A dos años de la invasión

Desde los tiempos del Arca de Noé los hombres tratan de poner límites a los desbordes de la naturaleza. Cinco mil años después, en Santa Fe esto no fue posible, los desbordes se produjeron y al precio lo pagaron los más débiles y los más expuestos. Puede compartirse la afirmación de que lo ocurrido fue excepcional, que nunca antes las aguas del Salado habían llegado con tanta furia. Lo que se hace más difícil de aceptar es que se haya hecho lo que se hizo, es decir, nada o casi nada.

La inundación no cayó sobre Santa Fe como un rayo sorpresivo en un cielo calmo. Basta mirar los archivos de los diarios y las declaraciones de funcionarios para aceptar que la tragedia fue anunciada y contó con una introducción, un desarrollo y un desenlace visible.

El domingo previo a la desgracia había elecciones nacionales. Consultado el entonces gobernador Reutemann sobre el posible resultado, respondió que su principal preocupación no eran los votos, sino la inundación. No mentía. El gobernador estaba preocupado en serio porque sabía que lo que se venía era grave. Lo que no se entiende es por qué esa preocupación no se expresó luego en medidas eficaces para evitar la tragedia o reducir al mínimo sus efectos. Y mucho menos se entiende que después haya dicho, a modo de justificación, que a él nadie le había avisado.

Reutemann no es un irresponsable o un sádico que disfruta con el dolor de las víctimas. Por el contrario, la inundación lo afectó seriamente y no creo que haya exagerado cuando dijo, tiempo después, que durante esos días pagó un costo en salud que nadie se lo va a poder devolver.

¿Qué pasó, entonces? Si la máxima autoridad política de la provincia sabía lo que se avecinaba y estaba interesada en controlar la situación, ¿por qué no lo hizo o por qué lo hizo mal? En política, las imputaciones personales no valen. Lo que importa en primer lugar son los hechos más que las intenciones. Si el gobernador sufre o se angustia, es una cuestión privada; si la ciudad se inunda, es una cuestión política.

El gobernador y sus ministros, ¿quisieron inundar la ciudad? La respuesta es de un realismo descarnado: no quisieron hacerlo, pero la ciudad se inundó lo mismo. La pregunta correcta, entonces, es si las autoridades hicieron lo correcto para evitar la inundación o, por el contrario, no supieron o no pudieron darle seguridad a Santa Fe.

Lo que sabemos al respecto es que el agua entró a la ciudad por el lugar que había quedado sin protección, y que el puente sobre el autopista se transformó en un formidable dique porque su luz representaba menos del diez por ciento del valle aluvial del Salado, un dato sobre el que, en su momento, los organismos técnicos habían advertido y acerca del cual, como se demostró, ningún funcionario hizo caso.

Pero no terminaron allí los errores. El gobernador, a través de un decreto, y el intendente, en declaraciones públicas, le dijeron a la población que no abandonase sus hogares. A los resultados de semejantes consejos los conocemos todos. Una vez más, se impone la pregunta clave: ¿qué pasó? ¿Cómo fue posible que los gobernantes se hayan equivocado tanto y que le hayan dicho a la población exactamente lo contrario de lo que iba a suceder?

Si descartamos la hipótesis de la mala fe o la irresponsabilidad -yo creo sinceramente que hay que descartarla-, no queda otra alternativa que esforzarse por entender por qué las cosas sucedieron de una manera y no de otra. Diría, en principio, que por el camino de las imputaciones personales no llegamos a nada, si previamente no se intenta comprender las condiciones políticas y sociales que hicieron posible que ante una crisis se cometan tantos dislates.

El gobernador es el jefe de un Estado, de una estructura de poder que él no ha creado pero de la que se vale para lograr sus objetivos como gobernante. Lo que diferencia a un buen gobernador de uno malo es que el primero trata de poner en condiciones el Estado para asegurar que su gestión sea lo más eficiente posible, mientras que el segundo recibe al Estado como se lo dieron y no hace nada o casi nada para reformarlo.

Reutemann no fracasa personalmente. Reutemann fracasa como estadista, como un gobernante capaz de tomar las decisiones que permitan salir con los menores costos posibles de la emergencia. Convengamos que la inundación nos sorprende con un Estado que ya funcionaba mal, con una burocracia ineficaz, carcomida por la corrupción, la designación de parientes y amigos en los puestos importantes y el clientelismo. Con ese panorama, a nadie le debe extrañar que haya ocurrido lo que pasó. Si a esto le sumamos la crisis de recursos de 2002 y 2003, que había paralizado las obras públicas, podemos empezar a entender por qué una cosa era saber que la inundación se venía y otra muy distinta era saber con qué recursos institucionales se contaba para enfrentarla.

Cuando las aguas invadieron los barrios del oeste de la ciudad, se inundaron las casas de los vecinos, pero lo que naufragó en ese instante fue el propio Estado. Lo que la inundación puso en evidencia fue la indigencia del Estado y la incapacidad del gobierno para reformarlo. A los vicios del Estado provincial no los inventó Reutemann; pero lo que Reutemann no fue capaz de inventar fue una fórmula que le permitiera mejorar la maquinaria estatal para que, cuando se presentasen situaciones de crisis, el poder público fuera capaz de estar a la altura de las circunstancias.

En los días inmediatos a la inundación, el Estado brilló por su ausencia; su deserción fue escandalosa. En esas condiciones, Reutemann hizo lo que sabe hacer: salir personalmente a ayudar como un vecino más. Su gesto seguramente fue muy meritorio en lo personal. Pero lo que ocurre es que la tarea política de Reutemann no era la de chapalear en el barro, sino la de gobernar la crisis, algo que evidentemente no supo hacer o que hizo mal.

Creo que cualquier gobernante que hubiera tenido que actuar en las condiciones planteadas en esos días de mayo de 2003 habría tenido las mismas dificultades. El reproche a Reutemann en ese sentido no debe poner tanto el acento en lo que hizo mal durante la crisis, como en señalarle lo que no hizo antes de que la inundación llegara.

La diferencia de esta inundación con otras es que el agua barrió no sólo los ranchos de las orillas, sino las casas de la clase media. Los reclamos, entonces, se hicieron más intensos y más caros. Un dirigente social muy conocido declaró, con toda franqueza, que los villeros después de la asistencia estaban viviendo mucho mejor que antes de la inundación. La que no pudo recuperarse fue la clase media o, por lo menos, no se pudo recuperar a la altura de sus expectativas.

Lo sorprendente es que, cuatro meses después, el oficialismo no sólo ganó las elecciones, sino que, además, se impuso las zonas más afectadas por la inundación. Es cierto que muchos no fueron a votar, pero esa actitud resultó muy funcional a los objetivos del oficialismo, ya que lograron canalizar el voto hacia la vía muerta de la abstención.

La pregunta hacia el futuro es si a los dos años de la inundación se ha aprendido algo. Yo no daría una respuesta terminante y me cuidaría mucho de caer en un optimismo ingenuo. Creo que algunos cambios hubo, pero estimo que las reformas más importantes en materia estatal no se han hecho. Hubo retoques, maquillajes, buenas intenciones, si se quiere, pero lo que importa sigue sin realizarse… Es más, creo que las causas estructurales que nos instalaron en medio de la crisis en una situación de exasperante indefensión siguen presentes.

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