De la conspiración a la paranoia

«No se puede sustituir la historia por la histeria». Walter Lippmann.

El lenguaje, y en particular el lenguaje político, no dispone de atributos para cambiar la realidad, pero sí puede proponer nombrarla con otras palabras. El significado de las palabras no siempre es el mismo y, cuando de política se trata, el diccionario no alcanza para otorgarles un significado preciso.

En la actualidad, el término «pacto» suele ser usado con intenciones peyorativas. La palabra se asocia a la trapisonda, al acuerdo realizado para el beneficio privado o faccioso, a la capitulación política. Sin embargo, para los constituyentes de 1853, el «pacto» era un ilustre antecedente histórico, a tal punto que en el prólogo se mencionan los pactos preexistentes como una fuente de legitimidad de la Constitución nacional.

El pacto no debería ser una mala palabra en política, en tanto una de las condiciones de la política es el acuerdo, el entendimiento con otros partidos. Sin embargo, como las palabras se modelan de acuerdo con los usos que la sociedad les va otorgando, hoy queda claro que acusar a alguien de haber pactado es acusarlo de haber cometido una de las grandes vilezas o, lisa y llanamente, de haber traicionado la fe de sus seguidores.

En la jerga política actual se pacta para traicionar o se pacta para conspirar contra un gobierno legítimo. En todos los casos, la palabra pacto es mala palabra, y esto lo sabía muy bien Alfonsín cuando denunció el pacto sindical- militar, o cuando al mismo Alfonsín lo denunciaron por haber pactado en Olivos la reelección de Menem.

Hipólito Yrigoyen, como todos los políticos de su tiempo, pactó cuantas veces lo creyó necesario. Sin renunciar a la retórica de la intransigencia, pactó con Roca, con Pellegrini y con Sáenz Peña, sin que se le moviera un músculo de la cara. Cuando tuvo que conversar con Juan B. Justo para impedir la intervención a la provincia de Buenos Aires, lo hizo, y, en 1930, cuando olfateó que el clima en las Fuerzas Armadas estaba enrarecido, no tuvo empacho en asistir, por primera vez desde 1916, a la cena de camaradería del 9 de Julio.

Para referirse al acuerdo tramposo fundado en presupuestos oportunistas o en actitudes abiertamente conspirativas, Yrigoyen usaba la palabra «contubernio»; en ella incluía a sus enemigos y, muy en particular, al acuerdo pampa de 1928, firmado por alvearistas, conservadores y socialistas independientes. «Contubernio» se llamó también a la Concordancia de la década del treinta, pero los nacionalistas, para referirse al acuerdo firmado por Roca y Runciman en 1933, en representación de la Argentina e Inglaterra, emplearon la palabra «pacto» relacionada, nada más y nada menos, que con traición a la Patria o entrega de los recursos nacionales.

Si la memoria no me engaña, fue el acuerdo firmado por Perón y Frondizi en 1957 lo que transformó definitivamente a la palabra «pacto» en sinónimo de contubernio. A partir de entonces, todo lo que tuviera mal olor político se empezó a estigmatizar con la palabra «pacto». Los términos perdieron la poca inocencia que les quedaba y cada vocablo se cargó de intenciones que iban más allá de la modesta versión del diccionario. La disputa política se transformó en una disputa por las palabras y el significado de las palabras.

En nuestra provincia, los peronistas son los que mejor se han aprovechado de esta confusión lingüística. Por un lado, son una fuerza política que ha hecho del pacto su razón de ser. Desde 1983 a la fecha han pactado con conservadores, democristianos, liberales, desarrollistas y, si la circunstancia se prestaba, no le han hecho asco al pacto con izquierdistas y fascistas de todo pelaje. Eso sí: sus componendas siempre se llamaron «frentes» y siempre se hicieron para salvar a la Patria o a la provincia. Al mismo tiempo, cuando a los acuerdos los hacían los opositores, no ahorraron palabras para criticarlos. O sea que los peronistas están autorizados a pactar porque siempre lo hacen movidos por la pureza de sus sentimientos, pero si la oposición acuerda, está traicionando a Dios, a la Patria y al Rey.

En los últimos tiempos, y al calor de la moda kirchnerista, las denuncias sobre pactos opositores están a la orden del día. La mujer de Kirchner ha hablado de un pacto desestabilizador motorizado por Menem, Patti y Duhalde. Obeid le ha dado una vuelta de tuerca, y ahora incluyó a Hermes Binner. Por supuesto que la señora Cristina y su marido no dieron ninguna prueba acerca de la existencia de un pacto integrado por sus compañeros peronistas, pero ya se sabe que en política es más importante que la gente crea algo a que sea cierto. El razonamiento de los políticos es sencillo: si nadie pudo probar que Dios existe, no es necesario probar que el pacto exista, porque en todos los casos es más importante la fe que la verdad.

Alfonsín jamás probó la existencia del pacto sindical-militar, pero en su momento la gente lo creyó, entre otras cosas porque había motivos como para creer que entonces los sindicalistas peronistas conversaban con los militares y, en esas amables tertulias, los compañeros pasaban los nombres de activistas o disidentes para que los militares realizaran luego su previsible faena.

Menem, Patti y Duhalde es probable que en algún momento arriben a un acuerdo, si es que ya no lo hicieron. Duhalde ha pactado con mafiosos y proxenetas, por lo que no tiene por qué hacerle asco a pactar con un torturador o un corrupto. Pero, de allí a afirmar que hoy ese acuerdo esté orientado a perpetrar un golpe de Estado o algo parecido, hay una larga distancia, casi la misma que existe entre la verdad y la mentira.

No obstante, en Santa Fe los peronistas se han atrevido a dar un paso más en su retórica testimonial. Resulta que ahora el agente desestabilizador se llama Hermes Binner, con lo que la imputación original pasa del género policial al de ciencia ficción. De Binner, como de cualquier dirigente, se pueden decir muchas cosas, pero acusarlo de provocador es una licencia inadmisible del lenguaje y, en el caso que nos ocupa, la licencia adquiere tonos de delirio o de grotesco, si se lo asocia con Duhalde, Menem y Patti.

Decíamos que en política es más importante que una denuncia sea creída por la gente a que sea verdadera. Sin embargo, la denuncia de los peronistas adolece de dos vicios fundamentales: no es cierta y no es creíble. Tampoco es inteligente, entre otras cosas porque, más que ponerlo en evidencia a Binner, es el peronismo el que se pone en evidencia.

Binner es por definición un político moderado; además es honesto y, a juzgar por su gestión en Rosario, es eficiente. Yo no lo contrataría para que anime las fiestas de cumpleaños y tampoco se me ocurriría salir con él de juerga, pero, si me pidiera plata prestada, se la daría porque sé que me la devolvería, seguridad que no tengo con Patti y mucho menos con Menem.

A Binner no lo imagino entrando a un cabaret o a un garito; tampoco lo convocaría para salir una noche de serenata porque, en muchos aspectos, lo veo más cerca de un mormón que de un muchacho calavera. Pero sí lo puedo imaginar a Binner dirigiendo un hospital o un dispensario. Y si trabajáramos juntos en una cooperadora, no vacilaría un instante en proponerlo para que maneje las finanzas, porque no tengo dudas de su integridad y su decencia.

¿Sólo Binner es honrado en Santa Fe? Por supuesto que no, pero es a Binner a quien desde el oficialismo lo han acusado de las peores cosas, incluido un acuerdo con el torturador Patti. Lo que sucede es que el oficialismo debe aceptar las reglas de juego de la democracia, reglas que dicen que el gobierno tiene derecho a defender su gestión y la oposición tiene derecho a criticarla. El gobierno puede criticar a la oposición por sus propuestas, pero no puede criticarla porque hace lo que su función en el sistema político le ordena: controlar al gobierno y prepararse para ser gobierno en el próximo período.

Un gobernante debe saber que los caminos para interpretar la realidad son como los que llevan al Señor: infinitos. Todas las licencias de la imaginación están permitidas, pero en todas las circunstancias los políticos deben prevenirse de dos riesgos: el ridículo y la paranoia. Cualquiera de ellos es grave, pero juntos pueden ser, según se mire, tontos o trágicos. Lamentablemente, el peronismo santafesino parece empecinado en pecar por partida doble.

 


 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *