Derecho y justicia

En una sociedad civilizada, los que condenan a los criminales son los jueces; los linchamientos populares son patrimonio de las tribus. A la barbarie de los nazis, los Aliados respondieron con tribunales, no con campos de concentración; a los secuestros y torturas de la dictadura militar, la democracia argentina respondió con juicios, no con más torturas o más muertes.

Los fallos de los jueces pueden discutirse, lo que no puede discutirse son sus atribuciones para dictarlos. Es verdad que la Justicia en la Argentina no está muy prestigiada. Pero también es verdad que es la única Justicia que tenemos y cualquier atajo o coartada que se pretenda realizar en este terreno concluye siempre en una regresión institucional o en la legitimación de injusticias mayores.

El más elemental manual de Derecho señala que los jueces deciden de acuerdo con la ley, no de acuerdo con el clamor popular. Los que diagramaron este tipo de procedimientos no lo hicieron porque odiaban al pueblo o querían legitimar las injusticias, sino por todo lo contrario. Una larga experiencia histórica ha dejado sus enseñanzas respecto de los beneficios de la justicia por mano propia, de los linchamientos populares o de otorgarle atribuciones al déspota para dictar condenas.

Teóricamente, todos estarían de acuerdo con estos principios. Los problemas se presentan cuando se sospecha que los jueces no son ni probos, ni justos, ni honrados. Nadie, en condiciones normales, quiere linchamientos. Pero, si los jueces no actúan o actúan mal, la sociedad retorna a la barbarie. Los ciudadanos creen en las instituciones hasta que dejan de ser creíbles. Durante años se supo de jueces corruptos, de jueces serviles al poder de turno y de jueces que invocaban la ley para asegurar privilegios; por lo tanto, a nadie le debe llamar la atención su desprestigio.

El desprestigio de los jueces alienta el mal humor social. Ningún ciudadano consultado individualmente estaría en contra de una Justicia que funcione. Cuando la gente sale a la calle -no importa que sea por Chabán o María Julia-, en realidad lo hacen porque no creen en los jueces y porque tienen sobrados motivos para sospechar que la ley es una cortina de humo que, en lugar de poner en evidencia al delito, lo oculta.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo conciliar los principios de una sociedad civilizada con los vicios visibles de un sistema? ¿Cómo obligarla a creer en una Justicia que se presenta como injusticia? A mi modesto criterio, los fallos que autorizaron la libertad de María Julia Alsogaray y Omar Chabán están de acuerdo con el Derecho y se fundan en principios garantistas que defiende la Constitución Nacional y toda una tradición jurídica liberal y progresista. Sin embargo, la gente sospecha que esas decisiones ponen en evidencia el carácter corrupto de una Justicia que castiga a los débiles y deja en libertad a los poderosos.

La indignación, el apasionamiento, la ira son sentimientos que dominan a los hombres. Un orden político los reconoce, pero no permite que sean estas pasiones las que dicten las leyes y establezcan los premios y castigos. El Derecho nace para poner límites a las pasiones primarias. El «ojo por ojo, diente por diente» fue en su momento un principio equitativo, hasta que los nuevos valores humanistas lo cuestionaron porque se consideró que arrancarle un ojo a quien me lo había arrancado no aseguraba la equidad ni alentaba el crecimiento moral, sino que nos hundía a los dos en el odio y moralmente terminaba confundiendo a la víctima con el verdugo.

Digamos que la sociedad está dispuesta a aceptar un orden jurídico moderno, pero exige, a cambio, que los titulares de ese orden estén a la altura de sus responsabilidades. La gente se equivoca cuando sale a la calle a cuestionar un fallo que garantiza la libertad de quien, hasta tanto se demuestre lo contrario, es inocente. Pero no se equivoca cuando sospecha que la Justicia en la Argentina está devaluada y sus integrantes han hecho todos los méritos imaginables para que esto ocurra.

Puede que los reclamos de la movilización sean injustos desde el punto de vista del Derecho. Sin embargo, no lo son en tanto observan un orden jurídico desprestigiado. Dicho con otras palabras: los manifestantes no encarnan la verdad absoluta, pero expresan un síntoma; y a ese síntoma hay que saber elaborarlo.

Es muy grave que la sociedad piense que los jueces sueltan a los asesinos, pero es mucho más grave que Chabán no pueda salir en libertad porque se tema por su seguridad. ¿Alguien se puso a pensar en el gravísimo precedente que se sienta al convalidar el principio de que un procesado está más seguro en la cárcel que en libertad?

A la hora de la reflexión, las simplificaciones brutales no son nunca aconsejables. No todos los jueces son corruptos, aunque tampoco todos los reclamos callejeros son injustos. Es bueno saber que las veces que los jueces fueron cuestionados no ha sido porque fallaron de acuerdo con el Derecho, sino por hacer todo lo contrario. Años de arbitrariedades, impunidad y prepotencia nos han colocado en esta situación.

La semana pasada decía en esta misma columna que los jueces no deben fallar atendiendo los humores populares. Sin embargo, eso no quiere decir que siempre deban fallar en contra de las expectativas de la sociedad. En otros tiempos, a los jueces se les decía «oidores», porque su tarea incluía la capacidad para «oír» la voz de la justicia. Una voz que no estaba totalmente en la norma ni totalmente en la calle y que sólo podía percibir quien sabía interpretar con sabiduría la letra de la ley y su relación con el caso concreto, que nunca terminaba de estar contenido por la ley.

A la aparente contradicción entre el rigor de la ley y el consenso un juez la resuelve con probidad intelectual y moral, la misma que exhibió Zaffaroni estos días advirtiendo al presidente que el poder político no debe interferir con la Justicia. Mucho menos cuando a esa interferencia la provocan razones electorales.

Una cosa es que la Justicia esté desprestigiada; una cosa es que un ciudadano tenga derecho a desconfiar de ella. No obstante, otra cosa es que el presidente de la Nación se ponga a la cabeza de los manifestantes, olvidando sus responsabilidades, olvidando que el principio de división de poderes es decisivo para asegurar una república democrática y olvidando que la mayoría de los ciudadanos no olvidamos que, cuando fue gobernador en Santa Cruz, dispuso de una Justicia dócil y servil.

La mejor contribución que Kirchner puede hacer a la democracia no es la de atribuirse el rol de Gran Hermano y valerse del poder para conquistar el corazón de muchedumbres doloridas, sino la de trabajar para asegurar que las instituciones funcionen. Haberlo propuesto a Eugenio Zaffaroni en la Corte fue, en ese sentido, un importante aporte a una Justicia más independiente y más proba.

A quienes suponían que iba a existir una Corte kirchnerista los hechos terminan de demostrarle su error. La Corte Suprema de Justicia que hoy funciona está en las antípodas intelectuales y morales de la Corte alcahueta y corrupta diseñada por el menemismo. Estos jueces no son mayoría automática ni están allí por sus simpatías con el oficialismo de turno.

Esta verdad se está abriendo paso en la conciencia de la sociedad e incluso la están aceptando algunos de aquellos que pusieron el grito en el cielo porque Zaffaroni, Argibay, Nolasco o Lorenzetti ingresaban a la Corte. Sería importante que el presidente de la Nación también se haga cargo de lo que él mismo en su momento se preocupó en forjar.

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