Consideraciones sobre Kirchner

El otro día, unos estudiantes me preguntaban si yo apoyaba o no a Kirchner. Planteaban que mis notas no eran coherentes y, así como un sábado parecía ser un kirchnerista militante, el siguiente parecía un opositor sistemático. ¿En qué quedamos, Alaniz? ¿Está o no está con el presidente?

Una respuesta de compromiso sería decir que apoyo la institución presidencial y, para seguir lavándome las manos, podría agregar que mi actitud hacia Kirchner es la de criticar lo negativo y adherir a lo positivo. En cualquiera de los casos, nada nuevo estaría diciendo porque estaría recurriendo a un artilugio retórico para eludir una respuesta más comprometida. Los lugares comunes no sólo se parecen al vacío, a la nada, sino que son los espacios preferidos de la mediocridad y los mediocres.

Por el contrario, creo que las preguntas sencillas suelen tener respuestas complejas y, además, a mí me interesa que las respuestas sean complejas, entre otras cosas porque la tarea del periodista es ayudar a pensar, esforzándose por presentar un hecho desde diferentes perspectivas. El análisis político no puede ni debe resignarse a la simplificación. Las acciones prácticas pueden estar motivadas por consignas simples, pero las reflexiones nunca son simples y lo deseable sería que toda consigna estuviera precedida por un profundo ejercicio reflexivo.

Evaluar una gestión presidencial no es tarea sencilla. Apoyar lo positivo o criticar lo negativo implica ponerse de acuerdo sobre los presupuestos valorativos que permiten juzgar. Esos presupuestos están siempre presentes, incluso en las personas que creen que no no tienen ninguno. La corriente de simpatía o antipatía que puede despertar un dirigente se funda en algo más que en una sonrisa o un gesto agradable; la confianza que genera un candidato va más allá de la impresión.

En cada uno de esos gestos que reconocemos espontáneamente hay valores incorporados, muchos de ellos, difusos, y en más de un caso, inconscientes. La tarea de una analista político sería la de tratar de hacer conscientes esas sensaciones y la de brindar algunos elementos reflexivos que ayuden a pensar o a tomar una decisión, que siempre será personal y no tiene por qué estar de acuerdo con la opinión del analista.

Apoyar o criticar a Kirchner, entonces, es una actitud que trasciende su persona. En mi caso, mi tabla de valores para manifestar mis adhesiones o rechazos gira alrededor de algunas preguntas. ¿Fortalece o no las instituciones republicanas? ¿Protege o censura las libertades públicas y civiles? ¿Qué pasos concretos da para mejorar la calidad de vida de la sociedad y, muy en particular, la de los más débiles y desprotegidos? ¿Qué piensa y qué hace con respecto a la generación de riquezas y su distribución equitativa? ¿Cómo se comporta como estadista: defiende el interés nacional, es un demagogo, manipula los sentimientos primarios de la gente?

En el plano más preciso de la gestión política, hay que interrogarse sobre las exigencias del poder y los límites que se le presentan a todo mandatario para modelar la realidad. La política no se hace sólo predicando principios, sino adivinado o imaginando atajos o caminos para lograr su realización. Pero, así como no hay política sin maniobras, es impensable cualquier reflexión sobre la la política sin atender los principios o valores que orientan a un dirigente.

Dicho esto, señalo que no lo voté a Kirchner, pero que estaba dispuesto a votarlo en la segunda vuelta, hasta que la fuga de la «Comadreja de Anillaco» me privó de la experiencia traumática de votar a un peronista. En política, las opiniones sobre una persona no valen mucho, pero alguna influencia tienen. Kirchner no me cae mal y, como le gustaba decir a Torcuato Di Tella, con un toque de sensualidad, tampoco me cae mal su mujer.

De Kirchner conozco sus antecedentes políticos temibles en Santa Cruz y sé que, como todo buen peronista, cree más en el poder que en los principios y que es más proclive a adular al electorado que a educarlo. No soy oficialista, pero tampoco me considero un enemigo de este gobierno. Para ser más claro: si Menem me daba vergüenza y De la Rúa, pena, Kirchner me inspira respeto, más allá de sus errores y desplantes.

Creo que el país está mejor que antes y creo que el horizonte inmediato está más o menos controlado. Alguien dirá que marchamos hacia el abismo, pero los que dicen eso ya se equivocaron hace un año y no hay motivos hasta el momento para suponer que no se van a seguir equivocando. Expresado con tono pesimista, diría que Kirchner no es lo peor que nos pudo pasar; tiemblo al imaginar lo que habría sido de nosotros si «la comadreja de Anillaco» hubiera llegado otra vez a la Casa Rosada.

Yo no sé si Kirchner está convencido de los valores de la democracia, pero lo que sé es que las libertades públicas existen y que cualquiera puede hablar en contra del presidente sin ser detenido. El otro día, un conocido me decía que el estado de derecho en la Argentina no existe. La conversación ocurría en los días en que Zaffaroni lo cuestionaba a Kirchner por sus palabras sobre la libertad de Chabán y se desarrollaba en el interior de una librería. Atendiendo a esas condiciones, me limité a recordarle las palabras de Zaffaroni y las diferencias intelectuales o morales con Nazareno, de quien jamás mi conocido había dicho una palabra. Luego le señalé las mesas de libros donde los títulos que se exhibían iban de Lenín a Hitler, del «Che» Guevara a Bucay, de Paulo Coelho a Borges. Consejo casero: una buena manera de apreciar los alcances de las libertades en una sociedad es mirar las revistas y los diarios en los kioscos y la variedad de ofertas en las librerías.

No sería honesto en mis apreciaciones si no dijera que todas estas disquisiciones nacen de un punto de partida: la aceptación del sistema democrático. Reconocer un espacio legal es como reconocer las leyes que regulan un juego. Los jugadores disponen de muchas alternativas y los resultados pueden ser diversos; pero para que el juego se desarrolle es necesario respetar sus reglas. Esta verdad elemental la saben un jugador de fútbol y un apostador. No obstante, pareciera que a los ciudadanos les cuesta bastante aceptarlas hasta sus últimas consecuencias.

Es verdad que la democracia es un sistema imperfecto pero, como le gustaba decir a Raymond Aron, la civilización es un hilo muy delgado y frágil para arriesgar un corte. En política, los saltos al vacío siempre han representado dolor para grandes sectores de la población.

Y la revolución, ¿acaso no es buena? Creo que fue Marx el que dijo que los hombres nunca se proponen realizar tareas superiores a sus fuerzas. No existe ni está planteado en términos reales ninguna tarea revolucionaria en la Argentina. No hay en el horizonte expectativas de este tipo y, si las hubiera, no habría razones para alegrase, ya que las revoluciones se han presentado como alternativa en sociedades hundidas en la opresión y sus desenlaces han provocado siempre la muerte y la angustia de millones de personas a cambio de un paraíso que nunca fue tal y que, en más de un caso, estuvo más cerca del infierno. Con sano sentido del humor, un conocido marxista decía que Marx no se atrevió a reconocer dos cosas en su vida: a su hijo ilegítimo y a la imposibilidad de las revoluciones.

Concluyo diciendo que en los tiempos que corren me resigno a ser un reformista, tarea mucho más difícil e incómoda que la del revolucionario, porque obliga a comprometerse con los rigores de la realidad, exige ensuciarse las manos en el barro de la historia, sin perder por ello no el deseo percudido y sospechoso de la utopía, sino el sentido de la esperanza, la esperanza como guía racional, como compromiso permanente por una sociedad más justa y más libre.

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