Sharon y la paz de los duros

Cuando el premier israelí, Ariel Sharon, dio la orden de evacuar los asentamientos judíos de la Franja de Gaza, la extrema derecha judía tuvo la certeza de que había que luchar contra un traidor a la causa. No deja de ser una ironía de la historia que el más duro entre los duros, el histórico jefe de los halcones, sea ahora acusado de conciliador y entreguista, cuando en Europa siguen abiertos los juicios en donde se lo acusa de criminal de guerra y responsable de las masacres de Shabrá y Chatila.

Diría que Sharon no ha cambiado en lo fundamental. A su manera sigue siendo un político duro, que entiende desde la responsabilidad de estadista que algunos pasos hay que dar para contribuir a la distensión en Medio Oriente. Sus iniciativas confirman el principio de que las medidas más audaces en tiempos de guerra sólo las pueden tomar los duros; aunque en las actuales circunstancias Sharon se ha transformado en una pacífica paloma, si le vamos a creer a las consignas que enarbola la derecha religiosa y ese campeón del oportunismo -y las canalladas políticas- que es Benjamín Netanyahu.

El gesto de Sharon recuerda a Charles De Gaulle cuando decidió reconocer la independencia de Argelia, motivo por el cual se ganó el odio eterno de la extrema derecha francesa. Hoy Sharon es considerado por los fanáticos religiosos -esa ortodoxia judía, cuyo fundamentalismo no difiere en lo que importa de los extremistas musulmanes- un traidor que merece ser tratado como tal.

Las acusaciones que le hacen evocan a las que en su momento le hicieron a Yitzhak Rabín, y no sería nada aventurado vaticinar que a esta altura de los acontecimientos algún suicida o demente esté alentando el crimen bajo el auspicio tácito de los rabinos ortodoxos que, como ya lo hicieron con Rabín, una vez producido el crimen, se harán los distraídos, mirarán para otro lado y asegurarán que ellos no tuvieron nada que ver.

Sin duda que la política conciliadora y moderada del actual titular de la Autoridad Nacional Palestina, Mahamud Abbas, ha influido en esta dirección pacifista. Habrá que ver de aquí en más hasta dónde Abbas es capaz de controlar a sus propios fanáticos y, muy en particular, a la banda terrorista de Hamas, que en cuyos jefes en recientes declaraciones han dicho que no van a dejar las armas y que la decisión de Sharon obedece no a las políticas dialoguistas sino a las prácticas terroristas llevadas adelante por ellos. Dicho con otras palabras, los muchachos de Hamas están convencidos de que Sharon les tiene miedo y que por eso decidió ordenar la evacuación de los colonos.

Está claro que la realidad circula por otros carriles. Si los palestinos quieren en serio algo que se parezca a la paz y a un territorio nacional, deberán dar pasos muy concretos con esa dirección. El gran desafío que se le presenta a Abbas de aquí en más es demostrar que efectivamente es el hombre fuerte de los palestinos.

Si en efecto es cierto que Abbas es el titular de un Estado que hoy se llama ANP, lo que deberá hacer es practicar lo que Max Weber llama el monopolio legítimo de la violencia. Abbas no puede decirse el jefe de un Estado y al mismo tiempo admitir que existan bandas armadas que decidan en el plano militar desconociendo su autoridad legítima.

Por último, sería deseable que las negociaciones se desenvuelvan privilegiando la política y dejando en un segundo plano la cuestión religiosa. La experiencia ha demostrado que cuando el debate se coloca en el plano religioso lo que predomina es el fanatismo y la intolerancia. Se hace muy difícil hablar de paz cuando los protagonistas están convencidos de que su causa es la causa de Dios y que sus supuestos derechos provienen de un mandato divino. Esto no significa desconocer la dimensión religiosa o las propias responsabilidades de los políticos, simplemente intenta colocar al conflicto en su verdadero lugar, despojándolo de connotaciones sagradas que traban el diálogo y transforman a los actores en cruzados de fe decididos a matar o morir por una causa.

Convengamos que de todos modos la paz en Medio Oriente está muy lejos de ser una realidad. Los extremismos judíos y musulmanes siguen siendo fuertes y no hay indicios de que hayan modificado sus actitudes. Unos y otros siguen velando las armas y están decididos a defender sus dogmas hasta las últimas consecuencias. El plan de Sharon, que ha motivado movilizaciones en contra tan activas y agresivas, sólo pretende erradicar algo más del diez por ciento de los asentamientos en Gaza y casi no dice una palabra de Cisjordania. Por su lado, los palestinos creen que el futuro les pertenece y que dentro de unos meses estarán en Jerusalén, ilusión absolutamente disparatada y que desconoce las verdaderas relaciones de fuerza.

La gran debilidad del plan auspiciado por Sharon es que no tiene continuidad. Nadie, ni los palestinos, ni los judíos, ni los propios norteamericanos saben cómo debe continuar esta película. La ambigüedad y la indeterminación están a la orden del día, y la experiencia en Medio Oriente enseña que, cuando estas variables se instalan como decisivas, la paz suele estar más lejos de lo que pretenden los discursos más bien intencionados.

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