El maestro y la crisis educativa

Dime lo que gana un maestro y te diré qué gobierno tenemos». Miguel de Unamuno

Lo he dicho otras veces y lo seguiré diciendo, incluso con indisimulable orgullo: soy hijo y nieto de maestros; nací en una escuela, me eduqué en una escuela, yo mismo soy maestro y mis hijos ejercen la docencia o se preparan para ejercerla. Algunos están orgullosos de sus padres profesionales, comerciantes o trabajadores; mi orgullo, mi honra se relaciona con la educación, con los saberes, con aquello que un religioso que respeté y quise mucho, el padre Leyendecker, calificó como la pastoral de la inteligencia.

Nacer en un hogar de maestros implica un privilegio y una responsabilidad: el privilegio de estar en contacto con la cultura, y en algunos casos con la alta cultura, y la responsabilidad de velar por la educación en un mundo y en una sociedad que confunde educación con éxito y virtud con cinismo.

Mi relación con el magisterio es algo más que una relación formal; en mi caso, la escuela es un componente de mi biografía, y si alguna vez he estado orgulloso por vivir en un país que realizó la proeza de educar al soberano, hoy no puedo menos que manifestar mi preocupación y mi fastidio al contemplar las ruinas de un sistema educativo que parece hacer agua por los cuatro costados ante la impotencia y la indiferencia de funcionarios y políticos, pero también de ciudadanos que de la boca para afuera aceptan que la educación es la llave que abre las puertas al desarrollo, la integración y la paz, pero hacen poco y nada por otorgarle a la educación y a sus actores fundamentales la dignidad que se merecen.

El maestro, el principal protagonista del sistema educativo, gana un sueldo miserable, no tiene esperanzas de mejorarlo a lo largo de toda la carrera y, lo más grave de todo, su autoridad, está cada vez más reducida y en algunos casos directamente no existe. Las causas de la decadencia son numerosas, pero en algunas vale la pena detenerse. El común de la gente cree que el trabajo del maestro es liviano y que dispone de privilegios tales como las vacaciones de invierno y verano, los feriados, los fines de semana y otros beneficios por el estilo.

Lo que estos observadores no reconocen, o no quieren reconocer, es el extraordinario esfuerzo que significa estar al frente de un grado, la enorme responsabilidad que representa instruir y educar a treinta chicos, enseñarles a leer y a escribir, a actuar en sociedad, a convivir con otros chicos, a aprender a desenvolverse sin la presencia sobreprotectora de los padres; en definitiva, a empezar a ser ciudadanos.

Una maestra después de quince o veinte años al frente de un grado tiene problemas de garganta, postración nerviosa, dificultades respiratorias y esto es la consecuencia de un trabajo que es extraordinariamente exigente y delicado y que nunca se termina de reconocer.

A estos problemas se le suma la alarmante pérdida de autoridad del maestro y, ya que estamos, del profesor de enseñanza media. El justificado rechazo al autoritarismo ha dado lugar a una suerte de permisividad que transforma a la educación en una suerte de juego trivial en el que pareciera que el único que no tiene nada que decir es el maestro.

No se trata de retornar a los castigos físicos, pero no hay educación sin maestro y no hay maestro sin autoridad, autoridad para abrir horizontes, alentar expectativas, enseñar a vivir en sociedad, insistir en que estudiar es una exigencia y que la educación vale porque nos arranca del estadio primitivo e instintivo para colocarnos en el campo de la reflexión y la inteligencia. Y este recorrido, qué duda cabe, implica un esfuerzo, un compromiso con el saber que se inicia de la mano del maestro.

La palabra «maestro» alude a un guía, a un orientador, a alguien que forma discípulos, y todos estos logros no se pueden hacer con un maestro despojado de autoridad, con concepciones pedagógicas que plantean que el chico es el depósito de una suma de virtudes a los que el maestro debe subordinarse o someterse porque esa suerte de «buen salvaje» es un portador de virtudes que no pueden ser cuestionadas por el maestro.

Se ha llegado a decir que es el maestro el que debe aprender del chico o del estudiante y no a la inversa. La frase suena linda, tiene un encantador aroma libertario, pero todo se agota en el aroma porque si así fuera, ¿para que está el maestro? Para plantear las cosas de otros modo: un maestro así concebido muy bien podría ser reemplazado por una computadora o un grabador, archivando en el rincón de los trastos viejos la función esencial de tutelar, corregir, enseñar y formar a los alumnos.

Por el contrario, como lo que se impone son estas concepciones revestidas de una supuesta modernidad, los resultados que se obtienen son más que elocuentes: los chicos terminan séptimo grado y un alto porcentaje apenas sabe leer y escribir, mientras que los adolescentes concluyen el secundario y no saben si Borges fue un escritor o es el wing izquierdo de Chacarita Juniors.

Exageraciones al margen, los resultados son pobres y son pobres porque son pobres las exigencias, pobre la formación que se le exige al maestro y pobre el comportamiento de los padres más inclinados a sobreproteger al hijo que a participar del proceso educativo.

Insisto, no se trata de volver a los tiempos «de la letra con sangre entra», pero aceptemos que la reacción justificada contra el autoritarismo ha provocado un exceso hacia el otro extremo. Si a esto le sumamos la crisis económica, la fragmentación y la exclusión social, la tendencia contemporánea a disfrutar más de la televisión o de un video game que de un libro, los resultados que tenemos a la vista no deberían sorprendernos.

Hace unos dos mil años, Séneca dijo que los estudiantes saben lo que es un ángulo recto, pero no saben lo que es la rectitud. Hace unos dos mil años un filósofo planteaba con increíble lucidez la diferencia entre la instrucción y la educación. Instruido, para Séneca es el que sabe lo que es el ángulo recto; educado es el que sabe lo que es la rectitud moral.

La instrucción se puede adquirir por correspondencia, la rectitud moral la debe enseñar un maestro, y la debe enseñar con palabras, con ejemplos, con estímulos y, aunque a algunos no les guste, también con castigos, no físicos claro está, pero sí con sanciones que permitan distinguir el bien del mal, el esfuerzo de la pereza, la virtud del vicio; después habrá tiempo para ocuparse de los que a pesar de sus esfuerzos obtienen malos resultados, pero el problema en la Argentina es que por vía directa o indirecta, consciente o inconsciente se alienta el arribismo, la idea de que la educación es un adorno y que da lo mismo estudiar que no estudiar, saber que no saber; total, vivimos en una sociedad que respeta más a un jugador de fútbol que a un maestro y en donde es más importante parecerse a Moria Casán que a Marta Pelloni, o a Tinelli que a Favaloro.

No hay proceso educativo sin maestros y, tampoco, sin una comunidad que los acompañe. Si los padres no mueven un dedo por la educación de sus hijos, si los padres creen que los templos del saber son las canchas de fútbol o los boliches al estilo Cromagnon, todos los esfuerzos que se hagan van a ser vanos.

Es cierto que hoy todo se complica por la desocupación y la pobreza, pero no usemos estas lacras como coartadas para justificar lo injustificable. La crisis educativa afecta a toda la sociedad y donde más se nota es entre los hijos de las familias medianamente integradas. Los desastres en los exámenes de ingreso a la universidad no se explican por la pobreza, ya que a la universidad no acceden los hijos de las villas miserias; los desastres se explican porque el sistema educativo está al borde de la hecatombe y la responsabilidad lamentablemente no la tienen uno o dos políticos y funcionarios.

El tema es complejo y no se agota en un artículo, pero yo diría que un buen punto de partida sería empezar por reivindicar en plenitud la figura del maestro, colocar en un primer plano esa imagen mítica de la maestra cariñosa y exigente, severa y maternal, culta y justa. Respetemos al maestro pagándole mejores sueldos, estimulándolo en su misión educativa, exaltándolo a los ojos de nuestros hijos, defendiéndolo ante los ataques de necios y falsarios; respetemos y amemos a nuestros maestros y todo lo demás nos será dado por añadidura.

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