La clave es el Estado

Cinco días les bastaron a los ingleses para dar con la identidad de los terroristas; quince años no le alcanzan a la Justicia argentina para saber quiénes dinamitaron la embajada de Israel o destrozaron la AMIA. Los contrastes son evidentes y expresan diferencias que incluyen mejores condiciones para generar y distribuir riquezas, aunque también para asegurar el funcionamiento correcto del Estado.

Inglaterra no es el paraíso; es simplemente una sociedad que funciona con un mínimo de racionalidad y atendiendo a determinados criterios que han demostrado ser eficaces para asegurar la convivencia social. Para que sus servicios de inteligencia hayan logrado descubrir quiénes son los asesinos fue necesario un sistema que se preocupara por asegurar en determinados puestos del Estado la permanencia de un personal medianamente eficiente.

Estas verdades elementales en la Argentina no prosperan. Si se les hubiera encargado a los servicios de inteligencia de la Argentina que investigasen lo sucedido en Londres, lo que más probablemente habría ocurrido es lo siguiente: algunos habrían sido sobornados por los terroristas; a otros, se les habría ocurrido pensar que las bombas fueron colocadas por activistas judíos y, en lugar de investigar a las células integristas que funcionan en algunas mezquitas, se habrían dedicado a organizar redadas en las sinagogas; los más decididos se habrían dedicado a la investigación, pero, absortos en esta tarea, se habrían olvidado de proteger las pruebas.

¿Exageraciones? Para nada. Esto es más o menos lo que ocurrió en la Argentina con los dos atentados terroristas protagonizados por el integrismo de signo musulmán. Pero el problema de la Argentina, lamentablemente, no se reduce a la naturaleza inservible de nuestros servicios de inteligencia. Para plantear el problema en su verdadera dimensión, lo que habría que decir es que la ineficacia de los servicios de inteligencia es un resultado de nuestra ineficacia para organizar el Estado.

La semana pasada, los santafesinos descubrimos que los protagonistas de uno de los casos de corrupción más escandalosa en la provincia fueron declarados libres de culpa y cargo, no porque así lo haya determinado la Justicia en un juicio normal, sino porque prescribió la causa. Consultados algunos jueces, dijeron que habían procedido de acuerdo con el Derecho, pero ninguna de esas argumentaciones más o menos leguleyas logró disimular la sensación de que la Justicia parece ser funcional a la corrupción o se manifiesta como una coartada para asegurar la libertad de los delincuentes.

Todas estas interpretaciones serían arbitrarias si no existiera la sospecha y, en muchos casos, la certeza, de que algunas de las máximas autoridades judiciales de la provincia han sido elegidas no atendiendo a su idoneidad, sino a sus compromisos de sangre o de negocios con el gobierno de turno.

Si en la provincia de Santa Fe, por ejemplo, los organismos de control estuvieran constituidos, tal como lo reclama la cultura republicana, por funcionarios probos e independientes, no habría lugar a las sospechas. Sin embargo, como lo que ocurre es exactamente lo contrario, la ciudadanía tiene derecho a desconfiar.

Todos los problemas que sufren la Argentina o nuestra provincia -para no irnos tan lejos- tienen que ver con el mal funcionamiento del Estado. La educación, la salud, la seguridad, la promoción social, las reglas de juego en el campo empresario funcionan mal porque estas instituciones públicas han sido asaltadas por la corrupción, el clientelismo y la politiquería, en sus peores variantes.

Los bajos niveles de eficacia del Estado obedecen a varias causas y, si bien en un plano más general, la explicación tiene que ver con el modelo de desarrollo capitalista de la Argentina, para no irnos a escalas tan abstractas habría que decir que una sociedad decidida a cumplir con las reglas mínimas podría arribar a resultados mucho más satisfactorios.

Para ello, claro está, habría que vencer muchas dificultades, entre otras, una tradición extendida como cultura nacional que ha educado a generaciones de argentinos en la idea de que el Estado es un botín del partido ganador y su existencia se justifica para acomodar a parientes y amigos.

Si los ciudadanos quisieran evaluar a un gobierno en lo que importa y no en los detalles, debería prestar atención a lo que hacen esos gobernantes en materia estatal. ¿Seleccionan al personal más idóneo para las funciones públicas o designan a punteros y parientes? ¿Afianzan a las instituciones, promoviendo para el ingreso a la administración concursos que premien la capacidad o, por el contrario, alientan la cultura del «dedo»? ¿Fortalecen a los organismos de control o los debilitan para que sean funcionales a sus objetivos? ¿Destinan recursos para las áreas sociales y aseguran que los mismos lleguen a buen término? ¿O se valen de dichos recursos para asegurar su reelección o su permanencia en el poder?

Podemos seguir enumerando condiciones, pero con las señaladas alcanza para determinar qué pasa con un gobierno y cuáles deben ser los criterios para juzgarlo. Esta semana, sin ir más lejos, el ex gobernador Reutemann debería haber dado explicaciones acerca de una investigación que se está haciendo sobre licitaciones y destinos de fondos públicos ocurridos durante su gobierno. La única explicación que dio hasta el momento fue una grosería. Sin embargo, su fastidio podría justificarse si, al mismo tiempo, no existiera la sospecha de que el gobierno del «filósofo de Guadalupe» fue el que con más impunidad se dedicó a acomodar parientes y amigos en las esferas del poder.

Para justificarlo, se podría decir, por ejemplo, que John Kennedy nombró a su hermano Robert en la Secretaría de Justicia o que Roosevelt designó a jueces de su confianza en la Corte. Para que el ejemplo sea justo hay que hacerse cargo de todas sus consecuencias. Si en Santa Fe se pudiera demostrar que las designaciones fueron equivalentes a lo que fue la de Robert Kennedy, o si se pudiese probar que los jueces que designó Roosevelt en la Corte son parecidos en su estatura moral e intelectual a los que se designaron en Santa Fe, todo estaría claro. Pero no hace falta ser un perspicaz observador para darse cuenta de que los jueces de Roosevelt no son los jueces de Santa Fe, y los hermanos de Kennedy no son ni los hermanos ni los sobrinos del célebre «filósofo de Guadalupe».

Digamos, por lo tanto, que el problema no es la designación de un pariente en el poder, sino la designación de un pariente inútil, lo cual agrava la cosa por partida doble, ya que, a la violación del principio republicano, se suma la violación a los mínimos principios de eficiencia.

Alguien dirá que estos episodios son anecdóticos, que lo importante pasa por otro lado. Pues bien, yo creo que estos episodios son fundamentales para juzgar a un gobierno, en tanto sigo creyendo que a los gobiernos se los juzga no por lo que dicen, sino por lo que hacen con las instituciones que los ciudadanos les confían.

Interrogarse respecto de lo que piensan hacer con el Estado sería un buen punto de partida para entender las diferencias existentes entre doña Kirchner y doña Duhalde. En provincia de Buenos Aires, nada es más importante que una reforma del Estado, porque es allí donde todas las prácticas mafiosas han encontrado a la institución y al funcionario que las ampare. ¿Qué piensan hacer estas mujeres con la maldita policía? ¿Con qué política van a reorientar los planes de ayuda social? ¿Cómo van a lograr que la educación asegure la verdadera igualdad de oportunidades? ¿Cómo van a proteger la salud de los vecinos? Kirchner lo acusa a Duhalde de mafioso y Duhalde lo acusa a Kirchner de haber hecho lo mismo en Santa Cruz. Lo más patético de este duelo es que los duelistas tienen razón en sus respectivas imputaciones, pero lo más grave de todo es que, en su afán de negar la identidad peronista, los contendientes no hacen otra cosa que asegurar esa identidad peronista.

Esto, ¿quiere decir que los peronistas son mafiosos, ladrones o fascistas? Lejos de mí pensar semejante cosa; lo que digo, modestamente, es que no todos los peronistas son mafiosos, pero los mafiosos, antisemitas y fascistas están cómodos en el peronismo. ¿O alguien imagina a Patti o a Rico militando en otro lugar que no sea el peronismo?

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