asegurar el funcionamiento político del sistema. Una ley justa y un funcionario decidido a cumplirla valen más que muchos discursos y muchos sermones.

Sin Estado no hay sociedad ni hay mercado, es decir, no hay sociedad y mercado que funcionen con criterios más o menos equilibrados. Entonces, lo que hace falta en la Argentina no es menos política, sino más política. La despolitización es el triunfo de los defensores del actual orden injusto; es la convalidación de los políticos tramposos y corruptos, porque, así como los mercaderes hicieron del templo de oración una cueva de ladrones, los malos políticos han hecho de las instituciones de la República una cueva de ladrones.

No hay posibilidad de mejorar la calidad de vida de un pueblo sino a través de la acción política, de la acción fecunda e inteligente, como le gustaba decir a Juan B. Justo. La tarea no es sencilla. Los intereses de los grupos económicos que se favorecen con la anomia institucional y la disponibilidad de políticos y funcionarios corruptos, de los que trafican con el hambre y las necesidades de los más débiles, de los que conciben a la política como un camino para enriquecerse, se van a oponer a todo cambio en serio. La gran paradoja de la realidad política consiste en que al cambio efectivo lo deben promover jurídicamente los mismos que hoy se favorecen con el actual orden de cosas.

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