Las enseñanzas de Cromagnón

En un país serio una tragedia como la de República Cromagnon también puede ocurrir, pero la diferencia se expresaría en la respuesta que la sociedad y la dirigencia política habrían elaborado. Ni show, ni escándalos, ni cálculos oportunistas; una tragedia obliga a asumir con responsabilidad sus consecuencias.

A nadie se le hubiera ocurrido que la muerte de casi doscientas personas es una buena oportunidad para pedir la cabeza de un gobernante o, como en el caso de los peronistas, una buena ocasión para apoyarlo a cambio de que le entregue todas las secretarías del gobierno.

A una izquierda medianamente racional no se le hubiera ocurrido que la tragedia es la antesala de la revolución social o que el capitalismo es el responsable del incendio de un boliche. En lugar de comportarse con la lógica de un hincha de fútbol o con los recursos tramposos de un Bilardo, la derecha seguramente estaría preocupada por investigar el funcionamiento del Estado y deploraría, una vez más, los vicios de sociedades que ha renunciado a los valores tradicionales como sustento de una sociedad.

Por su parte, un gobierno responsable asumiría la tragedia con todas sus consecuencias y no estaría preocupado en echarle la culpa al vecino o en recurrir a maniobras mediáticas para no hacerse cargo de sus propias culpas. Un gobierno de estas características lo primero que hubiera hecho sería pedir la renuncia de los responsables de velar por la seguridad de la población en esas áreas y, en menos de 48 horas, se sabría quiénes son los inspectores o funcionarios que permitieron que un local nocturno funcione en condiciones precarias.

Los legisladores de una ciudad no se habrían aprovechado de la tragedia para ganar laureles individuales posando de fiscales de la patria, sino que habrían propuesto una comisión investigadora encargada de brindar un informe ágil y certero sobre las causas que precedieron a la tragedia.

Los jóvenes que pudieron salvar sus vidas se harían cargo moralmente de su propia parte y pedirían disculpas a los muertos y a la sociedad por su conducta salvaje. «No tengo ningún reproche que hacerles a los jóvenes», dijo Ibarra, demostrando con esa frase que es un oportunista o un pusilánime.

Pues bien, yo sí tengo muchos reproches que hacerles a los jóvenes; tengo que decirles -por ejemplo- que fueron ellos los que arrojaron las bengalas, fueron ellos los que aplaudieron a los que las lanzaban y fueron ellos los que insultaron y silbaron a quien les advirtió sobre los peligros del fuego. No fue una minoría o un loquito suelto el que precipitó la tragedia, sino una mayoría la que participó de esa saturnal. Porque, en lugar de hablar de la «masacre de Cromagnon», lo que habría que hablar es del «suicidio de Cromagnon».

Ibarra no quiere perder votos criticando a los jóvenes y por ese camino no sólo pierde votos sino cosas mucho más valiosas que los votos. Que nadie se llame a engaño: negarse a criticar a los jóvenes no significa quererlos o respetarlos, sino todo lo contrario. Negarse a decirles lo que es incorrecto es, además, una falta de respeto a ellos mismos, una manera de considerarlos discapacitados o algo parecido.

La juventud es una relación con la edad y con la vida. En ese universo de asombro y pasiones pasan muchas cosas. Necesitamos de los jóvenes como necesitamos de nuestros hijos, pero ellos también necesitan de nosotros. Nosotros esperamos mucho de ellos, pero ellos también esperan mucho de nosotros.

Por último, el respeto al dolor de los familiares se hubiera expresado como se debe expresar en estos casos: con sobriedad, sabiendo que no hay consuelo para quien perdió un hijo, pero también sabiendo que a los muertos no se los puede resucitar y que las personas doblegadas por el dolor no pueden hacer otra cosa que vivir su luto.

Ninguno de estos comportamientos estuvo presente en nuestros pagos. Lo que predominó fue el oportunismo, el cálculo rastrero, el golpe de efecto, la tendencia al sensacionalismo y al sentimentalismo en sus versiones más lacrimosas y cursis. La izquierda hipócrita y la derecha cínica una vez más se pusieron en evidencia.

Una tragedia puede politizarse, pero lo que sucedió con el caso Cromagnon es que la politización derivó en un show. No es mala la política cuando se propone debatir los caminos para hallar soluciones; la política se degrada cuando se reduce a la apetencia miserable por el poder. Las consultas populares -por ejemplo- siempre se han pensado como iniciativas tendientes a mejorar la participación de la sociedad, pero nunca como una coartada para eludir responsabilidades. Dicho con otras palabras: la consulta popular no se pensó para resolver mezquinas rencillas internas.

Conozco sólo dos dirigentes políticos que han estado a la altura de las circunstancias: Elisa Carrió y Rodolfo Terragno. Hay más, por supuesto, pero estos dos fueron los que en todo caso los representaron. Carrió y Terragno no sólo no se sumaron a la comparsa, sino que con su conducta inteligente y sobria respetaron a los muertos y al dolor de los familiares. Es que no hace falta ser un genio para saber qué hay que hacer en casos como éstos. Se trata simplemente de saber combinar las dosis equilibradas de sentido común, sensibilidad e inteligencia.

No está mal, de todos modos, que un gobierno deba rendir cuentas por lo sucedido en una ciudad. Lo que ocurre es que los argentinos tenemos un gran talento para transformar al oro en barro. No está mal que un gobernante rinda cuentas sobre sus actos, pero sí está mal que la rendición de cuentas se transforme en un circo o en un juego de tahúres.

Los santafesinos en particular debemos mirarnos en el espejo de Buenos Aires, ya que allí un gobernante debió responder por lo sucedido y, obligado o no, procedió a pedir disculpas por lo que ocurrió. Nada de esto pasó en Santa Fe. La única explicación que el gobernador Reutemann fue capaz de balbucear cuando una tercera parte de la ciudad estaba bajo las aguas fue: «A mí nadie me avisó». Una explicación que no explica nada a nadie, pero que dice más del señor Reutemann que cualquier alegato crítico. Una explicación que se refuta con dos preguntas sencillas: ¿acaso no es el gobernador el centinela de una provincia? ¿Acaso no es el gobernador el que debe avisar, y no a la inversa?

No hace falta ser muy imaginativo para pensar qué habría pasado con Ibarra en Buenos Aires si se hubiera animado a dar una respuesta de esa calidad. Es que la diferencia entre Buenos Aires y Santa Fe básicamente no está en los gobernantes, sino en la sociedades. En Buenos Aires la sociedad les exige; en Santa Fe pareciera que después del castigo los vota.

Se habla de transformar las ruinas de Cromagnon en un monumento público. A mí me gustaría que en ese lugar se levantase una escuela. Una escuela donde se enseñe a estudiar, se enseñe a ejercer la libertad, no se confunda alegría con histeria, placer con excitación, festejo con carnicería, amor con pornografía.

Cromagnon nos está diciendo a los gritos que en la Argentina hacen falta escuelas, que nuestros jóvenes necesitan de más escuelas. No se equivocaba Sarmiento cuando decía que necesitamos hacer de cada república una escuela o que la principal prioridad política consistía en educar al soberano.

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