Juicio político a Aníbal Ibarra: ¿justicia o farsa?

Nunca sabremos si ciertas coincidencias obedecen a la casualidad o a una lógica interna. El mismo día que Aníbal Ibarra fue destituido, la banda Callejeros anunciaba una serie de recitales en diversos estadios del interior. No tengo conocimiento de que los familiares de Cromagnon hayan dicho una palabra al respecto. En principio, y atendiendo a sus manifestaciones, parecían más preocupados en festejar la destitución de Ibarra como si estuvieran en una cancha de fútbol que en preguntarse qué pasa con quienes junto con Chabán y los energúmenos que tiraban bengalas al techo fueron los responsables directos de la muerte de sus hijos.

La respuesta a este interrogante es bastante sencilla: el Estado indemniza, Callejeros no. Importa más sentar un precedente jurídico que permita cobrar una indemnización más alta que buscar la verdad. ¿Acaso no lo merecían? Lo merecen, pero ese merecimiento no incluye maniobras o chantajes emocionales para reclamar más.

La feroz alegría de los familiares por la destitución de Ibarra, esas expresiones de dolor, rencor y venganza dibujadas en los rostros, hacían recordar más a la ceremonia de un linchamiento que a la destitución a través de un juicio político. Dicho con otras palabras, el chivo expiatorio había sido sacrificado; para el caso, poco importaba la verdad, tampoco hallar a los verdaderos responsables, lo que interesaba era satisfacer los instintos a través de un sacrificio que se cumplió respetando todos los rituales.

A los familiares hay que entenderlos en su dolor, pero también en sus culpas. ¿Acaso tanta furia, tanta violencia e intolerancia no es la expresión compulsiva de quien en el fondo sospecha que él también tiene un cierto grado de culpa por la suerte que corrió su hijo?

A la fiesta se sumaron por supuesto los legisladores. Desde la derecha a la izquierda todos festejaron sus propias ficciones. La izquierda con la fantasía de que la destitución de Ibarra se parecía a la revolución social; la derecha con la ilusión de que la destitución podía asimilarse a un golpe. Un izquierdista cada vez que se agita piensa en la revolución social, un derechista cada vez que se excita sueña con su golpe de Estado. Los dos ahora consumaron sus fantasías.

Ni a unos ni a otros les importó demasiado la verdad, el dolor de los familiares y el nombre de los verdaderos responsables. A la tragedia la transformaron en comedia y fue más importante conquistar el aplauso fácil de la hinchada, pavonearse en las pantallas de la televisión que trabajar por la verdad y la justicia.

Por supuesto que Ibarra hizo poco y nada para que las cosas salieran de otra manera. Una tragedia como la sucedida desbordó al político que, hasta ese momento, la suerte había protegido. Si los estadistas son los que se ponen a prueba en los momentos difíciles, Ibarra demostró estar muy lejos de esa condición. Yo sé que él no es el responsable de los 194 muertos de Cromagnon, sé que su derrocamiento obedece a causas sórdidas y oscuras, pero también sé que se defendió mal, que planteó mal las alternativas, que no fue feliz su denuncia de golpe institucional.

Ibarra no fue un jefe de gobierno brillante, pero tampoco fue una calamidad. Los vicios de su gobierno suelen estar presentes en todas las burocracias políticas; sin embargo, para amplios sectores sociales de la Capital, Ibarra estaba gobernando bien y sólo la mala fe de una oposición facciosa y amiga de ceder a los cantos de sirena de la hinchada puede acusarlo de ser el responsable de 194 muertos.

Entiendo la disquisición que se hace entre responsables políticos y penales, pero me parece que en una tragedia de esta dimensión esa distinción es apenas una sutileza. Importa más preguntarse en términos concretos quiénes fueron efectivamente los responsables. Si queremos eludir las respuestas abstractas, las generalizaciones tramposas, para encontrar a los responsables, debemos ir a Cromagnon. Esto quiere decir que los asesinos están en ese local bailable cercano a Plaza Once, allí hay que buscarlos y no en la lejanía del poder político, porque, si así fuera, la misma distancia que hay entre Cromagnon e Ibarra es la que hay entre Cromagnon y los padres de las víctimas. ¿O acaso no es justo preguntarle a los padres qué hacían y qué hicieron para impedir que sus hijos murieran en esa ratonera?

Es una verdad casi obvia decir que en cualquier lugar del mundo donde cuatro mil jóvenes se encierren en un local y se dediquen a tirar bengalas encendidas al techo, pueda pasar algo parecido a Cromagnon. Nadie, ni la mejor policía del mundo, ni los bomberos más eficaces, ni la Cruz Roja más solidaria puede impedir una tragedia cuando los participantes se dedican a jugar con fuego o a vivir peligrosamente con la peregrina idea de que a ellos no les va a pasar nada.

Un familiar reclamaba que a su hijo le garanticen seguridad cuando salga de noche. La respuesta que habría que darle es que la primera norma de seguridad que debería tener en cuenta es la de no permitir que su hijo vaya a un boliche donde la publicidad anuncia que habrá una fiesta de bengalas.

El reclamo de seguridad de los padres es legítimo, siempre y cuando ese hijo esté dispuesto a cumplir con las leyes, a ponerse límites y a aceptar que la policía para algo está o para algo sirve. Con todo, a ese familiar habría que decirle que en una sociedad que dice respetar las libertades individuales y la autonomía de la voluntad, ninguna estructura estatal puede impedir que alguien se suicide, se tire al río sin saber nadar, se ponga a jugar a la ruleta rusa o se encierre con sus amigos en un boliche a aullar como frenéticos arrojando bengalas al techo.

Se dice que con esta sanción a Ibarra, los políticos en el futuro van a tener más cuidado. Ojalá, pero en estos temas uno de los pecados que no estoy dispuesto a cometer es el de la ingenuidad. Los funcionarios corruptos existen, los inspectores coimeros existen y, por lo tanto, creo que el Estado debe preocuparse más que en terminar con la corrupción -porque no me gusta pedir lo imposible-, en tratar de reducirla al mínimo.

Todo esto puede hacerse y debe hacerse sin necesidad de promover una suerte de linchamiento político de la máxima autoridad de una ciudad. Que Cromagnon haya sido pasto de las llamas no autoriza a incinerar a las instituciones. ¿Fue tan así? Lo fue. Según Barcesat, un opositor a Ibarra, el juicio político fue una farsa porque se inició sin que previamente se hubieran aprobado los reglamentos del procedimiento.

¿Impunidad para Ibarra? Nada de eso. Basta mirar su rostro demacrado, su pelo invadido por las canas para saber que el hombre pagó un precio alto por lo que dejó de hacer o hizo mal. Políticamente, Ibarra había perdido prestigio, consideración y su futuro se había esfumado. ¿El juicio político era necesario? Si a la política se la identifica con la categoría del chivo expiatorio, el juicio político no sólo que era necesario sino imprescindible. Si en cambio la política pretende manejarse por los andariveles razonables de la justicia, el juicio político no debió haber tenido lugar.

Con respecto a los familiares, podría decirse que ellos han dejado de ser los protagonistas exclusivos del dolor y el sufrimiento. A un año de los hechos se puede aceptar el dolor privado pero no es admisible aceptar el chantaje del dolor público. A Ibarra y a sus hijos los amenazaron de muerte; Estela Carlotto fue agredida; Strassera recibió insultos y burlas. El dolor se entiende, pero el dolor no puede ser una excusa o una coartada para avalar la intolerancia, la prepotencia y cierto fascismo cultural.

El dolor merece su lugar, pero también tiene sus límites. Amenazar de muerte a un niño, intimidar a quienes piensan diferente, es una canallada y el que lo comete, un miserable. Un padre santo no se transforma en un rufián porque su hijo sea delincuente; un padre rufián no deja de ser rufián porque su hijo haya muerto en un accidente.

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