La política de los tránsfugas y los necios
A los políticos que cambian de partido por motivos inconfesables se los denomina «tránsfugas» y a los políticos que se jactan de su condición de obsecuentes y serviles se los denomina «alcahuetes». Angel Mazza, el gobernador riojano, o Lorenzo Borocotó son ejemplos paradigmáticos de lo que estamos hablando. También les alcanza esta imputación a los legisladores de Zamora que llegaron al cargo en nombre de una izquierda libertaria y luego se pasaron con armas y bagajes al campamento conservador.
No todos los que cambian o adaptan sus ideas políticas merecen estos epítetos; como no todo militante leal a sus dirigentes es un alcahuete. Lo que diferencia un caso de otro es a veces un matiz cuyo tono está dado por la relación con el poder. Se puede cambiar de iglesia o de partido por motivos de fe o de convicción, pero ese cambio se tiñe con la sospecha cuando viene acompañado de visibles mejoras económicas o posicionamientos en el poder. El amor justifica el cambio de marido, pero no la renta. En un caso, la protagonista está justificada casi cono un heroína romántica; en el otro, la calificación suele orillar el concepto de prostitución o algo peor.
Enrique IV dijo en su momento, «París bien vale una misa» y se hizo católico. Fue una confesión descarnada, casi cínica, el reconocimiento de que la religión era apenas un pretexto para discutir otras cosa. La sinceridad de su cambio lo disculpó históricamente, tal vez porque ya entonces nadie creía en serio que para ser rey fuera decisivo ser católico o protestante.
Lo de Mazza sería pintoresco, sino fuera trágico o si no fuera la confirmación de que en la provincia de La Rioja su clase dirigente es una calamidad. El actual gobernador se inició en la política como sirviente de Menem. Su condición de personal de servicio estaba tan asimilada que cuando ya era gobernador y Carlos Saúl llegaba a La Rioja, el hombre se levantaba de la cama de su residencia, la obligaba a su mujer a vestirse, le dejaban el dormitorio al jefe y se iban a dormir a algún hotel.
Ganó Kirchner, empezaron a funcionar las presiones presupuestarias, ese recurso de extorsión que usan los gobiernos nacionales para chantajear a los gobernadores, y en menos que canta un gallo Mazza descubrió que había sido kirchnerista toda su vida. En las recientes elecciones confrontó con su anterior amo en nombre de los intereses de su nuevo amo y ganó. Acto seguido anunció que no se haría cargo de la banca en el Senado, porque quería seguir siendo gobernador.
Como corresponde a un peronista riojano, designó para el cargo que quedaba vacante a su señora hermana, con la misma soltura con que Menem acomodaba en sus buenos tiempos a sobrinos, hermanos y primos. Lo que hoy separa a Mazza de Menem no son rivalidades ideológicas o políticas, lo que los separa es que son muy parecidos, y ya se sabe que cuando dos políticos chapuceros, charlatanes y tramposos se parecen, lo más seguro es que se peleen.
Mazza es un ejemplar típico de político riojano y un residuo sobreviviente de cierta cultura peronista en donde la obsecuencia y el servilismo se pagan con buena moneda. Pero sería un error suponer que estos vicios solamente funcionan en el peronismo. El caso de Borocotó demuestra que también entre los supuestos virtuosos de la derecha la venalidad política existe y es muy bien reconocida y pagada.
Con todo, y para confirmar que a la hora de comportarse como un tránsfuga las banderías ideológicas no dicen demasiado, el caso más desorbitado y relajante de estafa política lo cometieron los diputados de Zamora, quienes consideraron que era mucho más seductora la propuesta de los execrables burgueses que la militancia a favor de las causas libertarias.
Zamora puso cara de víctima cuando sufrió este desaire, pero habría que decirle que tampoco él tiene el derecho a hacerse el distraído acerca de la calidad de los amigos que elige, como tampoco es justo que se haga el distraído cuando le señalan que no queda muy bien para un socialista libertario que la mujer disfrute de los beneficios del poder, salvo que alguien crea que la tentación de concebir a la política como un oficio de parientes es sólo un pecado de los peronistas y los conservadores, o que el nepotismo es una invención exclusiva de los políticos burgueses.
Y ya que hablamos de la izquierda, tan ruidosa y tan irrepresentativa, tan rica en consignas y tan pobre de ideas, no está de más recordar que Echegaray, Altamira y Otto Vargas, por ejemplo, hace más de treinta años que están al frente de sus partidos y salvo que ocurra alguna catástrofe de la naturaleza van a seguir en ese lugar treinta años más.
Lo más lindo es que los programas de estos partidos invocan la democracia participativa y critican con palabras amargas y agrias los vicios del sistema político burgués. Si es verdad que la organización partidaria prefigura el tipo de sociedad que programan hacia el futuro, está claro que si alguna vez cualquiera de estos jefes revolucionarios llegara al gobierno, Fidel Castro, el dictador cubano que se mantiene en el poder desde la noche de los tiempos, sería un modelo de alternancia republicana. No obstante, cualquier observador más o menos atento registraría una diferencia importante entre Fidel y Echegaray, o entre Fidel y Altamira, por ejemplo, una diferencia que hace que el actual Fidel Castro, el personaje deplorable y anacrónico que conversa con Maradona, sea siempre, por motivos que cualquier observador político apreciaría al primer golpe de vista, mil veces superior a nuestros izquierdistas criollos.
Exageraciones al margen -y para tranquilizar a cualquier burgués aprensivo o miedoso- habría que decir que en lo inmediato no hay peligro de que esta izquierda se haga cargo del poder en ningún lugar de la tierra, ni siquiera en su barrio o en la guardería de la otra cuadra. Es más, su representatividad reducida a la mínima expresión resulta funcional a la continuidad de estos jefes en la presidencia de sus partiditos.
Da la impresión, al respecto, que cuanto más chicos, más débiles y más impotentes políticamente son estos partidos, con más rigor refuerzan en su vida interna la personalización del poder, tal vez porque estos jefes en el fondo están más satisfechos de ser cabeza de ratón que cola de león, o, sencillamente, porque disfrutan de las pequeñas alegrías y beneficios que les otorga el ejercicio absoluto del poder en esas sectas áridas pero leales.
Diría, a modo de conclusión, que estos personajes están más interesados en seguir siendo jefes que en hacer la revolución que proclaman, y que es más viable en la Argentina hacer la revolución socialista que imaginar que en algún momento Echegaray, Altamira y Otto Vargas abandonen las conducciones de su partidos o las sometan a un mínimo ejercicio democrático.