Las lecciones de Hiroshima

El mundo recordó Hiroshima y Nagasaki y abundaron las declaraciones contra la guerra y a favor de la paz. Si hoy si hiciera una encuesta sobre este tema, la voluntad pacifista sería abrumadoramente mayoritaria. El historiador Edward Carr recuerda que, en 1914, en Europa nadie decía estar a favor de la guerra, hasta que llegó el momento de poner a prueba la palabra y todos marcharon alegremente a batallar, con la promesa, eso sí, de que ésa sería la última guerra, la «guerra que terminaría con todas las guerras».

Palabras más palabras menos, hoy se dice lo mismo, pero siempre aparecen argumentos excepcionales para justificarla. Con la guerra pasa como con la pobreza: nadie la desea, pero eso no quiere decir que no exista. La guerra no es un deseo de los pueblos, pero sería una simplificación creer que es el producto de la voluntad de una minoría. El error en todos los casos es reducirla a una cuestión de buena o mala voluntad, dejando de lado el análisis sobre la naturaleza de un determinado sistema, cuya lógica termina imponiéndose sobre los buenos deseos.

Con Hiroshima y Nagasaki, el drama tuvo una nueva vuelta de tuerca. La bomba atómica mató, en un solo acto, a más de cien mil personas. Esa capacidad para aniquilar en un tiempo breve fue lo que horrorizó a todos. Antes de Hiroshima los bombardeos norteamericanos sobre Japón habían matado a más de 250.000 personas, pero esas muertes se consideraban algo más o menos previsible, un resultado esperado de la guerra; la bomba atómica representó un cambio cualitativo: ahora existía un dispositivo mortal que multiplicaba las muertes, y desde el tiempo del arco y la flecha se sabe que el bando que logra un sistema que permita matar a más personas en menor tiempo es el que gana. Digamos que la ecuación entre tiempo y muerte es decisiva, y esa ecuación fue la que se impuso con el lanzamiento de la bomba atómica.

Se sabe que el presidente Harry Truman decidió dar ese paso por dos motivos: para acelerar la rendición de Japón sin pagar el costo de una invasión terrestre, que habría provocado cientos de miles de muertes norteamericanas y japonesas, y porque era necesario advertirle a la URSS que Estados Unidos disponía del arma más importante para la guerra que se avecinaba. Hiroshima representó, en ese sentido, el fin de la segunda guerra y el inicio de la guerra fría, en un nuevo contexto ideológico y militar.

A partir de ese momento, un Estado adquiría el status de gran potencia si disponía de armamento nuclear. La carrera nuclear se entiende en esas condiciones y así se explica cómo, a pocos años de Hiroshima, la URSS construyó su propia bomba atómica.

Durante casi cincuenta años la carrera nuclear multiplicó la capacidad destructiva, y por primera vez en la historia de la humanidad fue capaz de crear los armamentos capaces de destruirla. En homenaje al realismo se dijo que el desarrollo de esa potencialidad fue al mismo tiempo la clave de la paz o, para ser más preciso, la garantía de que no habría una nueva guerra mundial.

El equilibrio entre la URSS y Estados Unidos se llamó la paz al borde del abismo. La conciencia de que nadie podía destruir al otro obligó a todos a ser muy prudentes, aunque esa prudencia se expresara en una carrera, para algunos alucinante, de fabricación de armamentos cada vez más destructivos, fabricación que por supuesto representó un formidable negocio para algunos y dio lugar a la creación y desarrollo de un complejo industrial-militar que sigue gravitando en el interior de los grandes Estados.

Hoy el arsenal nuclear disponible podría destruir la vida en la Tierra. La bomba lanzada en Hiroshima fue un inofensivo petardo al lado de lo que se ha construido. Mientras existió la guerra fría, todos vivimos con el «Jesús en la boca», como quien dice, pero en el fondo se sabía que por buenos o malos motivos la racionalidad iba a terminar imponiéndose. El problema se presenta cuando este equilibrio se rompe a partir del derrumbe de la URSS y Estados Unidos se constituye como la gran potencia, el severo sherif internacional, mientras que numerosos Estados gobernados por satrapías o dictaduras totalitarias empiezan a fabricar armamento nuclear, invocando la soberanía o la defensa nacional.

Con relación a este tema, las opciones que se presentan son todas malas. Así como es injusto que sólo un puñado de potencias dispongan de armamento de destrucción masiva, también sería injusto y hasta alucinante creer que todas las naciones para ser soberanas deben contar con la bomba atómica.

Desde ese punto de vista, Japón ha demostrado que algo aprendió después de Hiroshima, en tanto que sus actuales dirigentes han reiterado, una vez más, que renuncian a la posibilidad de adquirir armamento nuclear y sigue apostando al desarrollo económico y la integración social. La actitud es conmovedora, pero a nadie se le escapa que si Japón sigue creciendo, en algún momento la necesidad de disponer de armamento propio va a instalarse por un camino o por otro.

El peligro ahora no es la URSS o el comunismo, el peligro son las bombas que podrían llegar a estar en manos de regímenes terroristas o de bandas terroristas en condiciones de adquirirlas en el macabro mercado de compra y venta de armas. Las movilizaciones culturales contra la guerra son importantes, pero sería una ingenuidad creer que los grandes actores van a renunciar a contar con el armamento nuclear. Los acuerdos internacionales que se han firmado y se seguirán firmando son importantes, en tanto no quede otra alternativa que apostar a la creación de instituciones que permitan poner límites a la carrera nuclear, pero que nadie crea que las grandes potencias se van a desarmar o algo parecido.

Para expresarlo con otras palabras, digamos que ya se sabe que lo que la humanidad ha fabricado ya está instalado para siempre y hay que resignarse a convivir con el monstruo con la esperanza de ponerle límites, lo cual ya sería una gran hazaña. Incluso, si se lograra la utopía de que todas las naciones destruyesen sus fábricas de armas, tampoco la paz estaría asegurada, porque lo que se aprendió a hacer una vez, puede volver a hacerse si las circunstancias así lo aconsejan.

Lo que alienta a un optimismo modesto en este tema es que Hiroshima y Nagasaki no se han vuelto a repetir. En los últimos sesenta años, la humanidad atravesó por momentos muy difíciles, pero en ningún caso alguno de los protagonistas intentó usar la bomba atómica. Esta tranquilidad no autoriza a dormirse en los laureles o a creer que la lección se aprendió de una vez y para siempre. Pueden haber pasado sesenta años de Hiroshima, pero no está escrito en ninguna parte que en determinado contexto a un Estado, a un déspota, a un gobernante, no se le ocurra una solución semejante, invocando la necesidad de terminar con un enemigo mucho más peligroso que la bomba atómica.

Al respecto, no se pueden desconocer las enseñanzas de la historia y, muy en particular, los delirios de los hombres, siempre capaces de concretar las más grandes hazañas solidarias o de perpetrar los actos más salvajes y siniestros. Hiroshima y Nagasaki representan una lección que no se debe olvidar, porque los que decidieron ese operativo y lo llevaron a cabo no eran marcianos, eran hombres correctos y patriotas convencidos, tan correctos y convencidos que ninguno de ellos manifestó arrepentimiento o algo parecido después de que el hongo atómico se levantó hacia el cielo, como un símbolo de la muerte y la locura que los hombres eran capaces de crear en nombre de los ideales de la civilización y el progreso.

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