Miller: ¿Protección a las fuentes o protección a Cheney?

La periodista Judith Miller está detenida por haberse negado a revelar las fuentes sobre un artículo periodístico que no escribió. No terminan allí los contrastes y las paradojas. Miller trabaja en The New York Times, un diario calificado históricamente como liberal y opositor a la guerra en Irak, pero sus notas han sido favorables a la intervención militar o, para ser más preciso, ha escrito notas que confirmaban la presencia de armas de destrucción masiva en Irak, tal como lo anunciaba Bush para legitimar su intervención, proclama que, como es sabido, no sólo nunca se terminó de probar, sino que ya se admite de hecho que se mintió.

Contra lo que se puede esperar de una periodista detenida por defender la libertad de prensa frente a los arrebatos del poder, Miller está acusada por algunos de sus colegas de ser precisamente la vocera del Pentágono y del vice presidente de Bush, Dick Cheney, y de haberse prestado al «lavado de información», tarea consistente en presentar como fuentes confiables lo que han sido informaciones proporcionadas por el gobierno, que luego el mismo gobierno usó para justificar la invasión a Irak. Dicho con otras palabras: Judith Miller al negarse a revelar las fuentes, en realidad a lo que se está negando es a revelar que sus fuentes se llaman Dick Cheney, el Pentágono y Ahmad Challabi, el exiliado irakí títere de Bush.

De todos modos, ante la opinión pública internacional, el hecho fue presentado como un atropello más contra la prensa libre en un país que en algún momento aparecía como el campeón de estas libertades. Para todos, Judith Miller es una víctima del poder, sin que se sepa con certeza que la presunta víctima fue desde siempre una periodista del poder y, muy en particular, del poder republicano.

Lo que esta noticia viene a dilucidar es que las grandes banderas de la libertad deben ser cotejadas en su contexto histórico. Sin duda, el derecho de los periodistas a proteger la identidad de sus fuentes es una conquista democrática que merece ser defendida en todo momento y lugar, pero una investigación más detallada del acontecimiento obliga a instalar algunas mediaciones que habiliten un conocimiento más fidedigno de lo sucedido.

Los jueces que han intervenido en este caso no son los jueces de la servilleta de los tiempos de Menem y no se parecen a ciertos jueces santafesinos designados por su relación de parentesco con el gobierno de turno. En el caso del juez Thomas Hogan, su trayectoria intelectual y profesional lo libera de toda sospecha, pero además es necesario destacar que en los Estados Unidos la protección de las fuentes no está legislada en el orden nacional, por lo que la Justicia en este caso está actuando conforme a derecho. A este dato, hay que agregarle que no está sancionando a una periodista enfrentada al gobierno, sino a quien ha sido y es una vocera de Bush.

Habría que cotejar estos hechos con más precisión, pero no sería arbitrario postular en principio que el episodio tiene más que ver con la verdadera independencia de los poderes en un sistema republicano, que con un atropello a la libertad de prensa. ¿Por qué pues es llamada a declarar Miller? Por ser considerada una experta en temas de Irak y por disponer de fuentes que se consideran importantes para saber la verdad.

¿Cómo ocurrieron los hechos? En 1990, el gobierno de los Estados Unidos lo contrató a Joseph Wilson, un ex diplomático más o menos relacionado con la CIA, para que investigara si desde Nigeria se vendía uranio a Irak. Después de una detallada investigación, Wilson informó que no hay venta de uranio de Nigeria a Irak. Allí terminó el primer capítulo de este culebrón. Años después, en el 2002, el gobierno de Tony Blair publicó un informe citando a Wilson y diciendo exactamente lo contrario. En enero del 2003, Bush hace exactamente lo mismo pero invocando la fuente inglesa. El 20 de marzo de ese año comienza la invasión a Irak.

Wilson, al enterarse de lo que se estaba haciendo con su informe, escribía el 20 de julio de ese año en The New York Times una nota titulada «Lo que yo no encontré en África,» en donde ponía en evidencia que se estaban falseando sus informaciones. La nota de Wilson irritó a la Casa Blanca y una semana más tarde, el periodista conservador Robert Novak escribió en el The Washington Post un artículo en el que, entre otras cosas, decía que la esposa de Wilson, Valeria Plane, era una agente de la CIA y que la conducta de Wilson estaba condicionada por su mujer.

Dos o tres consideraciones antes de seguir avanzando: según una ley aprobada por el Congreso, Intelligence Identities Protection Act, aprobada por el Congreso después de que en 1974 un agente de la CIA, Richard Welch, fuera ametrallado en Atenas porque su nombre había adquirido estado público en un artículo de la revista Conter Spy, toda información que denuncie a un agente del Estado, habilita la intervención judicial.

La segunda consideración es un interrogante, ¿por que está detenida Miller y el autor de la nota, Novak, sigue en libertad? El otro dato que hay que tener en cuenta para armar el rompecabezas, es que desde hace unos años la CIA está enfrentada con el Pentágono, un conflicto que no es ideológico pero que incide en la vida institucional porque lo que está en disputa son importantes franjas de poder.

Por último, habría que preguntarse si el derecho a la protección de las fuentes es absoluto. La periodista Rosa Brooks del The Angeles Time sostiene que «si un periodista se da cuenta de que un agente de la Administración le mintió sobre un asunto crucial, o quiso utilizar el medio para castigar a un disidente debería denunciar la mentira y divulgar la fuente, pese a una promesa anterior de confidencialidad».

En la misma dirección se pronuncia uno de los jueces cuando dice: «Los médicos no tienen absoluta confidencialidad con sus pacientes, ni los abogados con sus clientes; ¿por qué los periodistas deben tener esa protección con sus fuentes? Ustedes esperan más libertad que las demás profesiones y no necesitan de esa absoluta libertad para realizar su trabajo».

Con todo, The New York Times protegió a su periodista y respetó su decisión. No obstante, importa saber que en 2004 este diario publicó una editorial autocrítica por su información deficiente sobre los acontecimientos en Irak. Concretamente, la editorial se refirió a doce artículos que merecían ser criticados, y lo sorprendente es que de esos doce artículos, diez habían sido escritos por Judith Miller.

Es más, en el mundillo del periodismo, se estima que Miller protagoniza este espectáculo para distraer a la opinión pública porque después de lo sucedido con The New York Times su imagen ha quedado bastante deteriorada. Que nadie crea que la vida de Miller corre peligro o que está encarcelada en una mazmorra o que es algo así como la versión femenina de «El conde de Montecristo».

Habrá que seguir los acontecimientos con atención, pero en principio importa informarse con la mayor precisión posible, rehuyendo la tentación de adherir a visiones simplificadoras o a reglas generales que no resisten la confrontación con el marco histórico concreto.

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