Kirchner: entre el politiquero y el estadista

El Consejo de la Magistratura fue reformado de la peor manera. No es que no merecía ser reformado, lo que ocurre es que las reformas deberían haberse consensuado de otra manera, habilitando otro tipo de debate, estimulando iniciativas participativas más democráticas, alentando prácticas más republicanas.

Seguramente ese camino hubiera sido más largo, pero convengamos que no había ningún apuro en promover estos cambios, sobre todo si el precio del tiempo se compensaba con más participación y mayor calidad institucional. No se procedió de esa manera porque el gobierno no cree demasiado en las virtudes republicanas.

Kirchner conquistó una mayoría a lo pampa y sacó una reforma que la oposición cuestionará siempre. No sé si el Consejo de la Magistratura tal como quedó diseñado le servirá al gobierno. No es verdad que de aquí en más el oficialismo dispondrá de una justicia servil, por el contrario, lo que hizo fue tan evidente que la opinión pública vigilará sus pasos con más atención y la Corte Suprema de Justicia, que no es oficialista, se verá obligada a sobreactuar su condición de independiente.

Kirchner ganó la pulseada, pero una pulseada no es un combate, ni siquiera una batalla. Por otro lado, concebir a la política como un torneo de pulseadas es algo más que un error, es una torpeza. Lo curioso es que este gobierno ha logrado generar a su favor un interesante consenso moral. Uno de lo caballitos de batalla con los que el oficialismo ponderaba las virtudes de Kirchner era la designación de jueces independientes en la Corte. De aquí en más este acierto quedará empañado sin que a cambio, incluso desde la lógica de la acumulación de poder, puedan palparse beneficios inmediatos.

Pero lo más grave de esta reforma es el método empleado para conquistar la mayoría. Está claro que los legisladores duhaldistas, radicales y conservadores que votaron a favor de la reforma no lo hicieron por una cuestión de conciencia. Como decía mi abuelo; en la vida no hay que ser mal pensado, pero tampoco tonto. La compra de votos existe por más que ante los tribunales el pecado sea difícil de probar. Pero mucho más grave que el soborno es el marco institucional que hace posible el soborno. Un país que reglamentase, tal como lo prescribe la ley, los recursos de coparticipación, por ejemplo, no sería posible que el Ejecutivo nacional presione a gobernadores y legisladores.

El presidente radical, Roberto Iglesias, lo denunció a Kirchner por haber comprado voluntades, y Kirchner le retrucó recordándole el famoso operativo Banelco llevado a cabo por Flamarique. Para quienes sostienen que en los debates siempre una de las partes tiene razón, lo sucedido en este caso demuestra que en ciertas circunstancias los dos pueden tener razón, en tanto el recurso de comprar votos con los fondos públicos está generalizado más allá de las identidades partidarias. Queda como consuelo saber que no somos los únicos en pecar. En Brasil, sin ir más lejos, el gobierno de Lula ha sido acusado de lo mismo, es decir de valerse de los dineros públicos para conquistar contundentes mayorías políticas.

En la Argentina a este método se lo ha bautizado con el término de «borocotizar». En los tiempos de mi abuelo, a los políticos que cometían estas trapisondas se les decían corruptos, ladrones o, simplemente, sinvergüenzas. Mi abuelo, en particular empleaba una sola y elocuente palabra: ísabandijas!

El gobierno nacional no va a perder votos por haber reformado el Consejo de la Magistratura. Mientras las variables económicas funcionen la mayoría de la sociedad será oficialista. Así lo fue con Menem y la convertibilidad, así lo fue con la dictadura militar y la plata dulce. Esta verdad hay que admitirla a libro cerrado sin necesidad de enojarse con la gente que no hace más que actuar de acuerdo con las pautas que le enseñaron.

En los tiempos que corren, en las denominadas sociedades consumistas, el gobierno que logra una cierta estabilidad económica acompañada de un modesto bienestar para los sectores medios tiene la estabilidad asegurada más allá de sus desprolijidades institucionales. ¿Y los pobres? Se los arregla con planes sociales y, como decía el gallego del cuento, palos y misas.

Mientras la convertibilidad funcionó éramos muy pocos los que decíamos que Menem era impresentable, un personaje sórdido que provocaba vergüenza y que nos precipitaría al abismo. Kirchner no es lo mismo que Menem, pero en la manera de concebir el poder se parecen, no por nada, diría mi amigo, los dos son peronistas.

Nada más menemista que decir que con la reforma del Consejo de la Magistratura se rompió el pacto de Olivos, apostando a que nadie, o muy pocos, van a recordar que Kirchner y su señora esposa votaron con las dos manos el Pacto de Olivos. «Pocas veces vi un gobernador tan obsecuente» escribió Menem. Al riojano nunca le he creído nada, pero debo admitir que en este caso estoy tentado a creerle.

Los votos o el éxito electoral no pueden ser la única referencia ética de una sociedad. Defender las instituciones republicanas no es un imperativo electoral, es un imperativo moral. El común de la sociedad supone que una justicia independiente, una ley de coparticipación justa, son realidades menos importantes que un asado el domingo con los amigos, una quincena de vacaciones, un auto nuevo o ropa de primera calidad. Tarde la sociedad se suele dar cuenta que sus satisfacciones más inmediatas dependen de un sistema político que realmente funcione.

Si Kirchner quisiera realmente transformar la sociedad más allá de los espejismos de la coyuntura, si efectivamente quisiera ser recordado por la historia como un presidente progresista volcaría todas sus energías a promover una profunda reforma estatal que modifique las actuales reglas de juego basadas en la compra de votos, las presiones a los gobernadores y una ayuda social concebida como chantaje contra los pobres.

Si realmente le importara el futuro, y su propio futuro, se preocuparía más en alentar el desarrollo económico estableciendo prioridades que sustenten ese desarrollo. Hoy las cifras de crecimiento son óptimas, pero las bases de ese crecimiento siguen siendo las de la Argentina tradicional. Son los economistas de los más diversos signos los que aseguran que en nuestro país la Argentina oscila permanentemente entre ciclos de crecimiento y ciclos de caída. Una política inteligente debería apuntar a romper esa lógica perversa. No hay señales en el horizonte de que Kirchner esté trabajando en esa dirección. El hombre se siente más cómodo en la cresta de la ola, sin saber que nada hay más precario y fugaz que una ola.

Más que preocuparse por la reelección del 2007, de él o de su señora esposa, debería preocuparse por sentar las bases de un nuevo orden político, menos corrupto, más justo, más republicano en definitiva. Más que preocuparse por ganar una elección, debería preocuparse por ganar un sitio en la historia grande.

Yo sé que estos alegatos suelen ser refutados en nombre de la viveza criolla. Fundar la política en la picardía criolla no ha dado buenos resultados y ni siquiera le ha dado buenos resultados a sus promotores. Es la rigurosa experiencia la que enseña que la luna de miel con la sociedad en estos parajes no dura mucho y que el héroe de hoy es el villano de mañana. Al respecto, Kirchner tiene en Menem un buen espejo en donde mirarse.

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