Juan Pablo II

Si la objetividad fuera posible en la historia habría que decir que hay tres temas que fueron la constante en al gestión pública de Juan Pablo II: la defensa de la paz, la lucha contra la pobreza y el ecumenismo. Podría decirse, además, que fue un Papa que participó de las grandes tragedias del siglo veinte: el nazismo y el comunismo, que enfrentó a ambos flagelos -aparentemente tan diferentes y básicamente tan parecidos- con la misma convicción y fortaleza.

Diría hoy que no creo que éste sea el momento de señalar las diferencias con Wojtyla; basta con saber que las tengo y que siempre las he expresado. Lo que sí digo es que lo respeto más allá de disidencias. Lo respeto por lo que hace, por lo que dice y por el testimonio de su vida.

Hace tiempo aprendí que las personas interesantes no son necesariamente las que piensan igual que uno; que en la disidencia se enriquece la verdad y que cuando determinadas pasiones se viven intensamente allí resplandece una luz que se puede contemplar desde lejos o desde cerca, pero en todos los casos la llama de esa luz resplandece y ese brillo ilumina.

En un mundo en donde pareciera que lo más importante consiste en no creer en nada, en suponer que todo carece de sentido y que a los valores hay que archivarlos en el rincón de los trastos viejos; en un mundo en donde la incredulidad se disfraza de cinismo y la cobardía moral se confunde con una tolerancia displicente y elegante, el testimonio de la fe, de las convicciones, de la coherencia interior es algo que merece respetarse.

No renuncio a mi condición de agnóstico, es decir de alguien que dispone de más dudas que certezas; que acepta el misterio y no le conforman las respuestas a ese misterio, pero tampoco renuncio al deseo de indagar sobre aquellas cosas que constituyen los fundamentos de una existencia, a interrogarme sobre aquello que ha desvelado la sensibilidad de los hombres de todos los tiempos: quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos.

No renuncio a mis diferencias con muchas de las decisiones tomadas por este Papa, pero sé que con este hombre hay un punto, un lugar que puedo compartir, en donde podemos entendernos. Me importan los hombres que creen en lo que dicen, que comprometen con el cuerpo y con su vida lo que expresan con las palabras; me importan los hombres que rechazan la frivolidad, la avidez del consumo, que asumen la complejidad del mundo, el dolor del mundo y defienden contra viento y marea el puñado de certezas y esperanzas que aún existen en este mundo. Me importa Juan Pablo II.

Aceptar el dolor, el sufrimiento y la muerte es un signo de sabiduría si al mismo tiempo se acepta la alegría y la esperanza. Apostar a la vida no es negar la muerte, sino aceptarla sin dejar de renunciar a ese don que significa sabernos vivos. Rechazo las visiones sombrías y oscuras de quienes aman a la muerte y hacen de la muerte un culto siniestro, pero con la misma energía rechazo esas visiones edulcoradas, miserables, de una vida color de rosa adormecida por los masajes de la frivolidad y la supuesta convicción de que la verdad no existe ni vale la pena buscarla, que los valores carecen de sentido, que es agradable no creer en nada simulando que se cree y que la libertad es la ausencia absoluta de responsabilidades.

Sé que en estos temas, con Juan Pablo II tal vez tenga diferencias, pero para mí es mucho más importante saber que con ese hombre estos temas pueden discutirse, pueden iluminarse con la luz de la inteligencia o de la fe. Siempre he defendido la idea del progreso pero con los años he aprendido que la idea del progreso conduce al extravío o algo peor si no está tensionada por la presencia de la tradición, del pasado y de la sabiduría acumulada en el pasado. Aferrarse al pasado y renunciar al futuro es ser un reaccionario, pero adherir al progreso borrando la sabiduría del pasado significa no sólo ser un reaccionario, sino también un ignorante y un irresponsable. Desde ese lugar me gustaría seguir debatiendo sobre tantos temas que nos unen y no separan: la eutanasia, y el aborto, el hambre y la guerra, pero también el significado de la vida y el horizonte de la muerte…

Confieso no haber entendido en un principio esta exhibición de su agonía, ese espectáculo algo macabro y algo patético de un hombre que se está muriendo y que lo muestran desde una ventana a un público que no sé con qué intenciones asiste a ese espectáculo. Después se me ocurrió pensar el hecho desde otro lugar, no el mío sino el de él. El Papa es el jefe de la Iglesia Católica, es más, no se lo puede entender si no se entiende su convicción de saberse el representante de Jesús en la historia. Imposible conocer los actos de una persona si no se conocen sus fundamentos últimos, aquellos que lo justifican y dan sentido a su vida.

Ese hombre que se está muriendo, ese hombre que no puede pronunciar palabras, que casi no puede mover los brazos, es la misma persona que se asoma a la ventana, venciendo el dolor y las miserias del cuerpo, para dar la bendición. Yo podré creer o no en esa ceremonia, pero lo que no puedo permitirme es dudar sobre la fe de quién realiza ese acto, sobre lo que compromete un hombre que venciendo la presunción de la muerte persiste en cumplir con la misión que le otorgó sentido a su vida.

Claro que fracasó: los diarios dijeron que no pudo hablar, que estaba tan enfermo que no fue capaz de articular palabra. Pues bien, en ese «fracaso» reside su triunfo más consistente, en esa aparente frustración de intentar dar su bendición y no lograrlo, hay una verdad que es necesario aprender a leer, hay allí palabras que en algún momento deberán traducirse.

La «derrota» del Papa en la ventana fue su victoria más entrañable, su ejemplo más trascendente: alguien puede estar enfermo, muy enfermo, pero es en ese instante supremo cuando se ponen a prueba los hombres grandes, porque es en el dolor, en la cercanía de la muerte, cuando los hombres adquieren su verdadera estatura.

Siempre respeté a los hombres capaces de morir con las botas puestas; a los hombres que despojados de los adornos y las vanidades del poder, son capaces de jugar su verdad última en un acto, en un gesto, aunque ese acto sea ese gesto impotente, desesperado y doloroso de intentar hablar. Como diría Ingmar Bergman: «Pase lo que pase, tú debes decir tu misa…».

Rogelio Alanizralaniz@litoral.com.ar

 



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