La historia a las piñas o las piñas de la historia

La exigencia de un buen debate, aunque más no sea imaginario, es la honestidad intelectual. El ejercicio de la crítica no se puede confundir con los buenos modales. Se puede ser educado a condición de no disimular el pensamiento. Importa la verdad, no las relaciones públicas. El saber no es una rama menor del marketing. Si así fuera, Corín Tellado sería la mejor escritora del siglo veinte. Vender libros es una operación comercial, escribir buenos libros es un acto creativo. A veces ambas operaciones coinciden, pero lo habitual en los tiempos que corren es que vayan por caminos diferentes.

No lo conozco a Felipe Pigna pero conozco los libros que ha escrito y la serie televisiva que ha producido con Pergolini. Se trata de textos de divulgación, de libros o programas destinados a ser mirados o leídos por el gran público. Pigna se propone divulgar la historia argentina, y desde ese lugar me parece que es necesario reflexionar. La tarea de divulgar es digna a condición de que lo que se divulgue sea intelectualmente digno. El verbo «divulgar» no puede ser una coartada para degradar el conocimiento o hacer de la historia una caricatura.

En el oficio de divulgar, la calidad está en relación directa con el mayor o menor respeto al saber histórico. El objetivo de la divulgación es llegar a la gente, pero no a cualquier precio. Dos aspectos importan en este tema: el respeto al saber y el respeto a la gente. Respetar el saber significa no devaluarlo, no someterlo a la tiranía del rating; respetar a la audiencia es no mentirle, es ayudarla a pensar. El gran desafío sería transitar el camino de la variedad y la complejidad hasta la sencillez y la unidad. Ese camino es muy difícil de recorrer y el resultado de «Algo habrán hecho» demuestra que ni siquiera lo han intentado o directamente es imposible.

Se dice que de todos modos es mejor un programa de Pigna que un programa de Tinelli. Estas afirmaciones merecen discutirse. Tinelli es criticable no por lo que habla sino por cómo lo habla; lo que diferencia a un buen conductor de uno malo no son tanto los temas que trata, sino cómo los trata.

Mi hipótesis es que, en lo fundamental, en lo que importa, Tinelli y Pigna se parecen; más allá de que uno hable de los caracoles de Madagascar y el otro de San Martín. La coincidencia básica está en el sometimiento a cierto discurso televisivo destinado a un público concebido como una masa consumidora de lugares comunes.

Creo que valerse de la televisión para divulgar la historia es un desafío interesante. No debe ser fácil, pero creo que vale la pena intentarlo. La relación público-calidad suele ser contradictoria, pero no debería serlo. En el caso en cuestión, Pigna la ha resuelto por el camino más trillado, es decir, degradando el saber histórico.

Por supuesto que tiene derecho a hacerlo, lo que no puede pretender es que además no lo critiquen. Paulo Coelho, por ejemplo, vende cientos de miles de libros; las satisfacciones monetarias de ese emprendimiento comercial deben ser muy buenas, lo que no puede exigir es que, además, los críticos consideren que lo que hace es literatura.

Pigna se enojó con Roberto Maurer por una crítica y le contestó con una carta que es bastante reveladora: no nos dice casi nada de Maurer, a quien le reprocha no ser tan famoso como él, pero nos dice mucho de él mismo. Repito: no lo conozco a Pigna, pero después de esta carta sospecho que empecé a conocerlo, sin dejar de reconocer que siempre hay esperanza de que la gente sea un poco mejor que lo que escribe.

El aprendizaje de la historia es un proceso que, para acceder a una mirada más comprensiva de la realidad, exige superar los lugares comunes, los prejuicios y las visiones fragmentarias y dispersas. Saber historia reclama un esfuerzo, es una exigencia. Como dice Torcuato Di Tella: «La historia no la escriben los que ganaron o perdieron, la historia la escriben los que la estudiaron».

Se dice que un buen historiador no es el que tiene buenas respuestas sino el que tiene buenas preguntas. El problema con el programa de Pigna es que lo que abundan son las respuestas y lo que faltan son las preguntas. Alejandro Horowitz en su último libro se pregunta, por ejemplo, si la ruptura con España no se produjo en el momento en que se constituyó el Cabildo abierto de 1806. Su hipótesis es interesante, está bien fundamentada y muy bien escrita. De ninguno de esos atributos puede jactarse Pigna.

En «Algo habrán hecho»abundan los lugares comunes, las trivialidades presentadas como grandes anuncios. No está mal trabajar la historia desde el detalle, la miniatura. Walter Benjamin lo hacía, pero el episodio era el pretexto para iluminar lo real como un relámpago breve pero revelador. Benjamin elige la anécdota para hacer historia; Pigna se aferra a la anécdota para degradarla en chisme.

El objetivo de la enseñanza de la historia debería ser el de ayudar a pensar, ayudar a pensar incluso en contra de uno mismo, como le gustaba decir a Sartre. La reconstrucción del pasado no es la repetición de lugares comunes, es la revelación de una «novedad», revelar esa novedad es el objetivo de la historia.

«Devolverle al pasado la incertidumbre del futuro», escribe Raymond Aron para definir la meta de la historia. En el programa «Algo habrán hecho», lo que falta es la incertidumbre, todo parece estar claro: los amigos y los enemigos, los buenos y los malos, los lindos y los feos, lo único que falta -me temo- es la historia.

Una gran divulgadora de la historia en la Argentina fue la revista Billiken, pero el Billiken estaba destinado a chicos de diez años. Siempre les digo a mis alumnos: el problema de Billiken no son los chicos de diez años, sino aquellos que -con más de treinta- siguen creyendo que la lectura de Billiken es sinónimo de saber histórico.

El programa de Pigna se parece al Billiken en tanto uno y otro se dirigen a un público menor de edad. El rol de Pergolini cumple esa misión. Las preguntas son las de un niño, pero el problema es que Pergolini no es un niño. La elección que Pigna hace del interlocutor lo define. Pigna supone que en materia de historia los argentinos somos menores de edad.

«Algo habrán hecho» no provoca perjuicios en los niños, provoca prejuicios en los mayores. Así como ciertos programas están prohibidos para menores, en el caso de «Algo habrán hecho» habría que hacer exactamente a la inversa; establecer un horario de protección al mayor.

La revista de Vigil construye imágenes de buenos y malos, de héroes y antihéroes sobre la base de lo que se llamó la historia oficial. Pigna no es ni revisionista ni liberal, no hace historia social, ni historia económica, ni historia de las ideas, lo que hace, al decir de Romero, es revisionismo de mercado; sus referencias intelectuales no están en la historia, su referencia es el mercado consumidor, definido por una suma de prejuicios y lugares comunes que Pigna atiende con esmero y reconocida eficacia.

Reducir la historia a las hazañas individuales y a la conspiración, es lo que distingue al pensamiento primario. La tarea docente es superar esa instancia primitiva con una mirada más compleja. La educación suele definirse como ese proceso de crecimiento intelectual que nos permite establecer con la realidad una relación difícil.

En «Algo habrán hecho» no hay nada que aprender en términos históricos. Puede que alguien se entretenga o se divierta; pero entonces hay que ponerse de acuerdo: «Algo habrán hecho» es un programa de entretenimiento que merece competir con Tinelli y Susana Giménez. Esa ambición me parece muy legítima, lo que no es legítimo es decir que, además, se está haciendo historia.

Si la historia es el estudio de lo que cambia y lo que permanece, en Pigna lo que parece instalarse es lo que permanece, pero lo que permanece en la conciencia popular como prejuicio. Que las referencias hoy sean la liberación nacional o el socialismo carece de relevancia. En tiempos en que Fidel Castro se entrevista con Maradona y el Che es una remera, la referencia a un supuesto lenguaje revolucionario es irrelevante o el producto de una estrategia manipuladora. Hoy la verdadera rebelión es la de la inteligencia; la verdadera insurrección es la de la imaginación, la lucha es contra los lugares comunes, contra las percepciones lineales de lo real. Lucien Febvre hablaba de los combates por la historia; Pigna supone que es un combate por el marketing. Esa diferencia es la que distingue a la historia del show y al historiador del vendedor de best sellers.

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