La declaración de la independencia de EEUU

El 4 de julio de 1776 Estados Unidos o las trece colonias, para ser más preciso, se declara independiente de Inglaterra, del rey Jorge III y del parlamento inglés sobre la base de un borrador redactado por los señores Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y John Adams. Los enfrentamientos militares contra las tropas del rey ya se venían realizando desde hacía un año, pero a partir de ese momento se habrán de intensificar hasta la batalla de Yorktown en octubre de 1781. En noviembre de 1782 concluye la guerra, en setiembre del año siguiente se firma la paz en Versalles y en setiembre de 1787 se aprueba la constitución.

En este recorrido de algo más de diez años no sólo que se concreta una formidable revolución política, sino que se sientan los fundamentos de lo que Hannah Arendt calificaría como la revolución más importante de la modernidad, en tanto se realiza afianzando los principios de la libertad, la soberanía popular y el imperio de la ley.

Hasta el día de hoy los académicos debaten si la llamada revolución norteamericana fue una guerra de independencia o una revolución. El debate trasciende lo académico en tanto la respuesta a este interrogante permite diferenciar los alcances de un movimiento emancipador supuestamente llevado a cabo por plantadores ricos y comerciantes millonarios o una movilización que al provocar la ruptura del pacto colonial sienta los principios de la libertad política cumpliendo con los dos momentos indispensables para que una revolución moderna merezca ese nombre, por lo menos para Arendt: afianzar la libertad y someter a los hombres al imperio de la ley y no al imperio del caudillo.

Más allá de las alternativas de este rico debate, que pone en juego cuestiones tales como los beneficios morales y políticos de una revolución o la diferencia existente entre revoluciones que abren espacio al mundo de la libertad o sientan los fundamentos del totalitarismo moderno, lo que merece destacarse es el carácter fundacional de un proceso emancipatorio en América que reivindica para sí los beneficios de la libertad y los controles al poder.

Lo sorprendente de la revolución norteamericana, lo que la transforma en objeto de estudio no sólo histórico sino político, es esta capacidad para transitar el tiempo militar y el tiempo político. A diferencia de otros procesos independentistas del futuro, en Estados Unidos la revolución elude la tentación de caer bajo la férula del caudillo cesarista o la dictadura restauradora. George Washington se transforma en el paradigma de un jefe revolucionario que asume su condición de estadista y rehuye la tentación de perpetuarse en el poder invocando sus prestigios militares. El gesto de no aceptar la segunda reelección y optar por el gobierno de las leyes en lugar del gobierno de los hombres es sin duda una decisión personal, pero esa decisión es también el producto de una cultura política que los hombres de la revolución, por lo menos sus principales líderes venían practicando desde hacía años, entre otras cosas, porque el clima social y cultural de las colonias era en general favorable a las libertades individuales, el federalismo los controles republicanos al poder y, motivo de gran discusión hasta hoy, la búsqueda de la felicidad.

Está claro que la revolución americana no cayó como un rayo en un cielo azul. Desde antes de 1776 los afanes independentistas rondaban en la imaginación de los principales jefes políticos de las colonias. Como suele ocurrir en estos casos, la revolución no sólo se realiza por la voluntad de quienes pretenden ser libres, sino también por la torpeza de los que deberían haberla evitado.

En realidad, Inglaterra había quedado muy mal parada luego de la derrota de la guerra de los Siete Años (1756-1763) contra Francia. El espíritu libertario está en los orígenes de las colonias, ya que los primeros colonizadores que llegan a América son perseguidos políticos y religiosos. Para mediados del siglo XVIII lo que en el futuro va a ser Estados Unidos cuenta con una población de cerca de dos millones de habitantes y un desarrollo económico y político que en su propia expansión está afirmando las bases de la futura autonomía política. Los virginianos o los bostonianos no se sienten ni vasallos ni súbditos, han aprendido a tomar decisiones por su propia cuenta y si bien aceptan el pacto de sumisión con el rey, no están dispuestos a reconocer las leyes sancionadas por un parlamento en el que no están representados.

Los ministros ingleses y los principales intelectuales políticos de Londres saben que no están lidiando con ciudadanos de segunda categoría sino con iguales. Edmund Burke, el lúcido político conservador, futuro enemigo jurado de la Revolución Francesa, va a aceptar la rebelión americana porque considera que se hace respetando las tradiciones y poniendo límites a la expansión absoluta del poder.

Después están los acontecimientos históricos. Inglaterra decide aumentar los impuestos, otorgarle a una empresa extranjera el negocio monopólico del té, exigir el impuesto a los sellos, dictar las leyes de acuartelamiento que incrementa la presencia de tropas reales en las inmediaciones de las principales ciudades.

Ya en 1765 los representantes de las colonias se reúnen para hacer conocer sus reclamos. En 1768 el rey clausura la asamblea y la resistencia promovida por más de noventa diputados sienta uno de los hitos de la lucha por la independencia. En 1770 la torpeza colonialista provoca nuevas muertes que el folclore popular calificará como «la masacre de Boston». En 1773 las «actas del té» sancionadas por la Corona movilizan en contra del rey a los sectores más poderosos de la economía colonial, al punto que en diciembre de ese año un grupo de activistas disfrazados de indios ingresan los barcos anclados en el puerto de Boston y arrojan la mercadería al mar, una decisión que provocará una respuesta durísima por parte de las autoridades británicas y el posterior cierre del puerto de Boston hasta que los comerciantes de las Compañía de Indias puedan resarcirse de los perjuicios sufridos.

A partir de las llamadas «Actas intolerables» el movimiento emancipador lima las diferencias entre moderados y radicales porque no hay margen para políticas que no incluyan la independencia. En 1776 se reúne nuevamente el Congreso de Filadelfia y allí se designa a George Washington general en jefe de las fuerzas patrióticas. Los enfrentamientos militares ya se venían realizando desde 1775 en batallas que ahora son nombres históricos: Lexington, Concorde, Bunker Hill. Más adelante ingresarán a la guerra a favor de las colonias Francia y España, una decisión que los ingleses no olvidarán y más adelante pagarán con la misma moneda cuando los movimientos emancipadores en América sean contra la corona española.

Las grandes batallas de Saratoga y Yorktown deciden la balanza a favor de los patriotas. Inglaterra que suponía que iba a vencer a los rebeldes sufre una de sus grandes derrotas. La Royal Navy será impotente y las tropas del rey no podrán hacer nada para poner límite a una movilización que es militar y popular al mismo tiempo.

Lo demás es historia conocida. La revolución americana sentará las bases de un nuevo principio de libertad y afirmará el valor de la igualdad, pero dejará pendiente para el futuro el tema de la esclavitud. La guerra civil que se evitó en los años de la independencia habrá de estallar un siglo más tarde entre el norte industrial y el sur esclavista, pero eso ya es otra historia.

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