¿Hay que ir a votar el domingo? La ley dice que sí, pero no siempre lo que dice la ley coincide con los sentimientos de las personas. En estas elecciones se eligen los candidatos que los partidos políticos van a presentar para los comicios de octubre. La elección es obligatoria, pero lo que está en discusión no es la disposición legal, sino si votar el domingo en Santa Fe significa algo.
Tradicionalmente las elecciones internas eran competencia de los partidos y los que decidían eran sus afiliados y nadie más. La reforma electoral santafesina ha establecido un sistema de elección abierta y simultánea con un agregado controvertido: el voto obligatorio. Lo que supuestamente se quiso hacer con esta ley es reducir la influencia de los aparatos partidarios que controlan los padrones de afiliados, incorporando a la elección interna al ciudadano no afiliado o no controlado por estos aparatos.
Las intenciones pueden haber sido buenas pero no sé si los resultados lo van a ser. En principio los aparatos partidarios siguen existiendo y no hay razones para creer que con este sistema algunos de estos aparatos vayan a verse neutralizados por un aluvión de votos independientes decididos a votar un candidato bueno pero poco conocido.
La fantasía de que en algún momento va a aparecer un candidato virtuoso salido desde las entrañas de la sociedad, algo así como un Mesías laico que nos va a hacer felices a todos, no es más que una fantasía y en algunos casos una fantasía peligrosa, ya que deja a las sociedades expectantes por la llegada de un salvador.
Un sistema político deteriorado no resuelve sus problemas incrementando las exigencias. Es como si a un estudiante desencantado con la carrera que eligió se le exigiera cursar más materias para recuperar la vocación perdida, o como si a una esposa cansada de trabajar de ama de casa se le propusiera como terapia lavar más platos y lustrar más pisos.
Pues bien, mi sensación con estas internas es que se somete a una ciudadanía desencantada de la política a exigencias que no hacen otra cosa que desencantarla aún más de la política. ¿Esto quiere decir que hay que renunciar a la política, a las elecciones, a la democracia en definitiva? Nada de eso; a lo que hay que renunciar es las soluciones mágicas o leguleyas.
No hay medicación correcta si antes no existe un diagnóstico correcto. Si esta verdad elemental vale para la medicina también puede valer para la política. El desencanto por la política no se resuelve votando más o votando todos los días, sino interrogándose a fondo por las causas de ese desencanto, por los motivos que han dado lugar a que la sociedad crea que votar no resuelve nada porque legitima a los injustos en el ejercicio del poder.
De lo que se trata es de indagar acerca de la distancia existente entre gobernados y gobernantes o entre clase dirigente y sociedad. Es verdad que en las sociedades modernas la política tiende a distanciarse de la sociedad, pero una cosa es la distancia propia de toda democracia representativa y otra, muy distinta, es el abismo. Una cosa es que el padre mantenga cierta distancia con el hijo y otra, muy diversa, es que directamente no se comuniquen o, mucho peor, que además se odien.
De todos modos sería una simplificación creer que la culpa de lo que ocurre reside exclusivamente en los políticos. Si la Argentina fuera una monarquía podría aceptarse la idea de que estemos dominados por una nobleza que no elegimos y que soportamos; pero como vivimos en democracia, debemos admitir que los políticos que tenemos salen de la sociedad y que, de una manera u otra, han sido legitimados por esa sociedad.
Es verdad que algunos políticos han hecho méritos más que justificados para alentar el rechazo de la ciudadanía, y que algunos se han preocupado por degradar a la política porque para ellos la política devaluada es un buen negocio. Pero no es menos cierto que la sociedad no puede decir que es ajena a los vicios de una dirigencia que ella eligió o consintió.
Si por un acto de magia mañana declarásemos en estado de asamblea a todos los partidos políticos y creáramos condiciones igualitarias para que se pudiera elegir una nueva clase dirigente, ¿alguien cree por ventura que los resultados serán muy diferentes a los actuales?.
El ejemplo del diputado libertario Zamora es elocuente. Creó una fuerza política cuyo principal soporte fue la moral y la crítica a todo lo que representara el ejercicio manipulatorio del poder. A los seis meses tuvo que soportar una rebelión interna con dirigentes que llegaron de su mano y de pronto creyeron que el que mejor representa sus ideales es… Macri. Nada más y nada menos.
Creo que simplificaríamos la complejidad de lo real si redujéramos estos hechos a simples conductas individuales. Se sabe que las sociedades modernas son difíciles y que, en general, los hombres ya han renunciado a la ilusión de instalar el Paraíso en la tierra. Sin embargo, esto no significa resignarse a convivir con lo peor o a aceptar con cierto cinismo la institucionalización de la canallada. Conviene recordar al respecto que consentir lo peor significa el riesgo de degradarnos como sociedad y como personas.
El permanente deterioro de la política conduce a la anomia social, a la ruptura de los lazos de convivencia y a la victoria de los gángsters. Como se podrá apreciar, la defensa de la democracia en serio y de la política como gestión eficaz y virtuosa de los espacios públicos no es un problema teórico, es un problema práctico y, en más de un caso, en el acto de defenderlo nos va la vida.
Tres problemas me parecen que hoy son centrales para entender la crisis de la política. El primero se refiere a la capacidad que ha tenido el sector económico para corromper la política. Este tema no fue contemplado por los clásicos porque entonces el poder económico no era tan fuerte, pero lo cierto es que se hace muy difícil sostener un orden democrático medianamente comprometido con la sociedad si existe un poder económico decidido a corromperlo. Parodiando a un funcionario yanqui: «¿Qué político puede resistir un cañonazo de un millón de dólares?».
El segundo problema está relacionado con la manipulación que desde el poder se hace con los sectores más carecientes. Como en la democracia el principio de legitimidad es el voto, lo que se ha hecho es crear condiciones para disponer de una masa obligada a canjear el voto por necesidades de primer orden. Alberdi lo decía en 1852: «El pobre no vota, se vende». Y no lo decía por desprecio al pobre sino por desprecio al rico que encerraba al pobre en esa opción.
Dicho con otras palabras: cualquier persona con hambre o con sed privilegia esa necesidad y entrega a cambio un valor considerado secundario, es decir, el voto. Este tipo de estrategia estuvo magistralmente explicada por el peronista Lamberto a través de su célebre teorema: «Mientras haya pobres habrá peronistas», de lo que se deduce que para ganar elecciones lo que importa no es luchar contra la pobreza, sino mantenerla.
Por último, creo que es importante distinguir entre orden democrático y sociedades democráticas. Un orden democrático es un sistema que funciona en el plano del poder; una sociedad democrática es la que se despliega en el territorio de la sociedad civil. Yo postularía que para que el orden democrático funcione, para que el sistema de partidos políticos sea más o menos representativo, es necesaria la existencia de una sociedad democrática, es decir, de una sociedad que se exprese y participe a través de una red de instituciones civiles.
Si la política se entiende como la actividad orientada a gravitar en el espacio público, queda claro que las posibilidades de actuar políticamente exceden la militancia en un partido. No hay democracia sin partidos, pero como se suele decir en estos casos, la democracia es algo muy importante para dejarla librada exclusivamente a los partidos o a los políticos profesionales. Es más, sólo una sociedad democratizada y politizada puede ser el reaseguro de un orden político medianamente eficaz y virtuoso en el que ir a votar no sea un fastidio sino un acto transformador.