Una crónica policial

Lo que distingue a las bandas es la voluntad de delinquir, la disputa salvaje por el botín y la delación. Las bandas políticas no son la excepción: roban, se pelean entre ellos y el que cae en desgracia delata a los otros. La banda que gobernó a la Argentina en la década del noventa no fue una excepción. Lo sucedido con María Julia Alsogaray es en ese sentido un clásico de la serie negra, la señora se cansó de estar sola entre rejas y dijo la verdad o, por lo menos, su verdad.

Los comprometidos por sus declaraciones ahora miran para otro lado, se hacen los distraídos o acusan de traición al delator o, en este caso, a la delatora. Ignoran, o simulan ignorar, que los supuestos códigos entre mafiosos existen cuando no son necesarios, existen sólo como retórica sentimental, porque cuando son necesarios, es decir, cuando lo que importa es respetarlos, los códigos desaparecen y lo que se impone es la delación y el ajuste de cuentas.

Sobre estos temas los escritores elaboraron cientos de novelas policiales y los directores de cine nos entretuvieron con hermosas películas. Detalles más, detalles menos, lo que ahora está ocurriendo con los sobresueldos se inspira en el mismo guión. El menemismo no sólo se parece a una crónica policial o, como le gustaría decir a Borges, a «una sórdida noticia policial», sino que sus comportamientos se ajustan al pie de la letra a los clásicos de la serie negra. Como para que nada le falte al condimento realista, un ex funcionario de Cavallo, uno de sus hombres de confianza, escribió una novela y se olvidó de aclarar que los personajes son ficticios y que cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.

Tampoco hubiera hecho falta esa advertencia, ya que todos los argentinos, o por lo menos todos los argentinos que se interesan por la cosa pública, sabemos que así como hubo una década infame y una década trágica, también hubo una década corrupta y el jefe, el responsable de ella se llamó Carlos Saúl Menem.

Si, como dice la Constitución, las cárceles sirven para educar a los detenidos, podríamos concluir que fue necesario que María Julia Alsogaray conozca el presidio para reconciliarse con la verdad, una exigencia que había olvidado hacía muchos años.

Para que la conclusión no sea tan tajante podríamos decir que no nos consta que en otros momentos María Julia haya mentido mucho o poco. Pero en el caso que nos ocupa tenemos la certeza de que está diciendo la verdad y que esa verdad nace de la reflexión, tal vez del resentimiento o probablemente de esa sensación de injusticia que se despierta cuando alguien paga solo, o sola, por un delito que cometieron entre muchos.

Se sabe que las bandas instituyen su propia legalidad interna. Con el paso del tiempo y el afianzamiento de la impunidad sus integrantes se acostumbran a esa legalidad y les parece que aquello que funciona para ellos también será reconocido por todos y que nadie nunca les reclamará que rindan cuenta de sus actos.

Al Capone estaba convencido de que era el dueño de Chicago y uno de los hombres más importantes de Estados Unidos. Atendía en el hotel más caro de la ciudad, auspiciaba espectáculos públicos, ayudaba a los pobres, subsidiaba escuelas y jueces, empresarios y políticos estaban a su servicio. De pronto, la cadena de la felicidad se rompió y el benefactor público se transformó en el jefe de la mafia, en el enemigo público número uno.

Sin embargo, nadie le pudo probar los asesinatos y la única causa que pudieron probarle fue la de evasión de impuestos. Se dirá que a diferencia del menemismo, Al Capone no fue elegido por el voto popular. Pues bien, la observación es importante no tanto por lo que pretende justificar, como por lo que pone en evidencia respecto de las responsabilidades de amplios sectores sociales en el sostenimiento de un régimen corrupto y ladrón.

La enseñanza que se desprende de las denuncias de María Julia Alsogaray no es el contenido de la denuncia en sí mismo, ya que lo que hizo la ex funcionaria fue decir, con la autoridad de un protagonista privilegiado, aquello que todos conocíamos o sospechábamos, lo que le otorga importancia a sus declaraciones es que la impunidad cuando funciona debe ser para todos, porque cuando esa regla se rompe y alguno de los integrantes de la banda cae, comienzan las delaciones. Algo parecido, recordemos, ocurrió con la causa del tráfico de armas y, a su manera, algo semejante le ocurrió al autor de la reciente novela que compromete a Cavallo y a toda la estructura de poder en el pago de los sobresueldos.

La otra enseñanza no es menos dramática. Investigar al gobierno de la «Comadreja de Anillaco» implica arribar a la melancólica conclusión de que todos y cada uno de sus actos estuvieron viciados por la corrupción. La suciedad menemista no respeta escalas, desde las gallinas del gallinero de Anillaco hasta los negocios multimillonarios con el tráfico de armas o con la IBM o con el contrabando de drogas, todo está teñido por la corrupción. Como le gustaba decir a Jacobo Timmerman, «el peronista es la única rara avis en la historia que, después de arreglar un negociado de un millón de dólares, antes de retirarse del despacho se roba un cenicero y, si puede, alguna birome».

Las generalizaciones son siempre injustas, pero tratándose del menemismo lo injusto sería exactamente lo inverso. El menemismo no inventó la corrupción en la Argentina, pero fue su máxima expresión. Nunca en la historia argentina un régimen hizo de la corrupción su razón exclusiva de ser. Desde Rivadavia en adelante, todos los gobiernos han estado salpicados por episodios corruptos, pero reducir al menemismo a una cuestión de «salpicado» es una ingenuidad o un acto de mala fe.

La corrupción menemista fue algo más que una anécdota, un error, un insignificante sarpullido en un organismo sano; la corrupción menemista constituyó su razón de ser, la naturaleza del sistema y en sus líneas generales fue funcional al orden económico y financiero que nos precipitó a la catástrofe.

Al peronismo no se lo puede reducir al menemismo, pero está claro que sólo dentro de la cultura peronista pudo fabricarse ese monstruo, del mismo que sólo la cultura peronista fue capaz de instalar en el sillón de Rivadavia a Lastiri, Isabel y López Rega.

Kirchner no es Menem, obviamente, pero a mí me gustaría saber qué hizo y dejó de hacer en los tiempos de Menem, y mucho más me gustaría saber sobre la historia de algunos de los furiosos menemistas de ayer convenientemente reciclados como rabiosos kirchneristas de hoy. Y, sobre todo, me gustaría saber, hasta dónde sobreviven en el interior del actual gobierno los fundamentos de aquella estructura corrupta montada por el menemismo.

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