La responsabilidad de gobernar

La declaración de juicio político no se puede confundir con una condena, pero se le parece. Aníbal Ibarra sabe que fue derrotado, porque no pudo impedir que la Legislatura porteña votara el juicio político. De aquí en más pueden pasar muchas cosas pero, atendiendo a la actual relación de fuerzas y al humor político imperante, nadie estaría dispuesto a arriesgar una apuesta a favor del Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Dicho con otras palabras: si Ibarra no pudo impedir el inicio del juicio le será muy difícil impedir la condena.

Como el personaje de Scalabrini Ortiz, Ibarra es en estos momentos el hombre más solitario y desesperanzado de Buenos Aires. La izquierda y la derecha, el oficialismo y la oposición, le piden la cabeza; los amigos le han soltado la mano y los enemigos se regodean por adelantado con sus futuras desgracias. Los familiares de las víctimas de Cromagnon han hecho de la destitución de Ibarra una cuestión de honor y todo hace pensar que sobre la cámara juzgadora harán las mismas presiones que ejercieron sobre los legisladores para que votaran el juicio político, y, conociendo el paño, no hay motivos para suponer que no vayan a provocar el mismo resultado.

Por último, están los habitantes de Buenos Aires, ese electorado que en algún momento lo votó y que, a juzgar por las encuestas, no comparte la metodología patotera de los familiares y cree que Ibarra no es lo peor que le pudo pasar a la ciudad. Sin embargo estos sectores sociales no tienen manifestación orgánica y daría la impresión de que tampoco están dispuestos a salir a la calle en defensa de Ibarra. Su actitud es la de presenciar lo que está sucediendo como si fuera un espectáculo. Esta platea a veces se conduele de Ibarra, a veces cree que lo que le está sucediendo es injusto pero, ninguno de sus integrantes está dispuesto a hacer otra cosa que seguir sentado en el sofá desde donde contempla las escenas como si estuvieran viendo una película un rato antes de irse a dormir.

La soledad política de Ibarra no es nueva, es anterior a Cromagnon; la tragedia no ha hecho otra cosa que poner en evidencia su original debilidad. No se puede, o es muy difícil, ser gobierno de una de las ciudades más grandes de Occidente sin tener una importante fuerza política como respaldo. Si a esto se suma el sinuoso itinerario político de Ibarra, sus continuos reacomodamientos, las permanentes fracturas y divisiones y su tendencia a respaldarse en parientes y amigos, puede llegar a entenderse su patética soledad.

¿Es justo lo que le pasa?, ¿merece ser condenado? Para un moralista estas preguntas estarían bien formuladas pero para un político serían demasiado abstractas. Ibarra no es más responsable de lo sucedido en Cromagnon, de lo que fue Balza por lo ocurrido con Carrasco o de lo que fue Menem por la voladura de Río Tercero o, valga para los santafesinos, de lo que fue Reutemann por las inundaciones en Santa Fe.

La diferencia es que los otros dirigentes disfrutan de honores y retiros confortables, mientras que Ibarra huele a cadáver. ¿Dónde está la diferencia? Yo diría que en dos o tres puntos. Una tragedia en Buenos Aires tiene mucho más impacto que una tragedia, por ejemplo, en Río Tercero, porque las exigencias sociales son distintas y, si como se suele decir, Dios atiende en Buenos Aires, sus condenas suelen ser más rápidas y efectivas, ya que pareciera que en estos temas Dios también tiene en cuenta la calidad de la hinchada a la hora de emitir sus juicios.

Después están sus propios errores. Ibarra fue sorprendido por la tragedia y no atinó ni siquiera a poner cara de triste, actitud que por ejemplo, Reutemann se cuidó muy bien de asumir. Sus reflejos fueron lentos y torpes, careció de imaginación y de audacia para enfrentar una situación que evidentemente lo desbordó desde todo punto de vista.

Hasta Cromagnon la vida había sido generosa con Ibarra. Los dioses parecían estar de su lado y todo le salía bien; lo que se dice un hombre de suerte, algo así como un yuppie de izquierda, un exitoso de los tiempos que corren. De pronto, todo se vino abajo. Ibarra es un hombre inteligente, un profesional capaz y si vamos a creer lo que dicen los que lo conocen, un buen tipo. Lo que sucede es que la tragedia vino a poner en evidencia sus limitaciones o a dejar en claro que el cargo le quedaba demasiado grande. Los estadistas se ponen a prueba en los momentos difíciles; Ibarra, que nunca se llevó una materia a rendir y que siempre aprobó todas las asignaturas de su carrera, no pudo superar este desafío. El «chico diez» de los buenos tiempos, se sacó un cero cuando llegaron los momentos difíciles.

El rol de los familiares de las víctimas de Cromagnon parece haber sido decisivo a la hora de sumar votos en la Legislatura. Que esto sea así pone en evidencia la debilidad de nuestras instituciones y la cobardía y el oportunismo político de más de un legislador. Se entiende el dolor de los familiares, pero no estoy obligado a entender en nombre de su dolor sus comportamientos autoritarios y sus excesos.

Nadie dice nada de estos familiares porque no queda bien criticar a los deudos. Yo tampoco estoy dispuesto a hablar mal de ellos, me conformaría simplemente con hacerles la siguiente pregunta: ¿qué hicieron y qué dejaron de hacer para evitar que sus parientes fueran víctimas del fuego? Para quienes consideran que esa pregunta es imprudente o capciosa, les respondo que si forzamos la cadena de causalidades para imputarlo a Ibarra, también podemos forzarla para involucrar a los familiares.

Pero lo que lo terminó de liquidar a Ibarra fue su presunto defensor, es decir, Néstor Kirchner. En el momento en que Fernández, Borocotó y el presidente se sacaron una foto para celebrar el pase, en ese preciso momento los legisladores que debían votar entendieron que apoyarlo a Ibarra significaba ganarse -gratis o no- el título de corrupto, ya que hasta para los ascensoristas y vendedores de rifas de la municipalidad porteña quedaba claro que votar en contra del juicio político y cobrar una jugosa comisión era un mismo trámite. Nadie quiso correr ese riesgo, ni los que dudaban ni los que no dudaban.

De todas maneras, no deja de ser sorprendente que un jefe de gobierno sea juzgado por un episodio del cual es responsable en última instancia. Ibarra paga por su soledad, por sus errores y por su mala suerte. A cualquiera que hubiera gobernado en Buenos Aires en diciembre del año pasado le habría pasado lo mismo. La seguridad de los boliches era un tema que no estaba en la agenda de ningún partido, ni de izquierda ni de derecha.

Además, si por casualidad a algún funcionario se le hubiera ocurrido poner orden en los boliches, lo más probable es que amplios sectores de la sociedad -con las bandas rockeras y los jóvenes a la cabeza- hubieran puesto el grito en el cielo, sin privarse de calificar a este funcionario de represor, fascista y unas cuantas lindezas por el estilo.

Finalmente, lo sucedido en Buenos Aires nos obliga a los santafesinos a reflexionar. El incendio de un boliche fue la consecuencia de una serie de corruptelas de funcionarios, empresarios y bandas rockeras; la inundación en Santa Fe fue un fenómeno de la naturaleza hasta que se descubrió que desde el Estado provincial no se hizo, se hizo mal o se dejó de hacer lo que era indispensable para evitar que la naturaleza se nos viniera encima.

Ibarra fue responsable de garantizar la seguridad de unos cuantos miles de boliches bailables de Buenos Aires; en Santa fe las autoridades debían asegurar la puesta en marcha de dos o tres obras públicas. En un caso y en el otro no se hizo lo que correspondía. Ibarra dijo que ninguno de sus opositores propuso soluciones; Reutemann dijo: «A mí nadie me avisó». Hasta aquí Ibarra y Reutemann se parecen; pero con una diferencia: Ibarra responde ante la justicia; Reutemann ni siquiera fue citado.

 

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