Los problemas de la democracia

Los libros de teoría política enseñan que las elecciones son una excelente oportunidad para que los partidos seleccionen a los mejores candidatos en impecables comicios internos y éstos luego debatan civilizadamente con los candidatos rivales los problemas de la sociedad. Ciudadanos inteligentes, cultos y hasta con conciencia de clase escucharían con atención los argumentos de los candidatos en actos públicos, en donde los argumentos serían más importantes que las consignas; luego esos ciudadanos se tomarían algunos días para reflexionar sobre el gobierno que más le conviene a la nación y el día de las elecciones asistirían a la mesa que les corresponde para votar, sin esperar que alguna «combi» los pase a buscar y los estimule con un choripán y una cajita de vino.

La distancia entre lo que se describe y la realidad es tan grande, que se corre el riesgo de pecar de ingenuo, o algo peor: creer que los procesos electorales funcionan como los relatan los textos. Por el contrario, lo que la ominosa y descarnada realidad nos dice es que en las elecciones internas deciden los aparatos y que los candidatos propuestos no suelen ser los más inteligentes, sino los que han demostrado mayor capacidad para ganarse la simpatía del que manda o de los que mandan. La obsecuencia tiende a desplazar al talento y las sórdidas ambiciones a los ideales; los afiliados con ganas de hacer cosas terminan desertando de los partidos porque entienden que es imposible proponerse algún objetivo medianamente trascendente en estructuras de poder cerradas.

Lo que la realidad nos viene a confirmar es que en los debates públicos raramente se confrontan ideas. Atendiendo a lo que sucede en Santa Fe, el debate es pobrísimo, salvo cuando el que participa es, por ejemplo, nuestro célebre «filósofo de Guadalupe», cuya sabiduría política y exquisitez teórica en materia de ciencias sociales es por todos harto conocida.

De la disputa entre Cristina Kirchner y Chiche Duhalde -las dos candidatas mujeres, como se observará, han renunciado al uso de su propio apellido, lo que revela una extraordinaria conciencia femenina- se saben muchas cosas; se conoce los motivos por los que pelean, las ambiciones que circulan en su entorno; pero lo que brilla por su ausencia son las ideas políticas. La elemental pregunta ¿por qué quieren ser senadoras? no tendría respuesta inmediata, salvo la que se desprende de la misma obviedad de la política, en tanto ambas quieren ser senadoras por razones de poder o, para ser más explícito, por las estrategias de poder diseñadas por sus maridos.

Inútil rastrear en los discursos y las declaraciones alguna promesa, aunque más no sea para poner punto final a ese monumento a la corrupción y la insensibilidad, a ese nido de mafiosos y hampones que es el poder en la provincia de Buenos Aires. Se presume que Cristina puede ser más progresista que Chiche, pero eso sólo se presume, ya que no hay datos ciertos que permitan certificar el presunto progresismo de quien recurre a los mismos métodos de su rival para hacerse del poder.

Lo que es verdad es que Cristina es más joven y más linda, y es la esposa del presidente, mientras que Chiche es sólo la esposa de un ex presidente. La ventaja de Cristina sobre Chiche proviene de la imagen y de la mayor acumulación de poder. Si esto es así, y la imagen decide, no hay por qué molestarse porque Moria Casán sea candidata, Palito Ortega haya sido el gobernador de Tucumán o Carlos Reutemann sea el líder del peronismo santafesino.

Si los políticos renuncian a elaborar ideas y a ejercer la inteligencia, no nos debe asombrar que los personajes de la farándula ocupen el centro del escenario, ya que si no hay motivos para estudiar o prepararse para dirigir el Estado, lo que importa es la fama o la habilidad para bailar desnuda o manejar un auto.

Es más o menos fácil criticar el actual sistema político, ya que sus limitaciones y sus vicios están a la vista. Más complicado es proponer algo superador. Con sus problemas y sus degradaciones parecería que la democracia sigue siendo el único sistema con cierta capacidad para regular la convivencia social. Los atajos y coartadas históricas que pretendieron suplantarla demostraron ser peores. ¿Significa esto resignarse? Para nada, pero como le gustaba decir a Gramsci, el optimismo de la voluntad no puede disimular el pesimismo de la inteligencia.

Los vicios de la democracia argentina son muy evidentes como para disimularlos, pero mucho más complicado que detectar estos vicios es proponerse cambiar. La gran promesa de la democracia es su capacidad para aceptar reformas. ¿Qué pasa cuando estas reformas son cada vez más difíciles de realizar? En Alemania de la década del veinte del siglo pasado, el resultado fue Hitler; en Italia, fue Mussolini; en la Argentina de 1975 fue la dictadura militar. Se dirá que hoy nadie quiere eso, pero la experiencia enseña que cuando un sistema agota sus promesas, la propia sociedad pide el cambio, por más que ese cambio signifique apresurar el suicidio.

Si a los ciudadanos se los consultara individualmente, todos se manifestarían a favor de una sociedad más justa, con más igualdad de oportunidades, más segura y, al mismo tiempo, más libre. Sin embargo los resultados prácticos poco y nada tienen que ver con estas preferencias mayoritarias. Para entender esta flagrante contradicción hay que hacerse cargo de que a la política no hay que entenderla sólo como el lugar en donde los protagonistas disputan ideales, sino como el territorio en donde lo que se disputa es el poder. Ignorar o subestimar la cuestión del poder, su lógica implacable, es desconocer el abc de la política.

La otra variante a estudiar, cuando se analizan las deudas de la democracia, es la responsabilidad de los votantes. Alguien decía que la democracia como sistema nos coloca ante la alternativa de hierro de hacernos cargo de que los responsables de los males que sufrimos somos nosotros mismos. Las corruptelas del sistema político, las ambiciones bastardas de los dirigentes no son ajenas a una sociedad que de alguna manera tolera y consiente las prácticas del poder que los transforma a ellos mismos en víctimas.

Se dice que hay una responsabilidad de los dirigentes en degradar la conciencia de los ciudadanos. El clientelismo, la compra de votos, es una de las estrategias que apuntan a capturar el voto con los recursos del poder, pero la compra de votos instala una contradicción en la democracia. El propio Alberdi advertía sobre los riesgos de otorgarle el voto a los pobres porque, decía, «el pobre no vota, se vende». Hoy esta afirmación sería insostenible: el sufragio universal es una conquista de la humanidad, pero el conflicto se plantea cuando el sufragio universal se degrada con la compra de votos.

¿Cómo resolver este dilema? ¿Volver al voto calificado? Imposible ¿Esperar que la evolución vaya mejorando las conciencias? Es una ingenuidad, ya que la historia no es la historia de la evolución de las sociedades, sino la historia de sus recorridos sinuosos, contradictorios y a veces regresivos. ¿Confiar en la bondad de las instituciones? Difícil de creer en algo que no creen los principales responsables de protegerlas. ¿Creer en el pueblo? Es lo último que se me ocurriría, entre otras cosas porque no me gusta creer en abstracciones o en la sabiduría de los que se ahogan y después votan a los que contribuyeron a llenarles las casas de agua.

Es verdad que hoy no se puede hacer política desconociendo las reglas de juego de un sistema despiadado que funciona reclamando más y más poder para realizarse. Como se podrá apreciar, no hay salidas fáciles. En la vida privada como en la política siempre es importante saber dónde estamos parados y cuáles son las dificultades que debemos afrontar. Es más sencillo y más reconfortante elevarse al universo rosa de las buenas intenciones, pero, como diría Napoleón, las únicas batallas que se ganan huyendo son con las mujeres.

La otra posibilidad es apostar al cinismo, hacer lo mismo que hacen los más inescrupulosos con la esperanza secreta de cambiar luego. Los que probaron ese camino descubrieron de pronto que el recorrido les gustaba más de lo que ellos esperaban. Y sin embargo hay que ensuciarse las manos sabiendo, como diría Tocqueville, que el partido de las personas honestas no existe, pero en todos los partidos hay gente honesta.

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