Los dilemas del poder

El presidente Kirchner supone que ciertas leyes de la economía y ciertos comportamientos de los grupos económicos se resuelven con denuncias o a los gritos. La experiencia histórica y académica enseña que en ninguna parte del mundo esta clase de conflictos se soluciona apelando a recursos verbales. Puede que en la coyuntura la bravuconada atemorice a algún protagonista, pero en el mediano y largo plazo lo que se impone es la implacable lógica económica.

La semana pasada el presidente cruzó palabras con la Iglesia Católica y entonces se dijo que el incidente fue provocado para disimular los supuestos malos resultados de la Cumbre de Mar del Plata. Esta semana los protagonistas de las iras presidenciales fueron los supermercadistas, pero se sospecha que Coto y sus amigos son la cortina de humo para encubrir la advertencia que hizo Lavagna sobre las empresas constructoras, que hacen muy buenos negocios, demasiado buenos para algunos, con el Estado.

Es verdad que estas puestas en escena de Kirchner le caen bien a la gente. Las amas de casa que recorren las góndolas y ven cómo suben los precios se sienten reconfortadas cuando desde la máxima autoridad política se denuncia esa situación. El sentido común aconseja no despreciar el pensamiento del ama de casa; Julián Centeya en un conocido poema concluía diciendo que «…en sus manos, patrona, yo pondría el Ministerio de Economía».

Lenín, que no recitaba tangos pero dedicaba sus horas a especulaciones de una cadencia parecida, sostenía que el poder de los soviets estaría consolidado el día en que las amas de casa aprendiesen a manejar las cuestiones de Estado. El otro que habló del pensamiento de la típica ama de casa fue Bernardo Neustadt con su célebre doña Rosa, de lo que se deduce que apoyarse en las amas de casa para hacer política es un soporte tan amplio que incluye en la misma sentada a Lenín y Neustadt, pasando, claro está, por Julián Centeya.

A favor del presidente puede decirse que esta estrategia se propone instalar como protagonista a la opinión pública. Dos son los destinatarios de sus palabras: los dueños de los supermercados y los consumidores. La amenaza latente es la movilización de los consumidores para que no compren en los supermercados.

El recurso no es original, pero suele ser peligroso por partida doble: si lo que se propone el presidente es regular la economía movilizando a sus seguidores, se corre el riesgo de afianzar el costado cesarista y autoritario del poder; si lo que se propone es amenazar para distraer a la opinión pública con denuncias simpáticas, el peligro es la demagogia y la manipulación de los ciudadanos.

Puede que entre estos dos peligros haya un espacio intermedio que permita poner límites a la voracidad de ciertos empresarios, afirmando la autoridad democrática del Estado. Si esto fuera así no habría nada que objetar, salvo, claro está, que no se conocen en el mundo antecedentes de este tipo. No ignoro que esto podría ser refutado diciendo que Kirchner es un gran innovador, afirmación que estaré dispuesto a creer cuando vea los resultados, no antes, y mucho menos ahora.

La estrategia del presidente puede discutirse e incluso criticarse pero, más allá del juicio que merezca su conducta, lo que no se puede ignorar es la tendencia de ciertos grupos económicos a concentrarse y cartelizar los precios. En nombre del equilibrio habría que decir, entonces, que si para evaluar los actos del presidente tomamos como referencia experiencias históricas, lo mismo debemos hacer para examinar la conducta de los actores económicos.

No hace falta ser un marxista rabioso o un enemigo jurado del capitalismo liberal para saber que la avidez por las ganancias constituye un costado genuino de la cultura capitalista y burguesa. Esta verdad la supieron entre otros algunos de los más grandes presidentes norteamericanos. Franklin Delano Roosevelt, por ejemplo, tuvo ásperas discusiones con ellos y en algún momento les hizo la siguiente pregunta: «¿Qué precio están dispuestos a pagar ustedes por la seguridad de que disfrutan?». John Kennedy fue más categórico y directamente los trató de «hijos de mala madre…». Nixon confesaba que manejar a estos grupos era algo mucho más peligroso que montar un corcel furioso. Hoover admitió que los monopolios le ataban las manos.

La pregunta que habría que hacerle a Kirchner es si cree que el camino para asegurar la gobernabilidad democrática pasa por abrir frentes de tormenta todos los días. Sobre esto no hay fórmulas escritas. Por ejemplo, Yrigoyen nunca hablaba en público, pero cuando les tenía que ajustar las clavijas se las ajustaba sin decir palabra.

Algo parecido hacía José Batlle en Uruguay o De Gaulle en Francia. Digamos que para ser «malo» con los burgueses no es indispensable andar disfrazado de guapo. «Un hombre que se precie de tal nunca amenaza y nunca acepta una amenaza» decía Nicanor Paredes, el amigo de Borges.

Que gobernar implica asumir dilemas diarios es una rigurosa verdad de Perogrullo, y que el mayor error que puede cometer un gobernante es pretender llevarse bien con todo el mundo resulta una verdad que en su momento formuló otro presidente norteamericano, que algo sabía de estos temas. Me refiero a Abraham Lincoln.

Como modo de producción dominante, el capitalismo tiene sus virtudes y sus problemas. No sé si estará condenado en el futuro pero sí que en el horizonte histórico inmediato seguirá funcionando con su increíble dinamismo y su sorprendente capacidad para reproducir injusticias. Su gran acierto es que resulta funcional a la creatividad individual, con todos los aciertos y vicios que esa creatividad incluye; su gran límite es que un modo de producción que se construye sobre la base del individualismo tiene serios problemas cuando ese individualismo opta por prácticas egoístas o corruptas.

Un orden económico que confía en la iniciativa individual debe encontrar algunos recaudos para poner límites cuando esa iniciativa se corrompe. No hay capitalismo sin empresarios pero tampoco hay capitalismo democrático sin controles y límites, es decir, sin Estado de Derecho. Digamos que la gran contradicción cultural del capitalismo consiste en alentar el individualismo como recurso indispensable para acelerar la productividad y acumular riquezas, sin disponer de recursos eficaces para poner límites a esa pulsión por la ganancia y el consumo.

Un sistema que premia el éxito económico se encuentra con problemas cuando debe poner límites a ese deseo. En los orígenes del capitalismo, los límites los fijaba la conciencia religiosa; hoy no existen o no son tan consistentes, y el dilema de todo gobierno democrático es cómo compatibilizar una economía que necesariamente debe ser privada con las exigencias y los valores de una sociedad más equitativa y justa.

Kirchner entiende que esos límites se imponen denunciando a los capitalistas. El problema es que esta política sólo puede funcionar con un gobierno de fuerza, con una dictadura para ser más claro. Stalin o Fidel Castro pudieron darse ese lujo porque todo el poder descansaba en sus manos. Kirchner no es ni Stalin ni Castro y tampoco pretende serlo, entonces habría que preguntarse si esos intentos pueden usarse exitosamente sin contar con los «beneficios» de una dictadura.

El dilema está abierto. Se trata de compatibilizar las exigencias igualitarias de la democracia con la lógica de una economía privada. En una época se creyó que esta contradicción se resolvía liquidando a la economía privada y socializando los medios de producción. En la URSS, o en cualquier parte donde estas experiencias se ensayaron demostraron que liquidando la economía privada se liquidaban también las libertades, y que la supresión de los ricos no implicaba la supresión de la pobreza.

Para bien o para mal, hoy hacer política significa lidiar con las contradicciones del capitalismo. Esa lidia es compleja y no asegura resultados positivos de antemano. La política debe navegar necesariamente en el mar de la incertidumbre. Está claro que en un mundo que parece exigir certezas y seguridades esa incertidumbre es inquietante pero, sin ella, ni el misterio de la libertad ni el misterio de la justicia podrían ser pensados.

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