En 1869, el 70 % por ciento de los argentinos era analfabeto; en 1914 las cifras se habían invertido y el 70 % sabía leer y escribir, y se proyectaba que para la próxima década el analfabetismo se reduciría a su mínima expresión. El mundo contemplaba asombrado la hazaña realizada por un país que algunos viajeros habían calificado como atrasado, pobre e ignorante. Un presidente de Brasil dijo en algún momento que el problema del vecino país consistía en que no habían contado con alguien como Sarmiento, capaz de promover la educación con energía, talento y generosidad.
Está claro que Sarmiento no logró esta hazaña educativa en soledad. La proeza educativa fue el logro de toda una generación integrada por hombres y mujeres que pudieron hacer posible la consigna de educar al soberano. Pero el rol de Sarmiento, su torrentosa inteligencia, sus furias intempestivas, su energía colosal fueron factores decisivos para cumplir con una de las metas más generosa y trascendente de su tiempo.
Sin duda, quedaron muchas asignaturas pendientes. Por lo menos, para Sarmiento la tarea fue inconclusa, porque su estrategia educativa apuntaba a promover la reforma agraria e integrar al inmigrante y al criollo en una economía en la que a nadie le faltase trabajo, casa y escuela. Las tareas que no se pudieron realizar o se realizaron de una manera incompleta se debieron a la resistencia de necios, tontos y oscurantistas. Pero, a pesar de todo, lo que se hizo fue grande, a tal punto que, si en algo todavía los argentinos seguimos destacándonos en el mundo es por nuestros logros intelectuales, porque en el pasado hubo una generación y hubo un hombre que se propusieron hacer de toda la República una escuela.
Recordar aquellos años nos parece evocar un tiempo lejano e imposible. La Argentina entonces no era un país feliz, no era un país justo, pero en amplios sectores populares existía la sensación de que esas metas eran posibles, a pesar, incluso, de la resistencia de una oligarquía cerrada, despilfarradora y, en más de un caso, incapaz de entender los nuevos tiempos.
Sarmiento lo sabía; sabía que reformar a un país atrasado y bárbaro implicaba en principio enfrentarse con los bárbaros y atrasados que lo habían hecho posible. Combatió con métodos duros y hasta injustos al gaucho vago y ladrón, pero cuando pudo propuso para ese gaucho una chacra, una escuela y un arado y dijo que eran necesarias «cien colonias como Chivilcoy para hacer un país civilizado en serio».
Sarmiento sabía que, de todos modos, la resistencia más dura no la iba a dar el paisano, «que sólo dispone de su ignorancia y su facón», sino esa oligarquía pretenciosa, insensible y, vaya la paradoja, bárbara, porque es el sanjuanino uno de los pocos hombres de su tiempo que arriba a la conclusión, junto con Alberdi, de que existe otra barbarie, mucho más sutil, embozada y brutal que conspira contra la conformación de una nación justa, barbarie que estigmatiza diciendo de sus representantes: «Los conozco… oligarquía con olor a bosta… cuya riqueza no proviene de su talento, sino del empuje de los toros alzados de sus estancias».
El hombre creía en la educación no como un adorno o un lujo importado, sino como una condición indispensable para construir un país justo. Podríamos decir que soñaba con una Nación sin analfabetos, pero el sueño no lo convertía en iluso o ingenuo. Sarmiento sabía que ningún proyecto educativo era posible si no existía una clase dirigente decidida a hacerlo suyo, y también sabía que se podían tener programas muy lindos, pero que sin dinero no se iba a ninguna parte.
Creyó en una educación laica, gratuita y obligatoria, pero también mixta, y para ello se rodeó de mujeres valientes, cultas y atrevidas. Juana Manso fue una de ellas, la misma que dijo: «Hay que educar a los niños para que no sean ni superticiosos ni estúpidos», o la misma que se quejó porque existían escuelas para chicos pobres y escuelas para chicos ricos.
Escandalizó a los prejuicios de su tiempo convocando para la empresa educativa a las maestras normalistas yanquis. Entonces, estas mujeres fastidiaban por partida doble o triple. Fastidiaban porque eran mujeres, porque eran maestras y porque eran protestantes. Las maestras yanquis estuvieron en Buenos Aires, en Córdoba, en Paraná, en Tucumán y sentaron las bases de una docencia responsable y transformadora.
Sarmiento entendía que ningún proyecto educativo era viable si la sociedad no lo hacía suyo, empezando por la familia y siguiendo por la región. El compromiso de educar al soberano incluía a todos: a maestros, padres y autoridades políticas y religiosas. La comunidad educativa era indispensable para alcanzar los objetivos propuestos, pero también era indispensable una clase dirigente que supiera usar con energía los instrumentos del poder a favor de la educación.
Tributario de las ideas de su tiempo, creía en el perfil humanista de la educación, pero cada vez que pudo estimuló la educación técnica, y fue el primer estadista -tal vez el otro haya sido Rivadavia- que otorgó al conocimiento científico un valor estratégico. Por supuesto que cometió errores: era obsesivo, violento y desmesurado. Defendía lo que creía a los golpes y, en más de una ocasión, repartió y recibió bastonazos porque podía ser un polemista temible, pero era también irascible y prepotente. Un loco, en definitiva, como le decían sus enemigos, pero, hoy mismo, entonces, qué falta harían algunos «locos » como Sarmiento para hacer en serio lo que todos admiten que se debe hacer pero nadie parece capaz de hacerlo.
Lo importante en Sarmiento es que en lo fundamental no se equivocó. Apostó a un país grande, configurado por ciudadanos capaces de opinar sobre las cuestiones públicas y para ello defendió la educación, la colonización agraria y el estado de derecho. Como todos los hombres de su tiempo, creyó en los beneficios de la inmigración, pero le fastidiaban esos inmigrantes ávidos de riqueza y alejados de cualquier preocupación pública. Manifestó en reiteradas ocasiones sus críticas a esa Argentina que crecía dominada por los poderes invisibles pero implacables del mercado, modelando ciudades sin ciudadanos y democracias sin demócratas.
El anticlericalismo que le atribuyen sus adversarios fue el dato más anecdótico de su vida. Sarmiento no era ateo, tal vez haya sido agnóstico, pero por supuesto no era clerical y no estaba dispuesto a soportar los desplantes o las torpezas de quienes en nombre de Dios avalaban la ignorancia, el fanatismo y la pobreza material y espiritual de los más débiles. En realidad, los problemas los tenían algunos curas o amigos de los curas con Sarmiento, y no a la inversa. Cuando un hermano masón le sugirió que, si llegaba a la presidencia, podría librar una batalla contra el poder de la Iglesia, él le respondió que, si estar en la masonería significaba perseguir a la religión, él presentaba la renuncia a la logia.
Cuando una vez le preguntaron, con cierto tono burlón, si creía que estaba en condiciones de gobernar, respondió con su habitual elocuencia que por supuesto que lo estaba y, enseguida, dijo que lo estaba porque se había preparado para ello, porque sabía lo que había hacer y porque estaba dispuesto a hacerlo. Borges decía que Sarmiento disponía de la curiosa virtud de vivir el futuro como si fuera presente. No se equivocaba.
La Argentina de 2005 tiene poco y nada que ver con la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, lo que se mantiene intacto a través de los años y, sobre todo, debido a la persistente decadencia nacional, es el objetivo de educar al soberano, la estrategia de apostar a la educación como transformación, capacitación de recursos y humanización de la sociedad. Siempre se lo dice y se lo repite, pero parece que nunca se termina de entender: no hay Nación sin proyecto educativo, no hay futuro sin ciudadanos educados. En la ignorancia, en la barbarie, sólo vegetan la injusticia, el poder en sus versiones más obscenas y la servidumbre de los más débiles.
Porque Sarmiento siempre estuvo instalado en el futuro, porque muchas de las tareas que se propuso son todavía asignaturas pendientes y porque los intereses invisibles que derrumbaban instituciones y embrutecían a los paisanos persisten es que recordarlo es más un compromiso que una ceremonia, una apuesta al futuro más que una mirada al pasado, una advertencia más que una evocación.