«En este país a Dios todo le sale mal». Manuel Puig
Derrumbaron las instituciones en nombre de la libertad y lo primero que hicieron cuando se instalaron en el poder fue suprimirla: los decretos 3.855 y 4.461 así lo demuestran. A la supresión de la libertad le sumaron la supresión de las vidas: la masacre de León Suárez y los fusilamientos de Juan José Valle y de los militares que lo acompañaron en una fracasada asonada dieron lugar a que alguien hablara de «veintisiete muertos para una revolución que no duró ni veintisiete minutos». Los ganadores dijeron: «Ni vencedores ni vencidos», pero se ocuparon de demostrar hasta la crueldad que había vencedores y que había vencidos.
Si los golpistas del 16 de setiembre de 1955 pensaron que esos actos deleznables liquidaban para siempre al peronismo, los hechos le demostrarían que en realidad lo que estaban haciendo era fortalecerlo, constituirlo en un mito que habría de unir y galvanizar a un peronismo que para 1955 carecía de rumbo y de horizontes.
No era la primera vez que los militares salían a la calle, pero era la primera vez que lo hacían acompañados por multitudes de las clases media y alta. Los golpes de Estado de 1930 y de 1943 habían sido represivos, pero el de 1955 lo fue en grados superlativos y sus efectos contribuyeron a profundizar la división nacional y el odio a través de un recurso perverso cuyos costos la Argentina pagaría durante los siguientes veinte años: reconocerles libertades a la mitad de la población y proscribir a la otra mitad.
Los sedicentes libertadores le reprochaban al peronismo haber suprimido las libertades y perseguido a los opositores. No mentían. El peronismo fue represivo, alentó la obsecuencia y amordazó a los opositores. Un ciudadano, por ejemplo, vivía en la provincia que llevaba el nombre de Perón, en la calle que llevaba el nombre de su mujer y trabajaba en el edificio precedido por el monumento al jefe o a su esposa. Su hijo menor en la escuela reemplazaba la palabra «mamá» por la palabra «Evita»; su hija, en el secundario, debía aprender de memoria los textos edulcorados de «La razón de mi vida» y el hijo mayor, en la universidad, soportaba a los cachiporreros de la CGU. Entre tanto, todos, a las 8.25, debían hacer un minuto de silencio porque Evita había pasado a la inmortalidad, ritual que si no se cumplía le costaba la expulsión del colegio o de la universidad.
Las credenciales democráticas del peronismo estaban fuera de discusión, ya que había ganado en las elecciones de 1946 y 1951. Sin embargo, no podía decirse que fueran republicanas: en el Congreso, los alcahuetes sólo se peleaban para demostrar quién era más obsecuente y la Justicia respondía verticalmente al Ejecutivo. En síntesis, el peronismo era democrático pero no era republicano. Lo grave es que los «libertadores» no fueron ni democráticos ni republicanos, en tanto fusilaron sin ley marcial, legalizaron las comisiones especiales e intervinieron a todos los poderes políticos.
El argumento para justificar lo injustificable era que se trataba de una revolución y la revolución, al decir de «Norteamérico» Ghioldi tenía derecho a agotar la leche de la clemencia. Curioso de don «Norteamérico» eran sus lealtades y mudanzas. Como socialista había estado en contra de todas las revoluciones obreras y populares del siglo veinte, pero fue un almidonado jacobino en la del 16 de setiembre, revolución que precisamente no era ni obrera ni popular, y mucho menos revolucionaria o socialista. Tanto es así que a sus principales protagonistas lo que les preocupaba era retornar a la Argentina anterior a los ’40 de la mano de Raúl Presbisch, Krieger Vasena, Alvaro Alsogaray y el FMI.
Muchos simpatizantes de la «libertadora» salieron a la calle motivados por su buena fe y su rechazo a un régimen que desde el punto de vista cultural y político era francamente detestable. La seductora y nostálgica convicción de que las jornadas de setiembre de 1955 eran una versión criolla de la liberación de París, tenía el impulso de lo irresistible. Para muchos estudiantes, intelectuales y pequeños burgueses de esos años, derrocar al peronismo era una asignatura que había quedado pendiente desde 1945. Lo que los partisanos y los maquis habían realizado en Italia y en Francia ahora podía llevarse a cabo en la Argentina.
Los añejos pero renovados grupos de poder también soñaban con un ajuste de cuentas con el 45, pero no a través de la literatura, sino a través de la represión. Lo que no se habían animado a hacer el 17 de octubre de 1945, estaban dispuestos a hacerlo el 16 de setiembre de 1955.
La revolución libertadora no cayó del cielo como un especie de tsunami que sorprendió a los turistas tomando sol y bebiendo cerveza. Por el contrario, el golpe de Estado estaba cantado desde hacía por lo menos un año y el testimonio más elocuente de su dureza se había expresado en las jornadas de junio de 1955 cuando los aviones bombardearon la Plaza de Mayo y los muertos civiles sumaron más de doscientos.
La polarización social era cada vez más intensa y a los talibanes de la derecha liberal que se resistían a perder algunos privilegios simbólicos -porque, nobleza obliga, las bases fundamentales del poder de la oligarquía jamás fueron amenazadas- se le sumaban los matones, fascistas y amanuenses de un régimen cuyos integrantes competían para demostrar su amor incondicional a un líder que dejaba hacer mientras con sus vigorosos sesenta años disfrutaba de los amores de una adolescente de quince que había cooptado de las filas de la UES, previa indemnización a los padres de una casa para que no se sintieran incómodos a causa de la suerte corrida por su hijita.
Para 1955 el proyecto económico peronista -si es que en realidad puede llamarse así- estaba agotado, pero la adhesión de los trabajadores a Perón seguía intacta. La fortaleza del peronismo era tan evidente que los opositores civiles se sumarían al golpe porque están convencidos de que en aquellas condiciones el peronismo era imbatible en las urnas.
¿Qué habría pasado si no hubiera ocurrido el 16 de setiembre de 1955? Ésa es una pregunta difícil de responder. Lo que sí se sabe es que lo que ocurrió fue lamentable y lo que vino después fue mucho peor.
Está claro que el odio de los «gorilas» al peronismo era un sentimiento de ida y vuelta. Los discursos de Perón eran agraviantes. La autorización de matar a los opositores o la consigna «cinco por uno, no va a quedar ninguno», fueron criticadas en su momento hasta por Jauretche, quien sostenía que con esos arrebatos el peronismo no hacía más que lanzar a los brazos de la oligarquía a la pequeña burguesía.
El ataque a la Iglesia Católica, las medidas adoptadas en su contra -que en la Argentina ni el ateo más militante se hubiera atrevido a tomar-, ponía en evidencia que el peronismo no estaba dispuesto a soportar ninguna voz disidente, ni siquiera las de quienes en su momento lo habían apoyado.
Los vientos sembrados por Perón recogerían tempestades. La verborragia facciosa no le permitiría ganar un voto más, pero habría de convencer hasta a los opositores más tímidos que no quedaba otra alternativa que la salida militar para terminar con un déspota ególatra, reblandecido y paranoico.
Siempre se cuestionó a Perón por no haber armado al pueblo para enfrentar a los golpistas. Hoy está claro que eso no era posible y que, si se hubiera hecho, el desequilibrio institucional habría devenido guerra civil con sus costos en vidas y con un resultado final impredecible pero catastrófico para la sociedad argentina.
Como los buenos jugadores de ajedrez, Perón comprendió que estaba derrotado y abandonó el poder antes del jaque mate. Un nuevo período se abría en la Argentina. El antiperonismo modelado por un peronismo autoritario, se encargaría de diseñar desde el poder un peronismo opositor que habría de regresar lozano, ruidoso y prepotente a la Casa Rosada dieciocho años más tarde. El precio a pagar por la hazaña del 16 de setiembre de 1955 fue altísimo, pero como para dejar planteada una de las tantas paradojas de este período, debemos recordar que Julio Troxler, uno de los sobrevivientes de los basurales de León Suárez, dieciocho años después era ejecutado por la espalda, aunque esa vez los asesinos no fueron los sicarios del coronel Desiderio Fernández Suárez, sino los pistoleros y piscópatas del secretario privado de Perón, su íntimo hombre de confianza: José López Rega.